Trasversales
José M. Roca

La reconquista (6): Reescribir el pasado

Revista Trasversales número 18, mayo 2010

Textos del autor
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La exultante derecha que, en 1996 y de la mano de Aznar, obtuvo el poder por las urnas por primera vez desde 1933, mostró que la transición era cosa del pasado. En primer lugar, porque el consenso y la cortesía parlamentaria se habían sustituido por la crispación, la descalificación y la propaganda con que el Partido Popular acosó al Gobierno de González durante 6 años. Y en segundo, porque el desarrollo democrático se paralizó, incluso se volvió hacia atrás. La anunciada segunda transición aznariana se trataba de una involución, de una vuelta al origen, que en ese partido era y sigue siendo el franquismo. Y con ello comenzó la reescritura de la reciente historia de España.
La etapa de gobierno socialista se descalificó y quedó caricaturizada con la degradante muletilla de despilfarro, paro y corrupción. Los aspectos negativos siguieron aireándose y los positivos, como la mejora de los servicios públicos y de las infraestructuras, la universalización de la educación y la sanidad, el desarrollo autonómico o la adhesión de España al Mercado Común se ocultaron o cuando se aludían se eludía el nombre de quienes los hicieron posibles. Se ubicaron en la marcha de las cosas, en la naturaleza misma de la reforma del régimen, como si hubieran emergido por sí solas a pesar del gobierno de González. Aznar se atribuyó todo el mérito de la recuperación económica -el milagro soy yo- determinada por la situación internacional, que ya apuntaba en tiempos de Solbes, y por el culto al ladrillo, por el que apostó con firmeza con propósitos no siempre transparentes. Pero desde el punto de vista ideológico, lo destacable es el frondoso discurso que empezó a aparecer desde las agencias de propaganda de La Moncloa y la cadena de medios de información del “nuevo movimiento nacional” para restaurar la dignidad del franquismo, de las diversas derechas, de la monarquía (no sólo de la Casa reinante, sino de los Austrias), del ejército, de la religión, del catolicismo y del papado.
Aznar situaba su mandato en la estela de los grandes próceres de la historia de España y se consideraba un hombre providencial por haber derrotado a González, y Franco, el gran patriarca de la derecha, volvía a ser un personaje familiar, adecuadamente maquillado por una abundante bibliografía superficial y laudatoria. Su régimen, nunca una dictadura impuesta por el terror, era, en definitiva, la tierra nutricia del actual régimen parlamentario, pues contenía un germen democrático que sólo había que desarrollar cuando llegara el momento propicio. Cambió la imagen del dictador, que dejaba de ser un antidemócrata feroz y despiadado, para ser solamente un predemócrata o un demócrata precavido ante el ingobernable pueblo español, que necesitaba sobre sí la protección y el consejo de una mano firme (militar, por supuesto, y clerical, por si acaso).
En esta labor de curar la amnesia de la transición con dosis masivas de renovado franquismo colaboraron unos cuantos intelectuales, que, junto a los que estaban sólidamente instalados en el PP, forman la gavilla de los nuevos conservadores españoles, que, como la primera generación de los neocons americanos, proceden también de la izquierda.         
Esa procedencia concedió un plus de verosimilitud a su discurso, que, en síntesis, consistió eliminar de la explicación la aguda lucha de clases de los años 30 en España y Europa y en descargar a Franco de responsabilidades y cargarlas sobre la izquierda, al remontar el origen de la guerra civil no a la rebelión de los militares el 18 de julio de 1936, sino a la revolución de Asturias en 1934. Se olvidaron de que, en 1932, el general Sanjurjo intentó otro golpe de Estado contra el gobierno republicano, que fracasó, y que, en 1923, el general Primo de Rivera, padre del fundador de la Falange, dio otro contra el declinante sistema canovista, directorio militar que subsistió hasta 1931.
Así, la II República, como culminación de una serie de reformas que se venían intentando y posponiendo desde hacía un siglo, estuvo marcada por un destino trágico, pues fue un breve paréntesis entre dos dictaduras; entre el golpe de Estado del general Primo de Rivera y el golpe de Estado del 18 de julio, que, acaudillado por Franco, instauró otra dictadura, mucho más larga y cruenta, que devolvió a España a principios del siglo XIX. Un viaje hacia atrás, del que todavía no hemos regresado del todo, como cada día nos lo recuerdan el Partido Popular y la Conferencia Episcopal.




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