Trasversales
Anne Vernet

Jean Genet

Revista Trasversales número 21 invierno 2010-2011


Anne Vernet (1953) es doctora en Ciencias del Lenguaje y escenógrafa. Profesora de teatro durante 20 años. Autora de numerosos artículos sobre filosofía política, historia del arte y dramaturgia. Autora de las novelas La Seconde Chance (2009, éditions Sulliver) y Un trop-plein d’espace (2010, éditions Sulliver). Traducido del francés por Trasversales, con autorización de la autora.



Las anotaciones en azul que aparecen en algunos lugares del texto son aclaraciones del traductor, que no figuran en el texto original.


La obra de Genet marca un renacimiento. Desde el lado de la barrera contrario al del brechtismo que esterilizó el teatro de Brecht, impulsa la creación teatral crítica a partir precisamente de lo descartado por Brecht en su estética: el culturalismo y la identificación. Genet trastoca las normas dramatúrgicas y abre una perspectiva totalmente nueva. Su percepción del teatro no procede a través de la práctica artística, la teoría o la literatura, sino de la vivencia de las instituciones sociales: “Todas las formas de gobierno moderno son sordamente teatrales”, dijo, pero “hay un lugar en el mundo donde la teatralidad no oculta ningún poder: el teatro” [Edmund White, Jean Genet, París, NRF Gallimard, 1993, p. 497]. Así, Genet, como Foucault, comprendió lo esencial del dispositivo francés desde el siglo XVII. Dando un rodeo a través del “lugar sin poder” del escenario, desvela la estructura de los poderes civiles, que es la estructura de una perversión de la teatralidad. Así, el teatro vuelve a vincularse con una sacudida activa de las representaciones sociales y rompe con la crítica pseudoiconoclasta del absurdo (sobre todo Ionesco), limitada a tópicos sociales presentes desde el siglo XIX.

La obra de Genet convoca e inaugura la puesta en escena contemporánea con un texto completamente innovador. “Si el público se adhiere físicamente a la obra, hace falta (...) interrumpir su credibilidad para recordarle sin cesar que se trata de trece comediantes que se divierten entre sí, lo que requiere una puesta en escena visible” [Ibid.].
Su teatro está concebido para presentaciones simultáneamente diferentes, singulares y contradictorias, a la manera de ciertas representaciones funerarias de la alta antigüedad africana que, ante la tumba, declinaban a la vez todas las facetas de lo que fueron los diversos “apareceres” del difunto. Su obra inaugura la era de la libertad para el teatro, al que Beckett ya le había cerrado la puerta de la vieja convención mostrando que su único fundamento era la dictadura de lo “representado”. El rigor estético del escenógrafo Roger Blin, sin el que Genet no hubiera encontrado a su público en condiciones tan favorables, abre desde 1953 (año en que Blin monta en París Esperando a Godot, de Beckett) toda la problemática de la puesta en escena contemporánea y señala con la mayor precisión esa “componente textual” que toman como regla, en un caso, o como ofrenda, en el otro,  las dos opuestas modalidades de puesta en escena: o bien servidora del texto, o bien creativa y consubstancial con la obra teatral.

La distribución de los personajes retoma en Genet los grupos-personaje brechtianos (chicas del burdel, clientes, ejército, revolucionarios, figuras judiciales, muertos, etc.). Pero transponer la propia ejecución teatral, por definición igualitaria, en representación de este “principio social de igualdad” que motiva la falsa teatralización del poder denunciada por Genet, es toda una proeza. Impone un manejo absolutamente riguroso del lenguaje, dirige totalmente su uso y destierra de él todo substrato psicológico, ya que el mimetismo queda prohibido por la propia factura de la obra: es sustituido por la dimensión colectiva de la interpretación de los actores a través de una suerte de doble juego de la igualdad. No existe ningún “papel secundario”, pero tampoco individualismo.
No se trata de “teatro dentro del teatro” en el sentido de una estructura en abismo (serie de narraciones encajadas una dentro de otra) de la teatralidad al modo de Pirandello; lo que hace Genet es más bien su transposición, algo incomparable con el  embalaje de los quesitos de La vaca que ríe (aparece una vaca con unos pendientes que reproducen la misma caja con una vaca con pendientes-caja...).
Esta transposición consiste en provocar sobre el escenario el estallido de la falsa teatralización del mundo o, para decirlo con más precisión, del poder. Esto es infinitamente más sutil y vertiginoso, pero también mucho más difícil, pues exige una delicadeza extrema en la brusca reorientación de los procesos estéticos del teatro, en cuanto a la composición y la puesta en escena. Genet no se equivoca al denunciar la falsedad de la “teatralidad” del poder: en la medida en que la jerarquía constituye la realidad del poder desde su propia perspectiva, no puede haber una verdadera “teatralidad” del poder, ya que lo que éste convierte en ficción es la igualdad. Toda teatralización del poder, esto es, toda representación que haga de sí mismo y con la que pretenda convencer, es una perversión, un engaño dirigido a mostrar al poder como garante de la igualdad, de la isonomía. Sólo es sordamente teatral.

