Trasversales
Ignacio Castro Rey

Nadie, cualquiera. Las vidas posibles de Mr. Nobody (Jaco van Dormael, 2009)

Revista Trasversales número 20,  otoño 2010

Ignacio Castro Rey
es filósofo, crítico de arte y ensayista

Textos del autor
en Trasversales



José Luis Brea, In memoriam

Imagínense la hipótesis de que a fuerza de ser “libres” y gozar de un amplio menú de opciones alternativas, no existamos, es decir, hayamos perdido la experiencia de una vida única, que va por delante de toda conciencia. Una forma patética de esta hipótesis la encontramos día a día en el ciudadano archiconectado a distancia y mudo en la cercanía; libre virtualmente, pero reservado y sumiso analógicamente. Si sometemos a la prueba de la gravedad, que es la de la existencia, a las personas y las ofertas tecno-culturales que nos rodean, veríamos que casi todo se derrumba.
Mientras tanto el último mortal no lobotomizado repasa su vida en el año de gracia de 2092, imaginando el curso de las distintas tentaciones que dejó al margen. Con una textura que la mediocridad de los críticos españoles encuentra “excesivamente compleja” -cuando no “confusa” y “pretenciosa”, “grandilocuente” y “reiterativa”-, Mr. Nobody intenta seguirle la pista y salvar, poética y científicamente, esas otras posibilidades que, por una prudencia que hace mucho que no llamamos cobardía, dejamos pasar de lado.

No ves más que tus manos: ¿seguro que existes? ¿Por qué no recordamos el futuro? “Deja ya de preguntar por qué, es demasiado complicado”, dice una maternal voz femenina. Como Europa de Lars von Trier, aunque menos expresionista que ella, Mr. Nobody resulta de una excelente alianza de metafísica europea y medios norteamericanos, de lirismo y ciencia ficción. Después de una larga preparación, con una riqueza formal que fácilmente resultará malentendida, Dormael nos invita en 138 minutos a la humildad de reconocer de una vez lo poco que hemos comprendido del mundo. ¿Qué saben los mortales que los inmortales ignoran? Los inmortales telomerizados, cada uno con su cerdito rosa cargado de células madre, muestran qué estúpido es no ser finito. Sólo el viejo que va a morir recuerda, ríe, se enfada, tiene emociones, juega con el sentido… Por esta razón se convierte en espectáculo para los otros, estúpidamente felices. Sin embargo, después descubrimos que esa vida anciana, cargada con un sinfín de alternativas que cuesta discernir, es sólo imaginada en la angustia de un niño enfrentado a una alternativa brutal. El tema de esta película es entonces el instante, el momento que concentra el tiempo, ese cruce de todos los caminos en el temblor de una decisión. En el fondo, se trata de la visión del moribundo, la fiebre del agonizante que somos cuando estamos en ese cruce de una indecisión mortal, que transcurre a cámara lenta y nos impide avanzar. Ese momento acumula hasta tal punto el tiempo que su intensidad se hace memorable. Todo lo que venga después será un despliegue de lo vivido allí. Un largometraje para filmar la violencia de diez segundos: ¿no es ésta una dificultad imperdonable?

El fracaso comercial estaba preparado. De hecho, para mayor escarnio, cosechó poco más que un premio en Sitges al mejor maquillaje. Nuestro mundo es así, incluso con una obra clásica que, además de ser difícil, incurre en el pecado de presentarse sin padrinos. Bien es cierto que hay otros defectos. Mr. Nobody se hace más preguntas que respuestas. A veces acumula caóticamente los interrogantes y las pistas paralelas. Sobra incluso alguna disertación científica, alguna explicación final. Y también nos hace sospechar un poco, hay que decirlo, que todas las alternativas de Nemo se resuman en el rostro de una pareja. Lo peor de todo, sin embargo, es la gran virtud de la película, su atrevimiento formal y discursivo a la hora de cuestionar el dogma del tiempo lineal. En suma, la ilusión de que la muerte sea una irrealidad que está fuera, al otro lado.

