Trasversales
Ségolène Royal

De la caída del muro de Berlín a los Estados Unidos de Europa

Revista Trasversales número 17 invierno 2009-2010


Textos de la autora en Trasversales


Intervención de Ségolène Royal el 8 de noviembre de 2009 en el Instituto para la Diplomacia Cultural, Berlín. Versión original en francés publicada en Desirs d’Avenir (www.desirsdavenir.org) bajo Licencia Creative Commons




Me siento feliz por estar entre ustedes esta tarde, con el fin de celebrar el XX aniversario de la caída del muro de Berlín. Me gustaría agradecer al Instituto de Diplomacia Cultural, y más particularmente a su director, Mark Donfried, su invitación.
En la caída del muro de Berlín encuentro tres significados principales: el principio de la reunificación de Alemania, el principio del fin de la Guerra Fría y el principio de la reunificación de Europa.
Comenzaré con los dos primeros ámbitos, pero insistiré más en el ámbito europeo, pues me parece el más esencial siendo yo una política francesa en Berlín. Esto me permitirá insistir en uno de los elementos más importantes de mi compromiso político: el sueño de los Estados Unidos de Europa. Aunque en mi país, incluso en mi propio campo político, muchos se han sorprendido al verme insistir en esta idea durante la campaña de las elecciones europeas, en Atenas junto a mi amigo Giorgos Papandreu, actual jefe de Gobierno de Grecia, y también en Nantes ante mis compañeros socialistas franceses, quiero aprovechar esta ocasión para profundizar en ello.

Ciertas fechas quedarán grabadas para siempre en el gran libro de la historia de la humanidad. El 9 de noviembre de 1989, día de la caída del Muro de Berlín, es una de ellas. Todavía hoy, me acuerdo de ese día y retornan algunas imágenes. Caras felices, miles de berlineses que marchan gritando “Wir sind das volk”, esto es, “Nosotros  somos el pueblo”. Un lema que, a las pocas horas, se transforma en “Wir sind ein volk”, “Nosotros somos un pueblo”.
Ese movimiento, esa cohesión espontánea, esta fraternización alrededor de un muro que se derrumba para unir Alemania en un solo y único pueblo, todo eso es como un dique que cede para liberar un agua demasiado tiempo retenida. Sin un herido, sin una víctima.
Me acuerdo de manos tendidas, cuerpos que se abrazan, familias que se reencuentran, conciertos improvisados, el gran Miroslav Rostropovitch tocando el violonchelo en medio de los escombros, grupos que cantan, bailan, ondean banderas sobre trozos de piedra adornados con graffitis, martillazos que derrumbaban el muro, personas que se guardaban en el bolsillo un trozo de éste como quien lleva un trozo de historia.
Me acuerdo de esas tostadas improvisadas, compartidas entre el asombro y la emoción, de esa alegría, de las caras de los alemanes orientales que guardaban la frontera.
Una muchedumbre que se ríe... “Ein Volk”, un solo y único pueblo.
Me acuerdo de esos días, que seguíamos hora a hora, de ese acontecimiento que parecía imposible algunos meses antes. Pocos analistas y sovietólogos habían anticipado lo que ocurrió. Salvo unas pocas excepciones, decían desde hace tiempo que al otro lado del telón de acero nada cambiaría jamás; que de nuevo y como siempre la represión se impondría, que no había que dejarse engañar por Gorbachov; aún en 1989 decían que la glasnost y la perestroika eran añagazas destinadas a desarmar a Occidente. Poco importaba que el jefe del Kremlin hablase de Europa como de una “casa común”, que hubiera organizado por primera vez elecciones pluralistas, que Andrei Sajarov obtuviese un escaño en el nuevo Parlamento: para estos expertos la historia estaba condenada a repetirse.