Genet no comete el error posmoderno que identifica las representaciones mediáticas y políticas contemporáneas con la teatralidad: no hay ningún carácter auténticamente teatral en las representaciones de las que el poder se dota. La intención real de toda representatividad política es siempre la jerarquía. Genet concentra en eso su crítica. La transposición de los valores invierte la dinámica de la estética teatral para poner de manifiesto el procedimiento que se oculta tras la teatralización del poder: el papel mimético de las funciones sociopolíticas. La principal inversión que Genet impone al juego teatral consiste en limitar, como Beckett, la isonomía de la actuación de los actores, la libertad de interpretación, la psicologización del personaje y toda “personificación” reductora a la figuración cotidiana de la que el teatro occidental “burgués” ha hecho su norma.
En Genet, las funciones representadas por los personajes son el medio utilizado por la puesta en escena para mostrar la igualdad que regula sus relaciones. Esa transposición, en tanto que contraria a la vivencia de la realidad social, desvela la coacción jerárquica que actúa tras su distribución falsamente democrática.

La inmensa mayoría de las declaraciones de Genet sobre su obra tienen doble sentido, como las de Brecht. Cuando declara que “la teatralidad, en el teatro, no enmascara ningún poder”, significa que se sirve de la estética teatral para desenmascarar la naturaleza del poder que éste disimula bajo las representaciones, excesivamente teatrales, que hace de sí mismo. Igualmente, cuando dice, refiriéndose a Los biombos, “Mi obra tiene lugar en un dominio en el que la moral es reemplazada por la estética del escenario” [White, op. cit., p. 498],  no hace una reivindicación de “artista”. Genet percibió la naturaleza profundamente social y crítica de la estética teatral; se refiere a la estética escénica como moral (la moral social era para él una máscara del orden) en tanto que instrumento adecuado para desenmascarar las instituciones. La máscara es la función social simbólica. De alguna forma, nos encontramos así en el corazón del proceso instituyente de las representaciones colectivas en el imaginario humano. La clave reside en el poder mimético. En Genet, función y mimetismo se presentan como factores activos de la jerarquización del mundo: evidentemente, no se desea imitar lo que es igual a nosotros. La modelización del deseo por la imitación, la identificación con la función como proceso de satisfacción, implican la referencia a un plus que soi, superior a uno mismo, y por tanto conllevan la autonegación del sujeto.

La distribución de los personajes puede ser dual (Las Criadas) o pletórica (Los Biombos), ya que reposa sobre la función. Es funcionalidad:
Sobre el escenario de El Balcón aparecen las funciones humanas en tanto que relacionadas con lo simbólico: el poder del que hace y deshace en el orden del pecado y de la falta, a saber (...) todos los episcopados; el poder del que condena y castiga, a saber el juez; el poder del que asume el mando (...), poder del jefe de guerra, comúnmente el general. Todos estos personajes representan funciones respecto a las que el sujeto se encuentra como alienado respecto a esa palabra de la que él es soporte, en una función que supera con mucho su particularidad” [Jacques Lacan, “Sur le Balcon de Genet”, Magazine littéraire, nº 313, p. 53].

La significación imaginaria social aquí captada es esa funcionalidad que fuerza la identificación con los roles fundamentales del poder, constelación según la cual, como espejo o en reacción a ella, se distribuirá, inventará o perderá la palabra de aquellos a los que tales roles alienan.
De repente, estos personajes van a ser sometidos a la ley de la comedia. Esto es, nos ponemos a representar lo que es gozar de esas funciones (...) Vemos al obispo, al juez y al general promovidos a partir de esta pregunta: ¿qué será eso de gozar de su estado de obispo, juez o general? (...) Genet hace encarnar en el ámbito de la perversión aquello que, en lenguaje fuerte y en días de desmadre, llamaríamos el burdel en el que vivimos” [ibid. p. 54].

La escenografía y sus topoï (“lugares” de la acción) derivan de la denominación: esto es el burdel, así que esto es un burdel. El burdel de  El Balcón no es una metáfora del mundo si el mundo es un verdadero burdel:
el obispo mismo, el juez y el general (...), en posición de especialistas, como uno se expresa en términos de perversión, ponen en cuestión la relación del sujeto con la función de la palabra (...) Esta relación, si bien es una relación adulterada, una relación en la que todos han fracasado  y en la que nadie se reencuentra (...), sigue sosteniéndose, por muy degradada que esté, como algo vinculado (...) a lo que se denomina el orden.  Sin embargo, si una sociedad ha llegado a su desorden más extremo, ¿a qué se reduce ese orden? Se reduce a lo que se llama la policía” [ibid. p. 55].