El belga Jaco van Dormael desea introducir en nuestra metafísica plana el virus de la duda, un poco al modo en que lo hace el graffiti urbano, complicando nuestras largas paredes con la algarabía de selvas exteriores y toda clase de tribus escondidas. Dormael aprovecha este múltiple determinismo que nos acosa para liberar el sentido de la contingencia, la dignidad ética y estética de nuestras otras vidas. A causa de este defecto político de su complejidad, Mr. Nobody se aleja del gran público. Y de la gran crítica, que igual que ayer -la edad media y la de los media se parecen- quiere solamente papilla triturada, productos análogos del último éxito. Esta época, técnicamente digital, es culturalmente analógica. Mientras Dormael, de la percepción a la memoria, trabaja con la dignidad de los restos olvidados, con el lirismo de las variantes rechazadas. Se podría decir que la alta resolución técnica de este largometraje está puesta al servicio de un instante memorable que debe obstaculizar la forma actual de la estupidez, esta obsesión por lograr a lo ancho de la vida social que el hilo directo con lo real se rompa. Bendita “crisis”, si consigue retardar un poco este objetivo infame.

Si de verdad quisiéramos no ser “violentos” la primera tarea sería abrazar las secuencias temporales, apearnos de este “tren de vida” cuyo vector tensa un tiempo único, veloz, lineal. Mientras el estrés informativo oculta la uniformidad en la que nos protegemos, Dormael se atreve a cuestionar el canon que separa pasado, presente y futuro. Y todo ello a partir de la atención a los rastros en el presente, a partir de la percepción como acontecimiento. Leibniz decía: si pudiera percibir la infinita riqueza de esta cara, de esta persona, sabría predecir lo que le va a ocurrir, su futuro. El joven Nemo (Toby Regbo), pálido y existencial, juega peligrosamente a eso... De ahí que en su vejez, ante la desesperación del periodista que le entrevista, le cueste dar la auténtica y definitiva versión.

En otros trabajos cinematográficos también se ensaya un juego con las dimensiones del tiempo y el hilo de la memoria. Pero aquí las interesantes pinceladas científicas sobre la entropía, la teoría de las cuerdas, las fractales, el efecto mariposa... son variaciones de segundo grado con respecto a una intensidad narrativa que pone en escena una especie de infinito en acto. Como en los nenúfares de Monet: en cada planta, todos los mares; en cada gota, todas las aguas. Si un brasileño al cocer un huevo puede provocar una tormenta que borre la tinta de un número telefónico, todo es posible, tal y como insistía Chéjov. Aunque Jaco van Dormael está muy lejos del culto a la complejidad encadenada, tipo Babel, que en cada punto es muy simple. Más bien le interesa la complejidad que ocurre a la vez, de tal manera que cada decisión –si se logra tomar: elegir a Anna, reencontrada en una muchedumbre azarosa- arrastra el temblor de muchas otras.

El tiempo es lo que permite que todo “no ocurra a la vez”, dice Anna en un momento. No obstante, la verdad es que el instante que nos marca la vida es algo que ocurre de golpe, sin permitirnos anticiparlo ni tomar distancias. La relación con los dos tiempos decide la primera línea de nuestro cómo, el modo de estar en el mundo. El privilegio exclusivo a la cronología calculable, que nos protege, o la credibilidad concedida al santiamén de una revelación, decide la calidad moral de las personas, al margen de su ideología. Y en las antípodas de nuestra ortodoxia, Dormael nos seduce –a otros les marea- con una acumulación mesiánica del tiempo, su concentración en un punto.

