Trasversales
Ugo Mattei

Un papel central para el sector público (aspectos jurídicos y económicos)

Revista Trasversales número 18 primavera 2010


Ugo Mattei es profesor de las universidades de Turín y California. Este texto fue uno de los materiales de debate utilizados en las jornadas “Istituzioni del Comune: Attrezzi filosofici e tematiche giuridiche”, realizadas en Nápoles los días 16 y 17 de enero de 2010 y organizadas por Uninomade. Texto traducido y publicado por Trasversales con autorización del autor.



1. Contexto histórico

El trabajo de nuestro grupo de estudio sobre la economía mixta puede situar algunas de las consecuencias de la gran crisis económica en que nos estamos moviendo, al menos en lo que se refiere a sus consecuencias culturales. Tras 15 años de abrumadora hegemonía intelectual durante los cuales era imposible expresar disidencia alguna hacia la retórica del “fin de la historia”, por fin pueden ponerse sobre la mesa y discutir con el debido respeto hipótesis alternativas, ya sean solidarias, comunitarias, socialdemócratas o simplemente defensoras del retorno al sector público de algunos sectores de la economía.
La CGIL debe aprovechar esta posibilidad histórica para recuperar, con una política verdaderamente innovadora y a contracorriente, un papel político al menos tan importante como el que tuvo antes de los veinte años del “fin de la historia” (1989-2009).

La ideología que había sostenido el “turbocapitalismo” ha sufrido un fuerte batacazo, sobre todo en Estados Unidos, y se ha declarado abiertamente en bancarrota. Cada vez está más difundida la percepción de que 2009 ha sido para el imperio americano algo equivalente a lo que 1989 fue para la URSS. Para un optimista, y yo quiero serlo, la síntesis de estos dos grandes fracasos históricos podría ayudar a encontrar una vía cosmopolita e incluyente capaz de garantizar un futuro para nuestro planeta. Quien no lo es toma nota, consternado, de la actual estructura institucional global que blinda el dominio de EEUU, a través de dos factores principales: la soberanía monetaria imperial (el dólar no sólo es la moneda de referencia, sino que, además, no está conectado con ningún parámetro externo) y la supremacía militar (su ejército es mucho más potente que la suma de los diez ejércitos que le siguen en el ranking de poder militar). En estas condiciones es difícil imaginar que EEUU pueda perder su hegemonía planetaria, por lo que los riesgos de conflictos son muy elevados. La visión pesimista, marcada como lo está por el “realismo”, requiere un análisis de la coyuntura mundial y geopolítica, y especialmente un mayor conocimiento de las relaciones entre China y Estados Unidos.
En cuanto a la perspectiva optimista, que busca la síntesis virtuosa que podría brotar de ambos derrumbes (el de 1989 y el de 2009), requiere, sin embargo, una reflexión consciente sobre las prioridades institucionales. En este artículo voy a ocuparme, principalmente, de los marcos jurídicos e institucionales que, a mi juicio, son necesarios para la refundación de una “economía mixta” congruente con el texto de nuestra Constitución.

2. Las condiciones estructurales

La crisis ha evidenciado algunas cosas. En las sociedades complejas, todos los sistemas político-sociales son necesariamente mixtos, mezclando rasgos de lo público y de lo privado. La fe en la primacía del sector público sin medicación alguna llevó al colapso del sistema soviético. Una fe semejante depositada en el sector privado (desregulación, privatización, financiarización, primacía absoluta del mercado, etc.), ha trastornado el modelo neoliberal. Las lecciones que se pueden extraer de cara a la elaboración de un “buen sistema” es que la relación entre lo público y lo privado debe ser atemperada y equilibrada.
Una segunda contraposición radical entre el modelo soviético y el modelo neoliberal se refiere a la dimensión temporal. El primer modelo aplazaba indefinidamente la realización del comunismo y la consiguiente desaparición del Estado y del Derecho, lo que con frecuencia daba lugar a un descuido del presente y, por tanto, a una planificación totalmente abstracta. Por el contrario, el capitalismo globalizado está gravemente enfermo de “cortoplacismo”. Los ciclos políticos están determinados por continuos sondeos y encuestas de satisfacción, y las grandes empresas razonan al ritmo trimestral de los vencimientos de pagos y cobros. La triunfante lógica del aquí y ahora, además de deslegitimar cualquier planificación (libre competencia, innovación y eficiencia adaptativa son los “valores” desde los que se condena la planificación), provoca evidentes fenómenos de miopía.
Fuertemente sostenidos sobre el plano ideológico, estos extremos se han multiplicado como las células cancerosas, lo que ha conducido al colapso de sus respectivas economícas. El setor privado y las legítimas preocupaciones por el bienestar social inmediato fueron barridos por el sistema soviético. En el turbocapitalismo, el sector público y cualquier preocupación por el medio o corto plazo han sucumbido ante el expansionismo de lo privado y de la lógica del beneficio y del intercambio inmediato en el mercado.

