Trasversales
José M. Roca

Memoria histórica y cálculo político (Spain sigue siendo different)

Revista Trasversales número 18, primaveral 2010

Textos del autor
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Vista desde el extranjero, la decisión del Tribunal Supremo de procesar al juez Garzón por el presunto delito de prevaricación al iniciar una investigación sobre crímenes cometidos en la guerra civil y en la posguerra, por los alzados el 18 de julio, puede ser difícil de entender. Aún lo es más si actúa a instancias de Falange Española, que participó en los hechos investigados, y del falso sindicato Manos Limpias, afín ideológicamente al franquismo, porque muestra la incongruencia de que, en Europa y en un régimen democrático, los crímenes de una dictadura puedan resultar intocables. Pero, visto desde aquí, el intento de procesar a Garzón (que ya veremos cómo acaba) es congruente con las paradojas de nuestra historia reciente.
Falange Española es un partido que, a imitación de los fascistas italianos, con su dialéctica de los puños y las pistolas, se opuso de manera violenta al régimen republicano y atizó el enfrentamiento civil que lo desgarró. Tras el fracaso electoral de las derechas en febrero de 1936, alentó la insurrección de los militares en julio y desde el comienzo de la guerra civil se ocupó de limpiar de desafectos la retaguardia. Concluida la contienda, participó en la represión sistemática sobre la población para extirpar de raíz las ideas bolcheviques y republicanas, según consigna de la época, y proveyó de ideología y mandos al naciente Estado nacional-sindicalista, en el que participó en las Cortes, en el gobierno central, en todos los gobiernos locales y en los órganos consultivos del régimen; se ocupó de adoctrinar a los escolares, de organizar a los jóvenes y a las mujeres, en la Organización Juvenil Española y en la Sección Femenina, de controlar a los trabajadores y a los estudiantes desde sindicatos de afiliación obligatoria (Central Nacional Sindicalista, Sindicato Español Universitario) y de dirigir el aparato de propaganda (Prensa y Radio del Movimiento), importante en el monopolio de la información, de lo cual sabe tanto el fundador del Partido Popular.
Las ideas de Falange, que junto con el Ejército y la Iglesia fue uno de los tres pilares básicos de la dictadura, impregnaron durante décadas la sociedad y generaron adeptos en todos los estamentos y profesiones, en particular los que más se beneficiaron de ella. Hoy, Falange es un grupo nostálgico y minoritario, porque sus miembros más capaces la abandonaron tras la muerte de Franco, y muchos de ellos, desde Adolfo Suárez hasta Martín Villa, pasando por el recién fallecido Samaranch, ocuparon lugares destacados en la transición y después. La gran paradoja es que, con otras fuerzas de la derecha (monárquicos, tecnócratas, católicos), fueran notorios falangistas los que ayudaron a reformar la dictadura para instaurar, con la colaboración de la izquierda, un régimen similar al que habían ayudado a derrocar violentamente en los años treinta.

Con el dictador muerto de viejo, acababa, en relativa paz, sus días la dictadura que había sido aliada de la Alemania nazi y la Italia fascista, pero sin compartir su trágico final. En primer término, duró más tiempo. Mientras el III Reich, que debía durar un milenio, apenas alcanzó doce años y casi el doble el Estado totalitario de Mussolini, el régimen provisional de Franco tuvo una vigencia de cuatro décadas, durante las cuales pudo evolucionar y truncar el catastrófico destino que le vaticinaban sus adversarios.
No hubo revolución comunista, ni rebelión social, ni bloqueo de las potencias occidentales. Iniciando una mala costumbre seguida por otros homólogos en la infame tarea de asesinar ciudadanos, el dictador murió en la cama, rodeado del respeto internacional al fiel aliado del anticomunismo occidental. Circunstancia que hizo más difícil la revisión del pasado y la exigencia de responsabilidades a quienes participaron en la rebelión militar del 18 de julio y colaboraron en la represión posterior.
Mientras que en Italia y Alemania, los dictadores habían llevado a sus países a una guerra cuyo desenlace deparó también el de sus propios regímenes, en  España ocurrió al revés: la dictadura no concluyó en una catástrofe, sino que comenzó con ella y con la derrota de quienes sustentaron el gobierno legítimo de la II República. A la muerte de Franco, muchos de los dirigentes del bando vencedor seguían vivos, y desde luego sus descendientes, y contaban, por un lado, con el aparato de la administración del Estado, particularmente con el Ejército y los cuerpos de seguridad, con la Iglesia y con el monopolio de los medios de información, así como con la base social que apoyó la dictadura. También seguían vivos los vencidos, la parte que sobrevivió y permaneció en el país, naturalmente, que conservaba vivo el recuerdo de la derrota militar y del régimen de terror que se mantuvo vigente incluso después de fallecido el dictador.

