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Justicia y crisis institucional

Revista Trasversales número 18 primavera 2010



Al sombrío panorama de viejos y nuevos problemas por resolver, como la recesión económica y su más lacerante efecto, el paro, se suma la crisis aparecida en altas instancias de la administración de justicia, a causa del retraso del Tribunal Constitucional en emitir el fallo sobre el Estatuto catalán y del proceso instruido al juez Garzón por el Tribunal Supremo por investigar el paradero de las víctimas de la represión franquista.
En el primer caso, la crisis está generada por el choque de legitimidades entre la soberanía popular, expresada en el Congreso, en el Parlament y en el refrendo catalán aprobando el Estatut, y la previsible sentencia del Tribunal Constitucional. En el segundo, la decisión del juez Varela de imputar a Garzón el delito de prevaricación se enfrenta al parecer contrario de la fiscalía y de un buen número de jueces y profesionales del Derecho, que ven el intento de Garzón de acogerse a la ambigua Ley de Memoria Histórica y a la legalidad internacional sobre las leyes de autoamnistía (punto final) como asunto discutible, pero no como prevaricación. En ambos casos está detrás el propósito del Partido Popular de utilizar los órganos de la justicia para alcanzar objetivos políticos, acuciado ahora por los negativos efectos electorales que pudieran derivarse de los casos de corrupción que le salpican.
La gran aportación aznariana fue convertir el Partido Popular en versión mediterránea del Partido Republicano de EEUU, mezcla de neocons, berlusconistas y meapilas, mediante el desplazamiento ideológico hacia la extrema derecha y el integrismo católico, y en el aspecto económico hacia un capitalismo salvaje y parasitario, de negocios montados rápidamente al abrigo de la gestión del poder, de la privatización de servicios públicos y de la especulación urbanística.
Aprovechando las persistentes tendencias conservadoras de una institución por la que no pasó la Transición, el PP ha intentado convertir, con bastante éxito, el Tribunal Constitucional en una tercera cámara en la que ganar batallas políticas que perdía en las otras dos y conservar la influencia que había perdido en las urnas. Ahí están para recordarlo la veintena de recursos de inconstitucionalidad contra leyes que no son de su agrado: además del Estatut, las leyes de Igualdad y el matrimonio homosexual, el Plan Hidrológico Nacional o el Archivo de la guerra civil, y el anunciado contra el Concierto Vasco. Pero la operación carecería de eficacia sin contar en el Tribunal Constitucional y en el Supremo con jueces de criterios afines que puedan influir sobre su opinión jurídica. Así, en sus recursos, el PP se saldría con la suya, con el amparo jurídico de los más cualificados intérpretes de la Constitución. Por ello, el PP, deseando conservar en los órganos del poder judicial una influencia que con los actuales criterios de elección correspondería al partido mayoritario, se ha negado a reemplazar, de manera torticera, a los jueces cuyo mandato ha caducado y ha utilizado el Consejo General del Poder Judicial como si fuese un órgano más de oposición al Gobierno. 
Mientras el PP ha mostrado una firmeza estratégica en este propósito, el PSOE ha carecido de la suya propia, con lo cual, por un lado, ha opuesto una débil resistencia, consistente en declaraciones de principio y en una serie de movimientos tácticos que le han mantenido en el campo de juego de un adversario ducho en tretas, y, por otro, ha aceptado el mercadeo en el reparto de cargos, facilitando con ello la politización de la justicia.
Con los casos de Garzón y del Estatut el asunto se agrava. En este último,  porque ha fracasado el quinto intento del Tribunal Constitucional de emitir una sentencia en cuatro años, mientras el Estatut sigue en vigor y se promulgan leyes a su amparo. El Constitucional es un tribunal devaluado por presiones políticas, que ha sufrido la tensión de 10 recusaciones y de maniobras poco edificantes; de los doce magistrados que lo componían, uno falleció, cuatro tienen el mandato caducado desde hace 3 años, entre ellos la presidenta, y otros tres lo tendrán en otoño. Ha dado muestras sobradas de su incapacidad y no debería intentar emitir una apresurada sentencia para salir del paso. Dada la dificultad de renovarlo por la resistencia del PP y la indecisión del PSOE, los magistrados cuyo mandato ha prescrito deberían dimitir y forzar su reemplazo, pero ahí siguen, cumpliendo la misión encomendada por quien les nombró.
Detrás de la imputación a Garzón se esconden otros problemas de la derecha. Uno es que, aunque el PP tiene más que ver con el berlusconismo y con otras tendencias extremistas actuales que emergen en la escena europea que con el franquismo, no  deja  de tener vinculación ideológica e histórica con éste, ni de temer que detrás de la identidad de las víctimas salga a la luz la de los verdugos, aunque éstos ya no puedan ser castigados, y se conozcan las circunstancias de esas muertes. El segundo problema tiene que ver con la presunta trama corrupta del caso Gürtel, cuya instrucción viene siendo obstaculizada desde hace más de un año. Si Garzón resultase procesado, su labor en ese caso podría quedar anulada y el PP podría abordar las próximas citas electorales con más tranquilidad.
En ambos casos, y sean cuales fueren los resultados de ambos procesos y de la sentencia sobre el Estatut, el demérito del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo está asegurado, con el previsible aumento del recelo de la ciudadanía hacia la justicia, una de las instituciones peor valoradas en las encuestas. Pero así lo quieren quienes, en su objetivo de desgastar al Gobierno, piensan obtener réditos políticos de la catástrofe, y así lo permite el propio Gobierno con su actitud. No debe extrañarnos que, a estas alturas, Zapatero y Rajoy cuenten con poca o ninguna confianza del 75% y el 84% de la ciudadanía. Pero ambos partidos cierran filas para impedir la reforma de una ley electoral que les otorga una sobrerepresentación sobre su porcentaje real de votos.


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