3. La refundación del sector público

Si esta simplificación tiene algo de correcto, nos da una primera indicación sobre las prioridades institucionales en torno a las que hay que trabajar para desarrollar un nuevo modelo institucional. Durante el periodo del “fin de la historia” (1989-2009), el sector privado ha prosperado sobre la base de externalidades negativas que han descargado sobre el medio ambiente y los trabajadores la mayor parte de los costes sociales negativos del modelo de desarrollo subyacente. El sector público, cuando no ha sido directamente saqueado con privatizaciones a precio de saldo, ha tenido que hacerse cargo de los costes sociales producidos por el turbocapitalismo, asumiendo a su vez notables externalidades negativas causada por el modelo de desarrollo. Lo público no sólo ha salido de estas dos décadas desangrado y difamado, sino también debilitado hasta el punto de no ser ya capaz de hacerse cargo de áreas fundamentales para su legitimidad, como la seguridad (huelga de la Policía), la Justicia (continuos intentos de negar su jurisdicción en virtud de obligados ritos “alternativos”), y, por supuesto, el bienestar social.
En lugar de insistir sobre liberalizaciones que con demasiada frecuencia sólo son nuevas privatizaciones (de servicios) camufladas (resulta obvio el ejemplo de las profesiones jurídicas, con bancos y aseguradoras como beneficiarios directos), ahora es prioritario proceder a la refundación del sector que ha pagado el pato durante el ventenio citado y que ya no podrá mantenerse en pie si sufre nuevas sangrías. La prioridad debe recaer en la reconstrucción, también cultural, de un sector público competente y fuerte, capaz de una auténtica dialéctica con el sector privado, evitando que sea sobornado por éste y dando prevalencia a la lógica del interés público y del servicio público. Ésta es una condición indispensable para redistribuir el coste privado y el coste social de la actividad de las empresas privadas, garantizando, entre otras cosas, la efectiva protección pública de los trabajadores (públicos y privados) y del medio ambiente en una lógica de sostenibilidad a medio y largo plazo.

El sector público que emane de esta refundación debe ser activo, eficiente y directo en su actuación. Debe ser independiente y, sobre todo, debe guiarse por una planificación estratégica para aplicar las decisiones políticas, introduciendo una lógica proyectiva e institucional sustraída al arbitrio de los poderosos y de la mayoría del momento. Sólo de esta manera, con una recuperación que incorpore una alta capacidad para guiarse por proyectos, será posible recuperar una perspectiva institucional a medio y largo plazo, aunque también sea evaluada sobre la base de su impacto en la calidad de vida aquí y ahora.
Esta tarea de reestructuración del capital social público debe pasar por un gran esfuerzo de estudio y aprendizaje, porque sólo valorizando y motivando a los trabajadores será posible recuperar eficiencia y productividad. Quitar competencias a la Administración Pública a través de la privatización de los sectores públicos es un atajo suicida. La Administración Pública debe volver a ser capaz de garantizar la calidad de los proyectos de interés público que se decidan en el ámbito político. Y, precisamente por estar preparada para evaluar de antemano la calidad de los proyectos, debe garantizar también que éstos puedan seguir adelante, sin paralizarse cuando el viento político pase a soplar en otra dirección. Sólo de esta manera, a través de la recuperación de una visión estratégica para la consecución del bien común, se puede superar la lógica para la que reformar sólo significa deshacer lo hecho por el gobierno anterior.

