Trasversales
José M. Roca

¿De qué somos culpables?

Revista Trasversales número 20, otoño 2010

Textos del autor
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Conocidas organizaciones económicas internacionales y anónimas voluntades procedentes de esa nebulosa llamada mercados han decidido aplicar, a través de los gobiernos nacionales, el grueso de las duras medidas de ajuste para salir de la recesión sobre las rentas de trabajadores y pensionistas. Parece un unilateral castigo, y realmente lo es. Dicen que hemos consumido deprisa y demasiado y, que, como efecto de ello, hemos contraído unas deudas que no podemos devolver, como si endeudarse fuera una afición o una adicción y no una necesidad en el caso de la población peor remunerada. Se endeuda y pide prestado el que no tiene dinero, y también quien lo tiene, eso es cierto, pero también lo es que buena parte de la demanda de crédito tiene como origen los bajos salarios, pues quienes cuentan con rentas modestas requieren de las deudas para adquirir bienes tan necesarios como una vivienda, por ejemplo.
Quizá tengan razón los expertos y estemos excesivamente endeudados; las cifras de la deuda privada y pública son alarmantes, aunque parte del débito  público se debe al saneamiento de la banca privada, que, además de prestar dinero a empresas y consumidores con holgado beneficio, ha tenido que ser rescatada por el Estado del descalabro de sus aventuras financieras.

Como asalariados, hemos sido disciplinados, pues hemos trabajado como se ha decidido desde la Unión Europea, aceptando las condiciones impuestas por los planes de convergencia de Maastrich y los Pactos de Estabilidad. Y como consumidores, hemos consumido, también, como nos han indicado por activa y por pasiva, pero sobre todo por activa, porque ha existido en los últimos quince años una pertinaz campaña para incrementar el consumo, sin que nuestros gobernantes nos hayan advertido de lo que podía suceder, sino todo lo contrario: han incentivado con medidas fiscales un consumo que ahora juzgan dispendioso y compulsivo y un modelo económico asentado sobre bases precarias. Pero tanto el Gobierno de Aznar, que cambió la ley del suelo para alentar la burbuja inmobiliaria, como el de Zapatero se han referido en términos elogiosos a la pasada situación de bonanza económica, como si fuera a durar siempre, y en la que todo o casi todo el país gastaba un dinero que no tenía y se endeudaba hasta las cejas, empezando por los propios bancos, mientras crecía el Producto Interior Bruto.

Naturalmente había voces que avisaban del peligro y señalaban el riesgo de que reventaran las bien cebadas burbujas, pero hallaban poco eco o eran despreciadas como opiniones de impenitentes izquierdistas o de excéntricos  aguafiestas que se apartaban del pensamiento económicamente correcto. Lo que ha prevalecido en los últimos años han sido las llamadas a consumir, a invertir y a contraer deudas, porque las ofertas de los bancos eran continuas, el crédito era barato, las hipotecas tenían un bajo interés y cubrían el 100%, y a veces más, del precio de las viviendas, que como iba en aumento aconsejaba comprar hoy mejor que mañana. Y siguiendo el lema bancario de que el dinero hay que moverlo, algo semejante ha ocurrido con la inversión de los ahorros en productos y subproductos financieros. Borradas de la memoria las consecuencias de las crisis anteriores y viviendo en la pregonada utopía de una economía en constante crecimiento, regida por un mercado que es capaz de regularse, los ciudadanos hemos aceptado la invitación de las corrientes de opinión dominantes y respondido positivamente a la acción de los gobiernos, a los estímulos de la propaganda, las opiniones de los expertos, las campañas de publicidad, las ofertas de compra, las pertinaces incitaciones de los bancos y a las múltiples, diversas, atrayentes y reiteradas llamadas a consumir sin medida ni descanso.

Con nuestra obediente actitud hemos contribuido a elevar el Producto Interior Bruto y a alimentar la lógica del sistema capitalista, que produce mercancías en masa y precisa, por tanto, del consumo en masa, fomentado por un clima de opinión, que, desde la publicidad a la industria de la cultura y el ocio, pasando por los medios de información, induce a consumir por encima de la renta poseída. De ahí viene la extensa gama de formas de pago (hipotecas, ventas a plazos, pagarés, líneas de crédito, tarjetas de crédito) que permiten consumir a cuenta de una renta que aún no se tiene o de un salario que aún se ha de percibir; todo son facilidades para consumir, pues sin el consumo masivo el sistema se detiene. Y durante unos cuantos años, ni los expertos ni los gobiernos ni los organismos internacionales que ahora se lamentan nos han advertido de que pudiera detenerse, sino al contrario: en vísperas de estallar la burbuja inmobiliaria en EEUU, agencias de calificación de riesgos seguían confiando en la buena salud del sistema financiero.

Ahora se nos acusa de haber consumido demasiado y se nos castiga por ello como si fuéramos los únicos responsables de la crisis, olvidando que no hemos dispuesto de la misma información que quienes nos han incitado a consumir, ni de la misma capacidad de decidir que quienes han presentado y defendido este modelo económico, que es más suyo que nuestro, y que se ha impulsado con un lenguaje hermético, en lejanos (el G-8, el G-20, Bruselas) o cercanos foros (La Moncloa, el Banco de España, la CEOE, el Círculo de Empresarios, la Asociación de Empresarios de Banca, las cámaras de Comercio, etc), en organizaciones cuyas actividades son secretas (Davos, el Club Bilderberg, la Trilateral) o amparado en las misteriosas decisiones de ese magma llamado mercado.

¿Debemos pagar todos? Quizá sí, pero no todos hemos gastado en la misma proporción ni acuciados por las mismas urgencias, pues mientras unos han consumido para cubrir necesidades inmediatas otros lo han hecho para satisfacer sus caprichos, ni tampoco hemos obtenido las mismas recompensas en los años de bonanza, pues, en lo tocante al mundo laboral, por parte del empresariado no ha habido excesiva largueza en materia de remuneración salarial sino lo contrario, en aras, decían, de mantener el crecimiento económico. Pero es casi seguro que seamos exclusiva o principalmente los trabajadores y pensionistas los que corramos con las peores consecuencias de la recesión y que, con cargo a las rentas que percibimos por nuestro trabajo y con la reducción del gasto público destinado a servicios y asistencia social, contribuyamos a sanear negocios privados que han producido durante años fabulosos beneficios y cuyos directivos no son un modelo de probidad y contención.

Quienes han tenido la responsabilidad de gobernar han estado bastante lejos de actuar como moderadores del consumo; han realizado un trabajo a largo plazo a favor de un modelo que finalmente ha reventado, pues no sólo no han avisado del riesgo que corríamos sino que han utilizado electoralmente la bonanza económica así conseguida y han minimizado los efectos de la crisis cuando ha llegado, como en el caso del Gobierno español. Y lo que es más grave: quienes han tenido la posibilidad y la oportunidad de hacerlo, han desaprovechado el periodo de auge económico para corregir, no digo ya cambiar, sino sólo corregir, el modelo económico que ahora hemos de sacar a flote a costa de nuestros salarios y nuestras pensiones. Solamente por esto, la huelga general ha estado más que justificada.


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