Todas estas circunstancias pesaron sobre la reforma de la dictadura, proceso conocido como la Transición, cuyo resultado final mucha gente aceptó tragando sapos. En aras de instaurar lo que parecía un precario régimen parlamentario (ahí estaba, como aviso, el golpe de Estado de Pinochet en 1973), los sectores más democráticos de la población y desde luego los que habían participado en la lucha clandestina contra el franquismo aceptaron el alto precio de no exigir responsabilidades penales o políticas a quienes se habían comprometido más con la represión y de permitir que se extendiera un espeso silencio sobre esa dramática etapa de la historia de España. Las oprobiosas circunstancias que alumbraron al régimen de Franco desaparecieron del discurso público y hasta de los libros de texto. El celebrado consenso con que se tejió la transición tuvo, pues, como contrapartida la construcción social del olvido o la pérdida de la memoria histórica, con el resultado de que, hoy, una gran parte de la población más joven ignora todo o casi todo sobre aquella etapa trágica de la historia contemporánea, mientras otra cree a pies juntillas el relato que rehabilita el franquismo facilitado por la derecha.

Lecturas y relecturas; escrituras y reescrituras

Con el tiempo, el cambio de régimen por transacción entre la élite del régimen y las élites de la oposición democrática dejó de ser un camino forzado para salir del franquismo y se convirtió en el mejor modo posible de acabar con una dictadura, por lo que fue exportado como modelo a países que emprendían transiciones semejantes.
La exultante derecha que, en 1996 y de la mano de Aznar, obtuvo el poder por las urnas por primera vez desde 1933, mostró que la transición era cosa del pasado. En primer lugar, porque el consenso y la cortesía parlamentaria se habían sustituido por la crispación y la descalificación con que el Partido Popular acosó al Gobierno de González durante 6 años. Y en segundo, porque el desarrollo democrático se paralizó, incluso se volvió hacia atrás. La segunda transición aznariana se trataba de una involución, de una vuelta al origen, que en ese partido era y sigue siendo el franquismo. Y con ello comenzó la reescritura de la reciente historia de España.

La etapa de gobierno socialista se descalificó y quedó caricaturizada con la degradante muletilla de despilfarro, paro y corrupción. Los aspectos negativos siguieron aireándose y los positivos, como el desarrollo autonómico, la mejora de los servicios públicos y de las infraestructuras, la universalización de la educación y la sanidad o la adhesión de España al Mercado Común, se ocultaron o cuando se aludieron se eludió el nombre de quienes los hicieron posibles. Aznar se atribuyó todo el mérito de la recuperación económica –el milagro soy yo- que ya apuntaba en tiempos de Solbes, pero desde el punto de vista ideológico, lo destacable es el frondoso discurso que empezó a aparecer desde las agencias de propaganda de La Moncloa para restaurar la dignidad del franquismo, de las diversas derechas, de la monarquía (no sólo de la Casa reinante, sino de los Austrias), del Ejército, de la religión, del catolicismo y del papado. Aznar situaba su mandato en la estela de los grandes prohombres de la historia de España y se consideraba un hombre providencial por haber derrotado a González, y Franco, el gran patriarca de la derecha, volvía a ser un personaje familiar, adecuadamente maquillado por una abundante bibliografía laudatoria y superficial. Y su régimen, nunca una dictadura impuesta por el terror, era, en definitiva, la tierra nutricia del actual régimen parlamentario, pues contenía un germen democrático que sólo cabía desarrollar cuando llegara el momento propicio.