4. En el centro, los servicios públicos


Estamos acostumbrados a describir las economías más avanzadas como economías de servicios. Los servicios son actividades organizadas que producen valor añadido. En una economía de servicios, éstos valen más que los “bienes” entendidos como meros objetos físicos capaces de satisfacer deseos. Un ejemplo de servicios serían los transportes, una organización más o menos compleja que implica a diferentes trabajadores para trasladar personas de un lugar a otro; los autobuses, aviones, etc., son bienes. Bienes y servicios están interconectados de forma estructural. Los unos expresan los aspectos estáticos, los otros manifiestan los aspectos dinámicos de la “propiedad” de quien los controla.
El “saber hacer” es el aspecto más importante en la producción de servicios. Se basa principalmente en la relación de colaboración entre quienes están involucrados en su producción. La calidad de la contribución de las personas implicadas y, especialmente, su capacidad para relacionarse con los demás resulta esencial porque se transforman en un capital social cuyo valor supera al mero agregado de valor de las unidades implicadas.

Los bienes y los servicios pueden ser de propiedad pública o de propiedad privada. En principio, no hay razón alguna para que el sector privado sea mejor productor de servicios que el sector público. De hecho, ya que la producción de servicios de calidad es una experiencia relacional, no puede darse por sentado que el modelo jerárquico empresarial y el modelo competitivo típico de las relaciones de mercado basadas en la búsqueda de beneficios sean los más adecuados para la producción de servicios de calidad. Depende de nosotros demostrar que un gobierno democrático de la economía, basado en la valorización de las relaciones cooperativas, se adapta mejor a la producción de servicios de calidad.
Durante el ventenio del “fin de la historia” (1989-2009) una poderosa retórica ha descargado sobre el sector público el coste de un descontento generalizado derivado de la disminución de la calidad de vida, causada por la mercantilización masiva y por la búsqueda frenética del crecimiento cuantitativo de la ganancia (los servicios, casi siempre de mala calidad, ofrecidos a través de “call centers” subcontratados, en los que los consumidores esperan encontrar respuesta satisfactoria, simbolizan esa disminución de la calidad). Como ya señaló Kenneth Galbraith hace cincuenta años, en las “sociedades opulentas” la demanda no es espontánea (como lo fue la demanda de ropa, alimento y alojamiento en la época de Smith y Ricardo), sino que debe ser inducida por formas persistentes de publicidad. Sin embargo, la publicidad sólo sustenta a un sector privado que nos arrolla de forma masiva, intensificando la presión sobre un sector público para el que la demanda no es generada por la publicidad (a la publicidad del sector público se le da la pésima denominación de “propaganda”). En otras palabras, mientras que bombardean las ondas tratando de convencer a los consumidores de comprar un coche nuevo, nadie menciona que la venta de más coches comporta más tráfico y un coste social del que no se hará cargo el sector privado dedicado a la venta de coches. Incluso aquellos que no tienen coche tendrán que aportar para construir carreteras más anchas o aparcamientos públicos; en suma, una vez más el sector público subsidiará al sector privado. Sin embargo, los atascos o la falta de puestos de estacionamiento serán “imputados” al sector público porque estos vínculos no son analizados.