El resultado no es espectacular a la manera habitual de la ciencia ficción, sino de un realismo hipnótico. Como si hubiéramos ingerido alguna droga que por fin hace real la inmediatez, tenemos la sensación de estar atravesando la existencia sin guión ni subtítulos, en una visita no guiada que se empapa con la lluvia de sensaciones que normalmente rechazamos. Mal que le pese a la mayoría de los críticos, la película se presenta como un drama, no como un producto del género fantástico. La osadía de lo que llamamos “ficción” -casi siempre justificada con el letrero “basado en una historia real”- es lo único que puede captar una posibilidad que, en virtud de la condición mortal, tiene una dignidad ética más alta que la de toda realidad. Y Dormael tiene la osadía de tantear esa posibilidad. Lo peor de su cinta es lo que en ella hay de no fantástico, de una posible ciencia del ser único, aquí, ahora, aunque ello se haga al precio de una densidad abrumadora. Pero algo similar ocurría en Pedro Páramo, en Ulises, y ahora no lo sentimos como un defecto.

Como Martin Ritt y algún otro, Dormael es poco prolífico, muy lento. Su primer largometraje es la “inquietante” Totó el héroe, de 1991, y la siguiente es El octavo día, de 1996. Por lo tanto, casi quince años desde el último rodaje. Cuando a Dormael le preguntan por qué ha tardado tanto en volver a rodar, responde. “Me he dedicado a vivir y a escribir”. Vivir, escribir: así que para rodar esta película “sobre la vida” Dormael tarda siete años en darle forma al guión.

Uno se siente de inmediato ante una entrega muy especial que no se convertirá en un clásico del cine sólo por la estupidez informativa de un presente que, hoy más que ayer, premia productos ranciamente newtonianos: Lady Gaga antes que Animal Collective, Almodóvar antes que Guerín. Tony Soprano frente a Nemo Nobody. El film de Dormael es brillante en su formato, pero oscuro y difícil en el desarrollo; fantástico, pero verosímil; triste, pero poético. En suma, todos los ingredientes para el fracaso comercial. Peregrinaje submarino con significativas escenas de agua, la nitidez hiperreal de la fotografía de Beaucarne, esa saturación de los encuadres que a veces recuerda al británico Martin Parr, se carga de espectros y ecos, de las mil envolturas de la muñeca rusa en la que siempre estamos. La densidad plástica produce un efecto cegador, desdibujando la definición a través de la definición. Dormael y Beaucarne nos colocan tan cerca de las situaciones y los rostros que la precisión difumina los contornos de las identidades, de las vidas distintas, de las elecciones separadas. Pasado y futuro se entremezclan también a partir de la intensidad plástica del instante, elevado a ley desde ese momento en que un niño duda entre dos semblantes de un amor sin nombre.

Un niño recuerda el futuro en el que otros creen vivir. ¿Somos la leve oscilación en el sueño de un dios, un fragmento de su duermevela? Sabiéndolo o no, esta intuición de la sabiduría hindú está detrás de la metafísica de Mr. Nobody. A la manera de algunas películas como El show de Truman, la pesadilla de un decorado que nos envuelve, que a su vez está envuelto por otro decorado, forma parte del agobio de esta narración. Aunque el espesor poético de cada posibilidad, de cada escena, le resta ese tempo fantasioso que en el fondo resulta tan tranquilizador. Lo peor de Mr. Nobody es que especula sobre lo real, en torno a una posible ilusión cotidiana. Por ejemplo, sobre este vicio de no estar totalmente en ningún lado: “Nunca estás aquí. Nunca te fijas en nadie”, dice con pesar Jean (Ling-Dan Pham), una de las mujeres del Nemo adulto (Jared Leto). Quien, no obstante, quiere sinceramente a las tres: Anna (Diane Kruger), Elise (Sarah Polley) y Jean. Al contrario de una de las protagonistas de Avatar, Jean parece decirle con lástima a su marido: no te veo. Pero el viejo Nemo que repasa las alternancias de su vida no delira, tiene solamente una sabiduría mortal. Según preguntaba Baudrillard un día, ¿cómo reconocer a la mujer de tu vida si tienes varias vidas?