La función subalterna del prefecto de policía va a revelarse como dominante y fundamento de las de obispo, juez y general. Es decir, el substrato del orden simbólico que la política moderna instituye puede calificarse como fascista. En el burdel, cada cliente solicita los ornamentos, los atributos funcionales, de obispo, de juez, de general, para organizar la puesta en escena necesaria para su goce. Pero ninguno reclama el atributo de prefecto de policía.
La hipótesis de Genet, según Lacan, que la encuentra “muy hermosa”, es que el prefecto no es “un personaje en cuya piel se pueda gozar”: “el prefecto de policía (...) llega y pregunta ansiosamente: ¿alguien ha pedido ser prefecto de policía. Y eso nunca ocurre” [Ibid.]. Pero finalmente alguien lo pide. Fuera, tiene lugar la revolución, de la que una de las chicas que antes estaba en el burdel (Chantal) ha sido convertida en encarnación. Su “salvador” (Roger) pedirá en el burdel los atributos de prefecto de policía: los obtendrá pagando como precio su autocastración.

En esto, el prefecto de policía, que estaba muy cerca de alcanzar la cima de su satisfacción, hace, pese a todo, el gesto de comprobar que él aún está intacto, cómo, en efecto, así es. Su tránsito al estado de símbolo bajo la forma del uniforme fálico propuesto se ha hecho inútil de ahí en adelante” [Ibid p. 57].

La falsa teatralidad del poder consiste en forzar la identificación con el símbolo: ¿pero qué es lo castrador? ¿La naturaleza del orden? ¿El acceso a lo simbólico? ¿O el propio mimetismo en que, como tal, reposa la naturaleza castradora del orden? En eso reside la pregunta planteada por Genet. A esa pregunta aún no se le ha dado respuesta:  se encuentra en el corazón de toda la simbología del imaginario colectivo, de la funcionalidad de las representaciones sociales. No resulta sorprendente que el analista Lacan concluya, aunque con toda la ambigüedad posible, que...
 “aquel que luchó para que algo que hasta ahora hemos llamado el burdel recupere su estribo, su norma, su reducción  a algo que pueda ser aceptado como plenamente humano, una vez pasada la prueba, sólo se integra a condición de castrarse, es decir, de hacer que el falo sea promovido de nuevo al estado de significante”.
Pero El Balcón no fue concebido como ilustración del discurso psicoanalista ni, por tanto, como garantía del orden del que procede. Genet, a mi juicio, va mucho más lejos.
El teatro de Genet es un obra de combate contra los procedimientos miméticos, a los que, en definitiva, considera castradores, es decir, que si bien liberan al sujeto imitador del modelo también instauran éste como tabú, ya que el modelo queda fantaseado como algo que escapa a la castración. Evidentemente, se dirá que la homosexualidad cristaliza la problemática mimética de la identificación con los roles impartidos (sexuales y sociales). Es cierto. Pero eso no hace de la obra de Genet un “teatro gay”, como es catalogado al otro lado del Atlántico: la problemática planteada afecta a todo papel, a toda función, de la identificación y de la coacción mimética, mucho más allá de una única problemática sexista (homosexual y feminista, como han planteado Kate Millet y particularmente Hélène Cixous, que ve en la obra de Genet “la expresión de una verdadera conciencia feminista” [citada por E. White, op. cit., p. 521]).

En Genet tiene lugar una sutil transposición: el poder de la representación falsamente teatral se revela, por medio de la escena, como coacción mimética. Sería oportuno tomar en cuenta la proposición de Genet: lo castrador es la mímesis [el término mímesis designa orginalmente los procesos de representación o de figuración del mundo social elaborados por el arte y la literatura; puede extenderse a toda representación que una sociedad se da de sí misma y a los procesos de socialización del individuo puestos en práctica por el orden social (mímesis social)]. ¿Cuál es el precio que hay que pagar por un goce “no identificado”? Es más que evidente que costará muy caro. Es muy posible que la experimentación del suicidio, intentado una vez por Genet, y el uso que hacía del Nembutal le permitiese acercarse a esta percepción, que podemos considerar cercana a ese “no-lugar de la Voz” que funda el lenguaje según Agamben Giorgio [Agamben, Le Langage et la Mort]: experiencia de lo innombrable vinculada al espacio “ab/soluto” del no lenguaje. Recordemos aquí que Genet hace de su lengua “materna” (el francés) una lengua extranjera, mejor dicho, una lengua apátrida, en y por la cual se inscribe  deliberadamente como extraño a sí mismo.
Todo poder procede de esta mímesis alimentada con la fascinación del símbolo, que se desvela, cuando es alcanzado o realizado, bajo la forma del acto irreversible que funda el orden más arcaico: la castración. El poder absoluto sólo arraiga en la sumisión absoluta. Este acto, que deja al sujeto definitivamente amputado de sí mismo por la pérdida de su potencia creadora es antimimético ya que es reflexivo: la castración deroga la mímesis. Recíprocamente: sólo nos liberaríamos de la coacción mimética dejando de gozar en ella. ¿La castración abre el paso hacia lo simbólico o bien la trampa de la captación simbólica sólo conduce a la castración, en este caso a la imposibilidad de gozar, por definición, de la función del orden? Nadie entra en la piel del prefecto de policía para hacer el amor, como señala Lacan. El goce captado a través de las máscaras miméticas (en cuyo corazón se oculta su motivo: la piel “frígida” del prefecto de policía) es en realidad sólo imitación del goce, lo que descubre el acceso a la función primaria del orden (el prefecto): ese absurdo  y burdelario deseo  de los atributos del orden y de obtenerlos a alto precio sólo empeña la pérdida de una máscara, ilusión de un placer que jamás existió, no existe y jamás existirá, “franca farsa de gusto picante”, concluye Lacan.