Esta responsabilización del sector público por una degradación de la calidad de vida que, en verdad, es un producto del modelo de desarrollo cuantitativo determinado por la masiva producción privada de bienes a menudo innecesarios (hay que invertir miles de millones para estimular la demanda de automóviles, creando artificiosamente necesidades totalmente fatuas, pero no se gasta un céntimo en crear la necesidad de alimentos para el hambriento o de alojamiento para los “sin techo”), ha sido una exitosa operación ideológica, costosísima económica y culturalmente. En casi todos los lugares la figura del “empleado público”, del “funcionario civil”, ha sido deslegitimada y ridiculizada. En los países menos ricos, los bajos salarios y la escasa preparación del personal de la administración ha facilitado fenómenos de corrupción. La respuesta impuesta por el Banco Mundial y el FMI no ha sido la razonable, esto es, fortalecer el sector público y restaurar su prestigio, su capacidad operativa y su independencia, sino, muy al contrario, un “ajuste estructural” que ha significado desmantelamiento, recorte y sucesivas reducciones de personal. Este mismo modelo, típico de las denominadas “reformas a coste cero” también ha sido característico de países semiperiféricos, como Italia e incluso Gran Bretaña, patria del “servicio civil”.

5. Un sector público de nuevo activo

Para quien sigue la evolución de las instituciones públicas no es difícil entender las metamorfosis que han sufrido durante los últimos veinte años secundando a la ideología dominante. El derecho público se ha transformado poco a poco, pasando de ser un conjunto de normas que disciplinan la actividad administrativa directa (orientada a hacer) a ser un agregado de instituciones “reactivas” orientadas al control de reglas del juego de naturaleza muy privatizadoras en las que los servicios públicos son atendidos habitualmente por la oferta privada (administración orientada a hacer hacer).
Este fenómeno no sólo es italiano. Tanto aquí como en otros lugares hay una transferencia gradual de poder hacia instituciones “reactivas”, que, como tal, no son idóneas para la redistribución política de la renta, sino, por el contrario, garantes de la renta y de la ganancia. Ése es el caso del Tribunal europeo, los paneles de la OMC y, sobre todo, las distintas autoridades nacionales que, en Italia, a partir de la ley 287/90 (protección de la competencia y el mercado) y 481/95 (normas para la competencia y la regulación de los servicios de utilidad pública) desbaratan permanentemente la estructura del Estado como agente económico (y por tanto potencialmente redistributivo y capaz de prevenir y anticipar), transformándole en mero sujeto reglamentista al que le han sido restringidos los instrumentos precisos para incidir con fuerza en la vida económica del país.

Una dramática consecuencia de esta opción, en gran medida impuesta desde fuera pero compartida por gran parte de nuestras corrientes de opinión dominantes, es que el sector público deja de “hacer” y por tanto también de “saber hacer” y se limita a controlar los modos y las formas del “hacer” y del “saber hacer” del sector privado.
Por ejemplo, antes la empresa ANAS [sociedad anónima de la que el Ministerio de Economía italiano es socio único] arreglaba las carreteras con sus propios peones camineros. Hoy en día, gestiona contratas para que lo hagan empresas privadas y así darles el dinero. Pero el sector privado está motivado por las ganancias y tiende a “dejar en los huesos” la inversión y a ahorrar a costa de la calidad. Más allá de la eficiencia comparativa de los resultados (tengo la impresión de que ahora las reparaciones duran una eternidad), existen otras razones para que no sea deseable este modelo de administración que reglamenta en vez de hacer.

En primer lugar, los “camineros” eran empleados públicos que, aunque con sacrificios, podían asegurarse a sí mismos y a sus familias una “existencia libre y digna”. Esta fue, desde el punto de vista del Estado, una inversión a medio plazo en capital social, porque algunos hijos de “camineros” pudieron estudiar. Hoy los “camineros” son en su mayor parte inmigrantes explotados, precarios y sin garantías. Rinden mucho para el sector privado que les contrata, pero nada se aporta a la acumulación de capital social, tan importante en la sociedad de servicios y del conocimiento.
En segundo lugar, la Administración Pública, a fuerza de “regular” y “hacer hacer” ha olvidado por completo la manera de “hacer”. De ello deriva que el modelo de Derecho administrativo basado en el mito del Estado regulador haga que el sector público sea totalmente dependiente del sector privado e incapaz de subvertir las lógicas distributivas que estructuralmente favorecen al más fuerte. Cuando la Administración estadounidense dedica cientos de miles de millones de dólares de fondos públicos a superar la crisis, no sólo debe dárselos al sector privado (el único que queda) sino que para hacerlo utiliza los mismos bancos de negocios y bufetes que, en gran parte, han sido corresponsables de la crisis. Ya no hay ninguna estructura federal capaz de actuar directamente, porque durante algo más de veinte años fueron desmanteladas o subfinanciadas (por ejemplo, la Environmental Protection Agency, su Agencia para el Medio Ambiente, y la Securities and Exchange Commission, su Comisión de Valores).