El joven Nemo es un artista clásico, diría Joyce: inmaduro, inestable, ansioso, aparentemente ensimismado y egocéntrico. Digamos que Nemo no decide porque se ha elegido a sí mismo, a la exterioridad que le habita. ¿Cómo no enloquece, qué tipo de identidad se labra quien no puede dejar nada fuera del molde? Mr. Nobody es, hasta cierto punto, un “Retrato del artista adolescente”. En paralelo al joven Ricky de American beauty, Nemo vive la oscilación entre la dulzura y la furia. Es alguien tan cándido que vive paralizado en la indecisión, en una beatitud que pasará por demoníaca para el entorno social.

A partir de aquella encrucijada inicial a la que le somete el egoísmo moderno de sus padres, Nemo no puede tomar partido, abandonar ninguna senda. En una escena de Carver un personaje decía aproximadamente: “Te quiero. Pero antes le he dicho esto mismo, con la misma sinceridad, a otras mujeres. ¿Qué significa esto, cuál es la verdad?”. Bien, ¿se imaginan que todos nuestros sueños, nuestras creencias pasadas, nuestras mentiras, nuestros amantes, nuestros dispares amigos, nuestras dobleces diarias se juntasen en una sola escena, en una sola historia? ¿Se imaginan que nuestros amigos viesen de pronto la disparidad de personajes que somos, disparidad que nos hemos ocultado a nosotros mismos? Lo peor es que, cuanto más honestos seamos, más esquinas tendremos. Al propio Jesucristo se le acusa de estar endemoniado, de ser dos, de estar desdoblado. Con una sabiduría que dice no ser solamente de este mundo, Cristo puede con ese doblez: “Yo y mi Padre somos una sola cosa” (Jn. 8, 49). Sin embargo, Nemo asiste a la lluvia de sus capas un poco atónito, como si no supiera nunca donde está el milagro y dónde la regla, donde la anomalía y dónde la norma. A veces, por fuerza, la película es muy triste. ¿Hay algo más desolador que la verdad cuando ésta es inextricable?

Al despertar, Nemo siempre descubre que ya no hay osos fuera y que sus miedos nocturnos no tienen objeto. Las crisis de angustia, esa frecuente sensación de ahogo, que convierte al agua en temible, proviene sólo de vivir sus vidas posibles a la vez. Pero esto es al mismo tiempo lo que lo hace joven, incluso de viejo. Anna, por su parte, después de perder a Nemo, no quiere tener nada propio. Finge estar viva y renuncia a querer, a poseer cosa alguna. Dormael trabaja sobre la complejidad personal de quien no puede decir no y ha de seguirle la pista al amasijo de lo vivido. Aunque así nunca se avanza, mientras no decidas todo es posible todavía. El problema es hacer compatible esta indecisión, esta generosa juventud íntima, con una vida común y la obligación ética de no convertirse en marginal.

Otra pregunta que brota de esta investigación es la siguiente: ¿cómo ser un militante de la percepción, cómo tomar en serio la apariencia y no volverse loco? Siempre serio y descolocado, homeless bien vestido con ojos de husky, parece que a la tristeza de Nemo le faltase ese órgano de selección que nos libra del vértigo y nos especializa anímicamente. Digamos que el joven Nemo, desde aquella encrucijada brutal y prematura que sostiene su historia posterior, mantiene un acceso directo a lo real, sin mediación simbólica. Esto es lo que hace creíble, para algunos, que pueda adivinar el futuro. Viviendo sin barreras los posos del presente, se limita a recordar lo que vendrá.