Los que subestimaron la amplitud de los cambios introducidos por Gorbachov y aquellos (a menudo los mismos) que le reprocharon haber sido el aprendiz de brujo de la descomposición involuntaria del imperio soviético subestimaron el papel histórico y benéfico de este gran dirigente. Lúcido en cuanto el fracaso del sistema soviético y decidido a reformarlo, tuvo la inteligencia y el coraje de negarse a ejercer la represión.
Le agradecemos eso al señor Gorbachov.
En la caída del Muro de Berlín está presente una de las más bellas lecciones. Cualesquiera que sean las circunstancias, cualesquiera que sean los papeles más o menos comprobados de los dirigentes soviéticos, estadounidenses, alemanes, franceses o británicos, más allá del juego subterráneo de la diplomacia, más allá de las declaraciones públicas, hay una sola verdad: nada puede resistir la fuerza del pueblo en marcha. Ninguna dictadura, ningún sistema totalitario, ninguna democracia pervertida, puede resistir al impulso de un pueblo que decide, un día, decir “NO”.
Todos los regímenes perversos se derrumban gracias a la fuerza y el coraje de los ciudadanos.
Todos los regímenes democráticos se alzan gracias a la fuerza y el coraje de los ciudadanos.
Aquel día, pensé: todo es posible. Ningún muro puede resistir a la determinación de un puñado de individuos que, primero, son algunas gotas de agua, luego forman un arroyo, más tarde un río, un océano”.

La caída del Muro de Berlín, precedida 10 años antes por la rebelión en Polonia del sindicato Solidarnosz, anticipó la caída del imperio soviético en 1991. El comunismo soviético, esa doctrina malversada, esa deriva de una esperanza que se transformó muy rápidamente en tiranía destructora de vidas humanas, de conciencias, de creatividad, de libertad, de igualdad, de fraternidad, se derrumbó en unos doce años.
Sí, 1989 fue un año memorable, que vio al pueblo alemán derribar un muro de la vergüenza, a la URSS retirar sus tropas de Afganistán, a Polonia elegir un gobierno no comunista, a África del Sur escoger a Nelson Mandela para derribar el muro del apartheid, a Pinochet salir  del poder, a Brasil organizar sus primeras elecciones libres después de 30 años, a Hungría abrir su frontera con Austria y cambiar de gobierno, a la “revolución de terciopelo” triunfar en Checoslovaquia, a los regímenes búlgaro y rumano derribados.
No olvidemos que también en China los estudiantes y muchos otros habían hecho suyo este ideal. Pero allí 1989 significó la instauración de la ley marcial en el Tíbet y el aplastamiento de los demócratas de la Plaza de Tien An Men, que nunca olvidaremos. Hoy, en 2009, el pueblo iraní también se inspira en la lección que nos fue dada por el pueblo alemán en 1989.
 En Francia, aquel año celebrábamos el bicentenario de nuestra Revolución. Catorce de julio, nueve de noviembre... podíamos soñar en un mundo liberado de la injusticia.  Y, en esta euforia de libertad, en esta alegría con la que vibrábamos al ver al pueblo alemán bailar y cantar, creímos, durante algunas semanas o algunos meses, que el mundo verdaderamente iba a cambiar, que este mundo sería liberado por fin de la escisión Este-Oeste, de esa guerra fría. Y era verdad en parte.

Pero algunos intelectuales, como Emmanuel Lévinas, siempre visionario, nos pusieron en guardia, a comienzos de los noventa. El gran filósofo nos decía: “Atención, es el final de una evidente tiranía, pero es también el final de una esperanza, aunque hubiese sido pervertida. Cuidado con el advenimiento de un tiempo sin promesas”.
Una advertencia profética, anunciadora de la crisis  que vivimos hoy:  crisis económica, ecológica, ética, nacida indiscutiblemente de este tiempo en el que el ultraliberalismo y el capitalismo financiero se han dedicado a confiscar las promesas, a desviar las esperanzas, precisamente cuando una gobernanza mundial debería ser capaz de servir al progreso de la humanidad.
Sí, el muro de Berlín cayó, ese muro que desgarraba  Alemania desde agosto de 1961. Pero otros muros han sido erigidos. El muro de 700 Km. de longitud entre Israel y Palestina, la barrera electrificada que separa desde 1953 a ambas Coreas, la que la India erigió en su frontera con Bangla Desh, el muro que separa los Estados Unidos de México, el muro de Chipre.
Existen sobre este planeta decenas de muros, materiales pero también socioeconómicos, construidos para protegerse del otro, encerrarle, cercarle, mantenerle en un gueto, impedirle desplazarse. Estas paredes caerán un día como cayó el Muro de Berlín, por la fuerza de los pueblos.
Pero estos muros no son nada comparados con las barreras infranqueables que rodean a nuestras decisiones. Es más fácil derribar barricadas que barreras mentales. Existen muros materiales pero sabemos que hay muros formados por ideologías corrompidas que también enclaustran al mundo: el fanatismo terrorista que instrumentaliza la religión, el fanatismo económico y la inercia ecológica también llevan al mundo hacia su pérdida.
Sí, los muros invisibles existen, a veces más coriáceos que las barricadas, y sólo pueden ser derribados por la voluntad política y por las leyes, los derechos y los deberes democráticamente compartidos.