En otras palabras, no hay ninguna posibilidad de una política pública sin una reestructuración inmediata de la Administración. No basta con que el Estado inyecte dinero en la economía. Es necesario que la mayor parte de ese dinero se utilice para crear una infraestructura pública capaz de usarlo en interés de todos.

6. Para financiar el sector público, poner de nuevo sobre el tapete la renta de la tierra

Durante mucho tiempo la cultura político-constitucional italiana (así como la europea desde la Constitución de Weimar) se planteó interrogantes sobre el importante asunto de la pertenencia de la renta de la tierra. Este problema ha desaparecido completamente de la actual agenda reformista, sin que el “fuerte” compromiso entre propiedad privada y democracia conseguido en la Constitución haya dado lugar a un consenso. Todas las fuerzas capaces de lograr la importante obra político-cultural que fue la Constitución italiana de 1948 abrazaron al hacerlo una lógica a largo plazo que ponía las premisas y los principios para la realización de un sistema político-económico mixto (artículos 41, 42 y 43 de la Constitución) cuya aplicación práctica se dejaba a la dinámica parlamentaria.
Un presupuesto previo de cualquier economía mixta es que el denominado “excedente cooperativo”, es decir, el crecimiento de la riqueza colectiva derivado de la cooperación social de los individuos, pertenece a todos y debe usarse en interés de todos para el progreso civil y social. No puede ser absorbido automática y completamente por la propiedad privada. De hecho, si mi vivienda aumenta de valor ese aumento se debe en gran parte a la presión urbanística, esto es, a que muchas más personas quieren vivir en la ciudad y a que muchas actividades económicas y sociales tienden a concentrarse en ciertas áreas en vez de hacerlo en otras.

Estas actividades sociales, llevadas a cabo por la colectividad, son las que implican un aumento en el valor de mi propiedad totalmente ajeno al coste de fabricación o a la calidad de los materiales utilizados para su construcción. Una casa de calidad espléndida en una zona económica y socialmente deprimida vale mucho menos que una casa construida con materiales de mala calidad o incluso casi en ruinas en un área con alta presión urbanística. La diferencia entre el precio de la propiedad privada en el mercado inmobiliario y el valor derivado de los materiales empleados y del uso de mano de obra es lo que se denomina renta de la tierra. Esta brecha se ha agrandado en los últimos años disminuyendo considerablemente la proporción entre el valor medio de una vivienda en cuanto tal bien y el precio de la propiedad inmobiliaria.
¿A quién pertenece este excedente cooperativo (usando la jerga de la teoría de juegos) o, si se prefiere un término más tradicional, la renta de la tierra? Hoy en día se considera evidente que la renta de la tierra pertenece al propietario privado, e incluso está siendo atacado el mínimo de socialización subsistente bajo la forma del impuesto sobre bienes inmuebles (único impuesto sobre el patrimonio que aún existe en nuestro sistema). La amplia extensión alcanzada por esos prejuicios demuestra el éxito logrado por la ideología neoliberal. Todos olvidan así que hasta hace pocos años la principal preocupación de las distintas disciplinas (sociología, economía, derecho) dedicadas al fenómeno urbano fue precisamente proporcionar a la política los instrumentos institucionales necesarios para regular la renta de la tierra en interés de la comunidad que la produce.
En otras palabras, la renta de la tierra, producida por todos, es un ejemplo de la riqueza común que la política debe ser capaz de utilizar en interés de todos (por ejemplo, creando infraestructuras), pero que casi siempre es totalmente absorbida por propietarios privados que se lucran con una renta debida a la posición que ocupan.