Némesis informativa por boca del último mortal, la película de Dormael equivale a un medio periodístico que tuviese memoria de todas las imágenes y las palabras que ha trasmitido, de manera que su ansiada actualidad se ahoga en la nieve de mil interferencias. Y así no puede vivir: ni ayer ni, menos aún, hoy. Así no se puede adoctrinar a nadie ni programar un público cautivo, que es el fin de los medios y también de un cine que tiende a una escandalosa simplicidad, según Dormael. Por tanto, en el plano político la tarea de Nemo es la desinformación, la desprogramación. ¿Ayudarnos a pensar y a vivir con lo más atrasado de nosotros mismos, un cuerpo sin órganos que convierte todo lo vivido en signo? Posiblemente, y en esta reacción nos guían los críticos, al salir de la sala es necesario archivar el mensaje de Mr. Nobody dado que con tal complejidad no se llega muy lejos en una superficie donde cada cual debe aislarse en su nicho para permanecer conectado. Y la crítica es la vanguardia de esta clonación que debe convertirnos en “nativos digitales”, esto es, en meros nudos de la red social. La seguridad es así, vacía y espectacular. Por el contrario, en Mr. Nobody la exterioridad se condensa en un solo instante y se nos invita a dialogar con ella.

La palidez vampírica de Nemo, su delgadez, la mirada seria, el pelo lacio. Angelicales y luciferinos a la vez, Anna (Juno Temple) teje con su hermanastro Nemo una relación vírica. No porque sea amor puro, al estilo romántico, sino porque la sensualidad a flor de piel está al servicio de la épica de un mundo que no cesa de abrirse. “No hay vida sin ti”, dicen alternativamente. ¿Con qué acento se puede decir hoy algo tan manido como “te quiero” para que las certezas vacilen? Dormael lo logra con un lenguaje en el que, propiamente hablando, no existe el tema. Muchas interpretaciones se tendrán que dar por buenas si el leitmotiv es la eternidad mortal del instante, la hermandad secreta de los mil estratos de una vida. No es sólo que la película esté hecha como un collage de continuos feedbacks y dimensiones segmentadas. Es que la memoria que queda en el ojo de cada escena y de las palabras anteriores se une con el temblor de la siguiente. Aún rota, la línea narrativa se mantiene así intacta en su discontinuidad, como si la cinta fuera una sola escena. De ahí que el motivo central regrese, ese instante de indecisión en la estación de tren. No sabemos cómo, pero el derroche de tiempo y de ingenio no han podido ser bajos para producir estos efectos tan “especiales” que con frecuencia no se ven, pues se funden en una trama magnética en cada uno de sus puntos. Por ejemplo, cuando el puzzle del mundo, mar o asfalto, es desmontado en bloques porque el niño ya no lo necesita, ya que ha decidido una salida tangente.

Una naturaleza ondulatoria se basa en la superposición cuántica de vida y muerte. La paradoja del gato de Shrödinger, esa pregunta crucial y pueril de “¿Estás vivo o muerto?” es mantenida por un Dormael que consigue no abrir la caja del secreto, no ceder al imperativo de transparencia. Por eso Nemo sabe lo que los otros no saben. Y esto no tanto en las intermitentes digresiones científicas del guión como en la poética de una percepción que mantiene su asombro. La existencia como una condensación de la ausencia: en la saturación hiperreal de la imagen, Dormael filma el desvanecimiento que obra en los cuerpos. En el fondo, esto es todo lo que se le puede pedir al arte, que no separe lo visible de lo invisible. “Usted no puede existir y no existir a la vez”, dice el periodista que interroga al viejo que repasa su épica. Pero el anciano Nemo se atreve a ponerlo en duda. Vivimos en una arborescencia de posibilidades, una malla donde cada decisión arrastra muchas otras. De modo que Mr. Nobody nos propone huir del binario esquematismo informativo, ese fondo en blanco y negro de nuestro espectáculo multimedia. Dormael afronta desde el inicio la muchedumbre solitaria que somos en cada aliento, todas las pieles que nos han tocado y no hemos podido abandonar. Por eso cada escena es una selva que incluye la perturbación de la siguiente, como si en la vida inmediata nos faltase la discriminación que permite ser unidimensionales. Si la mentalidad preventiva comienza por la percepción, aquí es donde el compromiso ético y estético de Dormael se empeña en dinamitar nuestras seguras convicciones binarias. Una y otra vez insiste en que la realidad es múltiple y que los medios, también el cine, simplifican escandalosamente. A mil años luz de Sokurov, parece que podría compartir con él la idea de que el cine está lleno de vagos y estafadores.