Estamos aquí en Berlín, ciudad símbolo de un país que supo derribar un muro de piedra pero también y sobre todo el muro mental de la tiranía. No puedo abstenerme de comparar la caída del muro de Berlín con la toma de la Bastilla y deciros hasta qué punto es esencial la fraternidad que vincula a Francia y Alemania. Desde hace 50 años, nuestros dos países avanzan cogidos de la mano, en una unión renovada sin cesar, una unidad que jamás cede, a pesar de que a veces chirríe y de vez en cuando aparezca algún bache.
Cuando el muro cayó, yo era diputada por Deux Sèvres desde hacía un año, después de haber trabajado durante siete años como cercana colaboradora del Presidente de la República francesa, un hombre que me ha enseñado mucho en política, que me inspiró, que había atravesado el caos del siglo veinte, que llevaba consigo esa historia y que la encarnó: François Mitterrand.
François Mitterrand y Willy Brandt compartían el mismo sueño de una Europa más humana, más justa y más creativa. Y me acuerdo de él, con Helmut Kohl, izando muy alta la bandera de la fraternidad francoalemana. Hubo, por supuesto, ese instante inolvidable, esa reinvención  del vínculo entre nuestros dos países, el 22 de septiembre de 1984, en Verdún [escenario de una gran batalla de la I Guerra Mundial, en el que en 1984 Kohl y Mitterrand, cogidos de la mano, pasearon por el cementerio]. Jamás olvidaré esa imagen, las manos cogidas de François Mitterrand y Helmut Kohl, en un gesto tan intenso de recogimiento y fraternidad.

Hubo también unas palabras, que se encuentran entre las últimas que pronunció como Presidente. Fue aquí, en Berlín, el 8 de mayo de 1995, durante las conmemoraciones del cincuenta aniversario del fin de la Segunda Guerra mundial. Aquel día, François Mitterrand expresó su orgullo de estar en vuestra capital, para cumplir uno de sus últimos actos como Presidente de la República francesa, él que nunca dejó de trabajar para reforzar los lazos entre nuestros dos países. Aquel día, dijo palabras muy simples y muy depuradas: “Aventura extraña, cruel, bella y fuerte, la de estos pueblos hermanos a los que ha hecho falta más de un milenio para reconocerse tales como son, para admitirse, para unirse, para volver juntos a su propia fuente”
Exactamente eso es lo que querría decirles esta tarde. Aquí estamos, retornados juntos a nuestra propia fuente para celebrar juntos la caída de un muro y la reunificación de un pueblo que, más que cualquier otro en Europa, supo mirar frente a frente, con los ojos abiertos, su propia historia, sin borrar su parte más oscura, para hacer vivir y vibrar su parte de luz sobre la escena del mundo. Sí, me acuerdo de esos días históricos.
Si Europa se construyó en parte sobre el dúo francoalemán, hoy está constituida por 27 Estados miembros que aspiran a la democracia, al reparto de las riquezas, a la creación de una verdadera entidad política, que saque fuerza de sus propias diferencias,  capaz de influir sobre el futuro del planeta con sus decisiones económicas y diplomáticas. A escala histórica, la Europa política es todavía muy joven y muy embrionaria, aunque el Tratado de Lisboa, por imperfecto que sea, represente un avance, con la creación de la función de Presidente del Consejo europeo.