Durante casi treinta años, esta inmensa riqueza “común” ha sido considerada como “naturalmente” privada, lo que explica el impresionante aumento de los valores inmobiliarios y la creciente brecha que separa a los ricos propietarios de los pobres sin propiedades. Se trata de una clara traición a la letra y al espíritu de la Constitución de 1948, según la cual la propiedad privada y la propiedad pública estaban en una situación de paridad formal (artículo 42), sin que la primera pudiera engullir a la segunda.

7. La financiación del sector público: administrar bien el patrimonio público

Tras un cuarto de siglo de virtual silencio, la propuesta de Giuseppe Guarino de vender todo el patrimonio inmobiliario público como medio para pagar una deuda insostenible ha abierto un debate sobre el saneamiento de las cuentas públicas y sobre la deuda. En el marco de ese debate ha vuelto a discutirse en Italia sobre la propiedad pública, los bienes comunes y su relación con la propiedad privada. El debate se ha caldeado como reacción ante la tendencia, aparentemente imparable, hacia la privatización y venta de los bienes públicos y comunes para cubrir los gastos corrientes (la denominada “financiación creativa”).
En la práctica, la vulgata neo-reformista ha presentado la propiedad pública como una especie de agujero negro que absorbe recursos sin producir nada. Se ha creado así una especie de urgencia por deshacerse de la propiedad pública lo antes posible.
Las operaciones de venta se han llevado a cabo dando de lado cualquier garantía constitucional, como si fuera admisible y natural que un gobierno se deshaga de todo un patrimonio común, garantizado por la Constitución precisamente porque ha sido construido durante años con el esfuerzo colectivo.

Por otra parte, a causa de un marco normativo obsoleto incluido en el Código Civil de 1942 y nunca modificado para hacerle coherente con la Constitución de 1948, todas las privatizaciones de bienes públicos, incluso las de los más importantes, han podido ser ejecutadas con una simple orden ministerial de “desdemanialización” [esto es, exclusión del dominio público], no sólo al margen de cualquier control constitucional, sino también sin necesidad de intervención alguna del Parlamento. Así, en Italia el mayordomo contratado para un periodo determinado (la mayoría del momento) tiene poder para vender la fortuna de la familia (perteneciente a todos los ciudadanos), casi siempre transfiriéndola a bajo precio a agentes privados y compensando generosamente a los bancos de negocios que gestionan esa “titulización”. Todo esto, incluyendo un completo silencio sobre el asunto de la indemnización, en desafío a la “reserva legal” a la que se refiere el artículo 43 de la Constitución [“A fini di utilità generale la legge può riservare originariamente o trasferire, mediante espropriazione e salvo indennizzo, allo Stato, ad enti pubblici o a comunità di lavoratori o di utenti determinate imprese o categorie di imprese, che si riferiscano a servizi pubblici essenziali o a fonti di energia o a situazioni di monopolio ed abbiano carattere di preminente interesse generale”].

Gracias a un libro fundamental y valiente del decano de la Escuela Normal de Pisa, Salvatore Settis, los riesgos de esta política han sido puestos  en el orden del día. Comenzó así una fase de reformas del estatuto de los bienes culturales, que en poco tiempo han sido objeto de atención legislativa bipartidista a través de un código ligado primero al nombre de Urbani y luego al de Rutelli. Sin embargo, la propiedad pública no se reduce al patrimonio cultural (aunque, especialmente en Italia, éste sea un componente significativo de aquella) y su buena gestión y su sistema de garantías constituyen uno de los más importantes cambios estructurales necesarios para poner nuestra organización social en sintonía con la visión de la República italiana dada por la Constitución.
De hecho, entre los bienes públicos se encuentran las principales infraestructuras del país, desde las carreteras a los ferrocarriles, puertos, aeropuertos, hospitales, tribunales, escuelas, guarderías, cárceles o cementerios, pero también bosques, parques, el agua, las frecuencias radiotelevisivas y telefónicas, la propiedad intelectual pública, los créditos fiscales...
La catalogación de esas ingentes riquezas fue iniciada en 2004 por Giulio Tremonti [ministro de Economía en varios gobiernos Berlusconi] con el “Conto patrimoniale della Pubblica amministrazione”, y en lo que se refiere a gran parte de los inmuebles ha sido completada recientemente por la Agenzia del Demanio.