En esta labor de curar la amnesia de la transición con dosis masivas de renovado franquismo colaboraron unos cuantos intelectuales que, junto a los que estaban sólidamente instalados en el PP, forman la gavilla de los nuevos conservadores españoles, que, como la primera generación de los neocons americanos, proceden también de la izquierda.
Esa procedencia concedió un plus de verosimilitud a su discurso, que, en síntesis consistió en descargar a Franco de responsabilidades y cargarlas sobre la izquierda, al remontar el origen de la guerra civil no a la rebelión de los militares el 18 de julio de 1936, sino a la revolución de Asturias en 1934. Se olvidaron de que, en 1932, el general Sanjurjo intentó otro golpe de Estado contra el gobierno republicano, que fracasó, y que, en 1923, el general Primo de Rivera, padre del fundador de la Falange, dio otro contra el declinante sistema canovista, que subsistió hasta 1931. Así, la República estuvo marcada por un destino trágico, pues fue un breve paréntesis entre la dictadura del padre y el golpe de Estado (preparado, entre otros, por el hijo y su partido, la Falange), que, tras la guerra civil, instauró otra dictadura, mucho más larga y cruenta.

En estos días, a propósito del proceso al juez Garzón y del debate en torno a la memoria histórica se han publicado muchas opiniones sobre este tema. Una de ellas es la reflexión que hace Joaquín Leguina en el artículo “Enterrar a los muertos” (El País, 24-IV-2010) donde simplifica realidades bastante complejas, al identificar, por ejemplo, a todos los votantes del PP (casi la mitad de los votantes españoles) con la postura que mantienen bastantes de sus dirigentes sobre el franquismo, o al señalar que todos los represaliados por el franquismo son héroes de la democracia y la libertad, afirmación que no todo el mundo comparte, aunque eso no quita lo fundamental: que pagaron con la cárcel o con su vida, algunos después de haber terminado la guerra, el haber defendido el Gobierno legítimo de la II República frente a quienes no defendían ni la libertad ni la democracia, sino todo lo contrario. Y para comprobarlo basta con echar una ojeada a las opiniones de Franco, militares, personal civil, falangistas y obispos, en los años victoriosos, que los dos autos de Garzón han venido, en cierta medida, a recordar.
Pero lo que más me choca del artículo del señor Leguina es lo que él denomina mensaje nº 1, porque contradice lo que mantuvieron su partido y los miembros de la Comisión Negociadora que prepararon el camino de la transición. Dice: La Ley de Amnistía -como toda la Transición- fue hecha bajo presión, debido al miedo que producía el ruido de sables. Más que amnistía fue amnesia lo que se impuso. Esto es falso y además encierra una calumnia contra quienes se pusieron de acuerdo en traer la democracia a España y para ello prepararon una Constitución consensuada. No fueron cobardes, sino generosos.
Personalmente me alegro de haber tenido en aquellos trascendentes años  dirigentes políticos valientes y generosos, pero no fue eso lo que entonces se contó a quienes deseaban ir un poco más lejos en la reforma política, en la reforma sindical y en sus condiciones de trabajo. El mensaje central fue que no había que provocar a la derecha, que el Ejército estaba vigilante (y en verdad lo estaba), que eran los primeros pasos de una democracia avanzada y que luego vendrían otros e, incluso, que había que aceptar, sin conflictividad, las reformas del aparato productivo (la primera reconversión industrial) y la moderación salarial para salir de la crisis económica sin desestabilizar el régimen naciente. El Pacto de la Moncloa, como otra prueba del clima de consenso, se firmó en octubre de 1977 con esa explicación. Con ello, el nuevo régimen democrático llegaba exigiendo sacrificios a los trabajadores, que los aceptaron porque creyeron lo que entonces se les contó y, naturalmente, por asumir una responsabilidad que se cargó sobre sus espaldas.
A lo que estamos asistiendo estos días es a las consecuencias de aquello: a los estrechos límites de la Transición, a las reformas no emprendidas (entre ellas la administración de la Justicia) y a las concesiones efectuadas, no por cobardía, supongo, sino por prudencia y por un exceso de generosidad hacia una derecha que no ha sabido apreciarla, y que, pasado el primer susto y recuperado el poder, decidió no encaminar sus pasos hacia el centro, sino hacia el franquismo sin complejos. Y ahí siguen. El proceso contra Garzón, además de un ajuste de cuentas de sus compañeros de profesión, es un aviso a los que quieren destapar cuarenta años de ignominia, porque la derecha tiene aún mucho que ocultar. Ni olvida ni parece capaz de perdonar.



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