Pero debemos ir más lejos.
La Europa de la cultura es varias veces centenaria. Es hija de las grandes universidades medievales, Bolonia, Oxford, Soborna, Cracovia..., entre las que  ya se circulaba para compartir el saber y las esperanzas. Es hija de los viajeros humanistas del Renacimiento. Hija de la Ilustración y de las controversias que suscitó de un extremo a otro del continente. Hija de la conquista de la libertad de conciencia, de pensamiento y de culto. Sí, la Europa de la cultura puede estar orgullosa de sus siglos de diálogo y creaciones. Y cuando miro hoy la extraordinaria ebullición cultural de Berlín, sofocada durante décadas, estoy más que nunca convencida de la importancia de la creencia esencial que compartimos como europeos: lo más importante para la Humanidad sólo puede ser la Humanidad misma.
La caída del muro de Berlín nos obliga a ir aún más lejos. Ha llegado el tiempo de la Europa política. Depende de nosotros aceptar este desafío formidable: forjar una verdadera Europa política.
Sí, debemos alcanzar una coexistencia política armoniosa para promover, altos y fuertes, los valores de Europa, que fue durante siglos uno de los más grandes campos de batalla de la humanidad, que fue el lugar del crimen más espantoso de todos los tiempos, la Shoah, y que podría convertirse, contra una parte de su propia historia y gracias a esta cohesión y a la unión de sus diferencias, en el continente al que llamo “los Estados Unidos de Europa”.
Me gustaría detenerme un poco más en esta idea. ya que es, lo sé, uno de los principales elementos de nuestro empeño político común. Como ocurrió durante la campaña europea, hoy tenemos la oportunidad de expresar este profundo sentimiento. He llevado esta idea a Atenas, en el pasado mes de mayo durante la conferencia “El porvenir de las izquierdas en Europa”, organizada por el actual jefe de Gobierno de Grecia, Giorgos Papandreu, y, como he dicho, profundicé en esta idea en Francia durante la campaña europea, en la ciudad de Nantes.

Ha llegado el tiempo de soñar y de pensar en algo más grande que nosotros. Ha llegado el tiempo de responder a las exigencias de esta utopía realizable: los Estados Unidos de Europa. Sé que esta expresión podría sorprender, ya que parece calcada del modelo de los Estados Unidos de América, mientras que nuestras naciones no pueden ser comparadas en ningún caso con los Estados americanos. Para quienes se sorprendan, recordaré que los grandes pensadores de Polonia, Italia, Bulgaria, Alemania y toda Europa, utilizan esta expresión desde mediados del siglo XIX. En Francia, Víctor Hugo utilizó la expresión “Estados Unidos de Europa” el 21 de agosto de1849, durante el Congreso Internacional por la Paz realizado en París.
No por eso es una idea del pasado, al contrario, esta idea nunca fue tan contemporánea. Como Hugo decía con tanta fuerza: “Llegará un día en el que las armas se os caerán de las manos, a vosotros también... Llegará un día en que Francia, Rusia, Italia, Inglaterra, Alemania, todas las naciones del continente, sin perder vuestras cualidades distintas y vuestra gloriosa individualidad, os fundiréis estrechamente en una unidad superior y constituiréis la fraternidad europea. Llegará un día en el que las balas y las bombas serán reemplazadas por los votos y por el sufragio universal de los pueblos”.
Mientras que vemos conciliábulos en la sombra para nombrar al futuro Presidente del consejo europeo, me gustaría parafrasear a Víctor Hugo y decir que un día llegará, estoy segura, en el que el Presidente de los Estados Unidos de Europa será elegido por sufragio universal directo.
Sí, creo que la crisis sin precedentes que atravesamos nos obliga a volver a definir cómo podemos construir juntos una Europa con rostro humano que nos unifique.

Depende de nosotros constituir una zona económica justa, para crear riqueza, para redistribuirla y para regular el capitalismo financiero. Depende de nosotros dar vida a este modelo social, ya operativo en los países del norte de Europa, que alía creación de riqueza y justicia social. Depende de nosotros respetar cada cultura, cada creencia y sus diferentes identidades. Depende de nosotros reconciliar al ciudadano con esta Europa que parece tan lejana, tan tecnocrática, tan abstracta. Una Europa que parece, sobre todo, tan ajena al sufrimiento de sus obreros, masivamente despedidos en el flujo de las deslocalizaciones. Una Europa que parece tan lejana de sus clases medias, que se preguntan si también ellas van a perder sus empleos. Una Europa que parece tan ajena a su juventud, golpeada por el paro y por la desesperación más que cualquier otra parte de la población.
Sí, Europa debe cambiar. Pero Europa puede cambiar. No olvidemos que Europa es un continente de creatividad, la primera potencia económica del mundo, con trabajadores y empresas dinámicas, con más población que los Estados Unidos de América, y con un modo de vida al que aspira el resto del mundo.