Sabemos que el valor de este patrimonio público italiano es altísimo, el más alto de Europa, y por tanto es evidente que la buena gestión de esta riqueza, de acuerdo con los principios jurídicos y económicos generalmente compartidos, puede dar beneficios muy significativos (no sólo económicos) a la colectividad que, según nuestra Constitución, es su propietaria.
No podemos olvidar que la colectividad no está formada sólo por los propietarios privados, sino también por los desposeídos, cuya única propiedad es la parte alícuota  que les corresponde de la propiedad pública. Por eso resurge entre nosotros el conflicto entre la propiedad privada y la democracia, por cuya solución, en principio, trabajaron nuestros constituyentes. Discutir sobre cómo utilizar la propiedad pública es, por tanto, una cuestión clave en democracia. Ese debate debe tener lugar en el Parlamento, entre otras cosas porque el Ministerio de Economía siempre está abrumado por la necesidad de obtener dinero en efectivo a corto plazo.

8. Una propuesta para la racionalización del marco normativo

La comunidad universitaria se hizo notar y en junio de 2007 el ministro de Justicia acogió favorablemente las recomendaciones entregadas un año antes por la Accademia Nazionale dei Lincei. El entonces ministro de Justicia, Clemente Mastella, encargó el estudio de la propiedad pública y de la reforma de aquellas partes del Código Civil vinculadas a ella, formándose una comisión dirigida por Stefano Rodotà, uno de los investigadores sobre la propiedad con más prestigio a escala internacional. La comisión completó su trabajo en febrero de 2008, ya con el Gobierno dimitido y el Parlamento disuelto. No obstante, la propuesta de ley surgida de ella fue retomada y debatida en abril de 2008 en una jornada de estudio celebrada en la Accademia dei Lincei, encontrándose desde entonces en el cajón del actual ministro de Justicia, Angelino Alfano, a quien compete la tarea institucional de llevarla al Parlamento para que sea debatida.
Entre tanto, a finales de octubre de 2009 el Consejo Regional de Piamonte aprobó e hizo propio por unanimidad el texto del proyecto de “ley Rodotà”, que fue presentado [en noviembre de 2009] en el Senado, utilizando por primera vez en nuestra historia constitucional la facultad de iniciativa regional prevista en la reforma constitucional de 2001.
Entre las innovaciones más importantes que el Parlamento tendrá que discutir está la introducción de una noción de bienes comunes que pertenecen a todos los ciudadanos y que la ley debe proteger y preservar, también en beneficio de las generaciones futuras. Según la Comisión Rodotà los bienes comunes de propiedad pública deberán ser gestionados por agentes públicos y gozar de un estatus que impida que se comercie con ellos, precisamente para evitar su privatización o el uso privado de ellos con fines de lucro.