Y el caso es que Mr. Nobody no está precisamente libre de deudas. Felizmente, ocurre lo contrario: La noche del cazador en las escenas de agua; Europa en la voz del chamán que interroga al viejo y en la omnipresencia de las líneas férreas; 2001: una odisea del espacio en la metafísica espacial; Johnny cogió su fusil en las escenas hospitalarias del joven Nemo; Forrest Gump en la atención a la importancia de lo minúsculo, una hoja de roble que vuela en el viento. Y así un largo etcétera. Hasta el viejo mortal que rememora su vida puede recordar al anciano Somerset de Providence. Sin embargo, el trabajo de Dormael sobrevuela las referencias hacia un lugar propio. Puede “robar” impunemente porque está de camino hacia una obsesión singular, que los críticos sienten como reiteración: con la disculpa del sufrimiento de un niño, filmar la infinitud inmediata, la épica de una vida “vulgar”. Épica, porque todos estamos empujados por un sinfín de casualidades, de escenas no elegidas, a partir de las cuales configuramos nuestra existencia. Le damos el nombre glorioso de Yo a lo que no es más que un amasijo de influencias que podía haber sido de otro modo.

Un hipotético “efecto mariposa” carga cada evento con una causalidad infinita. Esto le otorga un sentido anómalo a lo que habitualmente despreciamos como contingencia. Todo podría haber sido distinto y sin embargo tendría igualmente sentido, dice el anciano citando a Tennesse Williams. Cada camino es el camino. Para desesperación del joven periodista inmortal que le entrevista, el viejo Nemo no recuerda la auténtica versión en el caleidoscopio de su memoria. El anciano que va a morir no puede recordar porque todo en su cabeza ha ocurrido. Su corazón, que es el de un niño, ha seguido el latido de cada senda. Esto no implica que no seamos responsables de lo que somos. Al contrario, estamos obligados a convertir en forma lo que no es más que un amasijo caótico de encuentros. Nemo se pasa el día un poco atónito –si el viejo es descaradamente expresivo, el joven enmudece casi siempre- debido a una fidelidad esquizofrénica al sinfín de personajes que ha sido, a las cien identidades que hemos vivido, a las mil frases dichas. Nemo oye voces, y las oye en cada uno de los momentos que atraviesa. En cierto modo le pierde su percepción, una fidelidad mística a lo vivido que le impide traicionar nada visto u oído.

En general, esquivamos esta complejidad de las vivencias refugiándonos en la reserva de la identidad, en el narcisismo de una vida trazada. Espíritu primitivo, por el contrario, Nemo ha de atender desde niño a todos los caminos. Por eso vive siempre al borde de la incomprensión de los otros, ya que su suelo habitual es el “azar objetivo” de los surrealistas, esa confluencia entre lo que el hombre desea y lo que el mundo ofrece. Dormael propone otorgarle un sentido supremo a lo encontrado, construyendo escenas directamente desde el desorden, a partir de una proximidad con las cosas que en el orden habitual no es permitida. Mr. Nobody muestra que el delirio de la lógica estoica, aquel imperativo ético de descifrar un signo en cada contingencia, vuelve en los momentos culminantes de nuestras vidas.

Una propuesta así, de acuerdo, no nos facilita la empresa de la identidad, en la que sin duda debemos mantener firmemente un pie. Ahora bien, ¿por qué nosotros, que presumimos de progresistas y hasta de radicales, no podemos guardar generosamente para mañana lo que hoy no sentimos como útil?

Madrid, 6 de octubre de 2010
 


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