La última vez que vine a Berlín fue en marzo de 2007, durante la campaña presidencial francesa. Me reuní con la canciller Ángela Merkel. En aquella época, Airbus anunciaba planes de despidos de miles  de obreros en Francia y en Alemania. Tenía que defender los intereses de los obreros franceses, y, por supuesto, la canciller Merkel tenía que defender los intereses de los obreros alemanes. Pero recuerdo muy bien que, durante nuestra discusión, llegamos a superar la contradicción entre nuestros intereses nacionales y a poner las bases de una solución europea que tomaría en consideración nuestro interés general común. Lo que quiero decir es que, hoy, la fuerza del dinero es mayor que la fuerza de las  naciones divididas, y que debemos unir nuestras fuerzas para nuestros ciudadanos.
Y nuestros pueblos lo saben ya muy bien, y muy frecuentemente han hecho avanzar esta idea. Por ejemplo, en abril de este año, cuando los obreros franceses de Continental fueron a Hannover para manifestarse con los obreros alemanes de Continental, en un acto concreto de fraternidad europea. Hoy, es nuestro deber reconciliar a estos ciudadanos con la Europa política.
Reconciliar a los ciudadanos con Europa y con los valores de progreso y de humanismo, es establecer a escala europea la democracia participativa y  la implicación de los 27 países de la Unión, demasiado a menudo percibida como tentacular. Más allá de los refrendos y consultas populares, nos corresponde impulsar en nuestras regiones, departamentos, ciudades y países esta democracia participativa que día tras día se impone como una necesidad evidente. Sí, la democracia participativa es el medio esencial para crear una cohesión entre los ciudadanos, entre los países, y para crear ese sentimiento de pertenencia a una entidad común llamada Europa. Sí, rehagamos el camino hacia estos ciudadanos que perdieron la confianza en Europa, tendámosles la mano, organicemos votaciones participativas, presupuestos participativos, refrendos, jurados ciudadanos para evaluar las decisiones públicas.
Y, finalmente, debemos reconciliar Europa con el mundo. Europa debe desempeñar un papel en los grandes conflictos y los grandes retos de nuestro tiempo. Europa debe desempeñar un papel en Oriente Próximo, en Irak y en Afganistán. Europa debe imaginar y crear una verdadera colaboración con África, Asia y América Latina. Europa debe ayudar al pueblo iraní a emanciparse. Europa debe participar en la consecución de la paz en Oriente Próximo y en la creación de dos Estados que coexistan en el respeto mutuo.

Debemos profundizar y reforzar nuestra colaboración con la India, la mayor democracia del mundo. Debemos ser solidarios con los mil millones de seres humanos que viven por debajo del umbral de pobreza, con menos de dos dólares al día.
Europa debe desempeñar un papel en la zona del Pacífico, en el conflicto larvado que opone Corea del Norte a todos los países de la zona, empezando por Corea del Sur y Japón.
Debemos adoptar la actitud adecuada para hacer progresar los Derechos Humanos en China, en Birmania, en ciertos Estados africanos y en todos los lugares donde los valores universales están amenazados.
Debemos tener una posición clara ante Rusia, dubitativa entre su sueño de gloria pasada, su desconfianza hacia Occidente y, también, su deseo de participar de pleno como agente activo en la escena mundial. En este mundo multipolar, agitado por convulsiones permanentes, en este mundo ansioso y peligroso, Europa puede desempeñar un papel ejemplar con una política de solidaridad y de ejemplaridad. Un proverbio asiático dice que vale más dar un paso juntos que diez pasos a solas. Ése es el gran proyecto de Europa.

No creo en el choque de las civilizaciones. Tampoco soy una pesimista crónica. Creo que la elección de Barack Obama, hace un año, al frente de la potencia mayor del mundo, ha creado, naturalmente, una esperanza inmensa, pero también demostró que los pueblos siempre se adelantan a los poderosos, que los pueblos están dispuestos a oír un lenguaje razonable, de sabiduría, de unión, y que los pueblos sólo aspiran a una cosa, la paz, allí dónde los gobernantes quieren a veces la guerra.
No creo en el choque de las civilizaciones, ese fantasma que pretende que la historia está ya escrita, que quiere que la complejidad de las culturas, de las religiones y de los pueblos sea cartografiada y clasificada, que pretende que inevitablemente iremos a la confrontación.
Si el mundo baila sobre un volcán, es posible no despertar al volcán caminando sobre su cresta. Depende de nosotros crear una diplomacia dinámica, fundada sobre un diálogo constructivo, sin ceder sobre nuestros valores pero con total respeto al otro. La diplomacia europea debería dirigirse ante todo a los pueblos tal como son, evitando lanzarse a arrogantes monólogos.
Y aunque los resultados tarden en llegar, hay que perseverar y perseverar. Abraham Lincoln tenía una regla en la vida: “Avanzo lentamente, pero nunca retrocedo”. Esa es una de las claves. Ciertamente es más fácil mancomunarse en el odio al otro, jugar con las pulsiones más bajas, halagar al nacionalismo y al racismo. Hace falta coraje para mancomunarse en torno al humanismo, la benevolencia y el respeto.
Yo creo en esta diplomacia para Europa. Si Europa sabe desistir de una excesiva  prudencia y se presenta  unida sobre la escena internacional, entonces Europa, portadora de los valores de la Ilustración, desempeñará un importante papel en la resolución de los actuales conflictos. Podemos creer en eso. Podemos creer en eso gracias a ese día, el 9 de noviembre de 1989, en el que un pueblo entero pudo derribar un muro de hormigón, un muro ideológico, un muro de cólera, sin verter una sola gota de sangre y silabeando “Wir sind das Volk”: “somos el pueblo”.
Sí, creo en la Europa de los pueblos. Y por eso  creo en los Estados Unidos de Europa.