Son bienes comunes, entre otros, los ríos, arroyos y sus manantiales; los lagos y demás aguas; el aire; los parques, en los términos definidos por la ley, los bosques y zonas forestales; las zonas de alta montaña, los glaciares y las nieves perennes; las playas y litorales que hayan sido declarados reserva ambiental; la fauna selvática y la flora protegida; el patrimonio arqueológico, cultural, ambiental y otras áreas paisajistas protegidas.
Además, la Comisión para la reforma del Código Civil también ha previsto otras categorías de bienes públicos, entre ellos aquellos que “satisfacen intereses generales fundamentales cuya atención forma parte de las prerrogativas del Estado y de las entidades públicas territoriales”, de necesaria propiedad pública y, en consecuencia, no privatizables. Incluyen, entre otros, las obras destinadas a la defensa; playas y bahías; redes de carreteras, autopistas y ferrocarriles; el espectro de frecuencias; acueductos; puertos y aeropuertos de importancia nacional e internacional.
Otros bienes son públicos sin estar tan vinculados a la soberanía del Estado, pero inextricablemente vinculados a las necesidades organizativas del Estado social previstas por la Constitución italiana: “son bienes públicos aquellos cuya utilidad esencial está destinada a satisfacer necesidades relacionadas con los derechos civiles y sociales de la persona. Entre ellos se encuentran las viviendas de propiedad pública, los edificios públicos utilizados para hospitales, instituciones educativas y guarderías; las redes locales del servicio público”. De acuerdo con la propuesta de la Comisión tales bienes no pueden ser enajenados salvo que mediante otros bienes sustitutivos se garantice el mismo nivel de servicios sociales.
Todos los demás bienes públicos, calificados por la Comisión como “bienes fructíferos”, son enajenables y gestionables por sujetos públicos con instrumentos ordinarios de derecho privado. Su venta será consentida, pero sólo cuando se demuestre la desaparición de la necesidad de uso público de ese bien específico, así como la imposibilidad de mantener un disfrute en propiedad de él con criterios económicos.

A esta estructura jurídica general, que pretende recuperar la puesta en marcha de proyectos a largo plazo, ejecutando así el mandato constitucional dado hace más de sesenta años, corresponden diversas propuestas orientadas a combinar la equidad, incluyendo la intergeneracional, con la eficiencia económica y de gestión.
En este itinerario la cultura jurídica y económica italiana, en diálogo con las más significativas experiencias exteriores, ha tratado de ofrecer a la política algunas herramientas técnicas avanzadas a fin de abordar un futuro de recursos cada vez más escasos, y hacerlo con proyectos y en interés de toda nuestra colectividad.

9. Conclusiones

Tras la actual y espectacular crisis del capitalismo real, han podido colocarse en el centro del escenario principal, incluso en su aspecto cultural, discursos que durante años sólo cabían en una situación de semiclandestinidad. De nuevo puede hablarse de la intervención del Estado en la economía, de la propiedad pública y de la nacionalización de bancos y empresas, de planificación, de los riesgos para la democracia ligados al empobrecimiento masivo, de la injusticia y de la desigualdad social, de la necesidad de que lo público controle lo privado y sea protagonista de la economía.
El mayor sindicato italiano ha respondido de la mejor manera, estudiando y haciendo estudiar. Hoy en día existe la necesidad de reconstruir y hacer pública una agenda a medio y largo plazo que tome en cuenta que seguir produciendo cuando no hay demanda no es un camino de salida de la crisis. De la crisis se sale repensando los modelos económicos desarrollados trescientos años atrás, en los orígenes de la revolución industrial, cuando comer, vestirse y alojarse aún eran necesidades que la mayoría no tenía resueltas y, por tanto, aún no había que justificar el productivismo. Hoy, en el Occidente rico, la producción es un fin en sí misma, como prueba el que no hay más demanda que la que se crea a través de una machacona publicidad y de la correlativa difusión de modelos culturales materialistas, narcisistas o simplemente falsos. ¿Cuánto dinero se gasta en publicidad de nuevas tarifas telefónicas, de diversos modelos de automóviles para el transporte privado en esencia idénticos, de cremas o de perfumes? ¿Cómo podríamos utilizar mejor esos recursos como sociedad si despertásemos del sueño consumista que ha arruinado nuestro modelo de desarrollo?

La constante publicidad sólo estimula la demanda de bienes privados (teléfonos móviles, coches, perfumes), pero no hace aumentar la demanda de bienes públicos y comunes (transporte colectivo, redes de comunicación, espacios de convivencia, alegría de vivir juntos, buenas escuelas), con el resultado de que la oferta de  los primeros crece desmesuradamente, mientras que se reduce la de los bienes comunes. Cualquier propuesta que no implique la nueva elaboración de un nuevo modelo de desarrollo será insuficiente para superar la crisis. Un nuevo modelo que debe partir de la centralidad del bien común y de su lógica desvinculada de la ganancia y de la competencia. Un modelo basado en una justa distribución y en la cooperación social.



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