No podemos esperar más. Cada uno de nosotros, en la medida de sus posibilidades, debe contribuir, a partir de hoy, a la realización de esta idea. Debe ser la tarea de nuestra generación y también, jóvenes, de la vuestra, y no puedo imaginar tarea mayor. Por ese motivo, he iniciado, a partir del 18 de mayo y junto a Stéphane Hessel, una profunda reflexión que culminará en los meses próximos con propuestas concretas para el avance del proyecto de los Estados Unidos de Europa. He decidido promover el sueño de los Estados Unidos de Europa de una manera concreta, confiando a una distinguida e irreprochable personalidad una misión de estudio sobre el proyecto de los Estados Unidos de Europa, en el que laboratorios de ideas europeos, y espero que entre ellos esté el vuestro, convergerán con ciudadanos, sindicalistas, cargos electos, artistas, investigadores, juristas y periodistas europeos.
Llevaremos adelante esta misión a partir de nuestro laboratorio de ideas Désirs d’Avenir, en asociación con todas las personas de buena voluntad que verdaderamente desean el cambio. Désirs d’Avenir organizará una Universidad Popular Participativa en París para cambiar nuestras perspectivas europeas, primera etapa de una larga serie de diálogos que tendrán lugar durante el año 2010 para realizar el sueño de Víctor Hugo, que también es, estoy segura de ello, el sueño de muchos de quienes están en esta sala.
Querría concluir haciendo una referencia más personal. Cuando era niña, vivía en Lorraine, en el Este de Francia. Entre la guerra de 1870 y la Primera Guerra mundial, Lorraine fue una región alemana. Es una región de sangre, de lágrimas y de esperanzas compartidas. Allí escuché por primera vez el Himno de la Alegría, de Beethoven. Cuando oigo el Himno de la Alegría, yo misma siento una alegría inmensa. Años más tarde, hice indagaciones sobre esta obra. Fue compuesta por el gran músico en uno de los momentos más sombríos de su existencia. Casi arruinado, afectado por una sordera galopante, abandonado poco a poco por el público. Y, sin embargo, en medio de toda esta adversidad, brotó de él esta novena sinfonía, que se ha convertido en himno europeo. Su música y las palabras de Schiller celebran la fuerza del pueblo y su fraternidad.

El camino que os propongo para esta nueva etapa de construcción de nuestra Unión está hecha a imagen y semejanza de este Himno a la Alegría, compuesto por Ludwig von Beethoven: una gran adversidad, transcendida por el coraje y la fuerza de la fraternidad con un único  objetivo, que, aquí, en Berlín, tiene más sentido que en ninguna otra parte, para hoy y para mañana. Cito el final del Himno a la Alegría: “para que la ciudad futura olvide el tiempo de las lágrimas”.¡Qué bello programa político es ése!
Vielen dank für dieses schöne beispiel von freiheit und brüderlichkeit, dass die Deutschen ganz Europa und dem rest der welt, vor zwanzig jahren geschenkt haben [Gracias por la bella lección de libertad y de fraternidad que los alemanes dieron a Europa y al resto del mundo hace 20 años].
Und wie sé schon am vorabend neunten November gesagt wurde, möchte auch ich sagen: “¡wir sind alle  Berliner! ¡ Und glücklich darüber!” [Y, como alguien dijo antes que yo, en vísperas del 9 de noviembre quiero decirles también: “¡todos somos berlineses!”, y me siento feliz de serlo]. Gracias



Trasversales