Genet no escribe para aportar su contribución a la literatura. Escribe contra ella. Y el escenario es, por excelencia, el lugar donde realizar semejante operación, a la que hay que calificar de deconstrucción. (...) Genet desplaza el teatro. Lo pone en entredicho (...) Niega [al espectador] toda tranquilidad, le prohíbe la catarsis” [Bernard Dort, Magazine littéraire, nº 313, p. 50].
Pero va mucho más lejos que el simple cuestionamiento formal del teatro. Porque recurrir a la escena para explorar y trastocar las funciones sociales trastoca también la función teatral en la medida en que rompe precisamente el punto de articulación, en el imaginario social, donde el teatro y las representaciones instituidas se cruzan. El cuestionamiento de El Balcón es realmente vertiginoso. Se puede hablar en verdad de estructura en abismo: el plano simbólico está más allá de toda representación, incluyendo la teatral. Pues la mímesis teatral recusa por definición todo poder sobre lo real: las acciones son, sobre el escenario, figuraciones efímeras e inconsecuentes, imágenes ficticias de la mediación que en sí jamás es visible ni identificable. El teatro es pues el único lugar donde la mímesis escapa de la coacción utilitaria, ya se trate del poder o del símbolo, y, de hecho, también escapa a la castración.

El teatro inaugurado por Genet es la antítesis de la dramaturgia trivial que exhibe como ley, verdad, realidad y placer la coacción mimética del mundo. Por eso, Genet no se vuelca en la defensa del happening. Lo impide la elaboración de un nuevo orden, indirecto, de un lenguaje dramático y poético imprescriptible y que no prescribe nada, porque no confunde lengua y símbolo. Capaz de “citar de memoria pasajes enteros de Bakunin” [según E. White, op. cit., p. 517], Genet se mantiene fiel a la visión del “gran exiliado” que declaraba al zar: “Nuestra misión es destruir y no construir; otras personas construirán” [Bakunin, Confession, en André Rezsler, L’Esthétique anarchiste, París, PUF, 1973, p. 31], para motivar su negativa a esbozar la visión de una sociedad futura.
La negativa de Bakunin a sistematizar el arte tuvo la misma razón. Contrariamente a numerosos teóricos de una estética anarquista, Bakunin no creyó en el poder revolucionario del arte “comprometido”. Genet tampoco: “jamás creyó que el arte tuviera una eficacia política directa y tuvo que renunciar a escribir (...) para comprometerse plenamente en política” [White, op. cit ., p. 513]. Pero si Bakunin “dijo no a un arte militante, dijo sí a un arte que testimonia la parte inalienable del ser humano y cuyas obras mantienen una actualidad indiscutible” [André Rezsler, op. cit., p. 36]. “La ciencia no puede salir de la esfera de las abstracciones. Es muy inferior al arte que también está relacionado sólo con tipos generales y situaciones generales, pero que las encarna, por un artificio que le es propio (...) El arte individualiza en cierto modo los tipos y las situaciones que concibe. Él es, pues, retorno de la abstracción a la vida. La ciencia es, al contrario, la inmolación perpetua de la vida, fugitiva, pasajera, pero real, sobre el altar de las abstracciones eternas” [Bakunin, Dieu et l’État, citado por A. Rezsler, op. cit ., p. 37].

Genet se coloca exactamente en esta filiación o más bien en esta “obsesión”, en el sentido musical del término, ya que es poco elegante hablar de “filiación” al referirnos al anarquismo, que se inscribe en la historia, más que como “herencia”, como obsesión sin cesar retomada, o como motivo musical en una obra. Genet persigue en su obra el desarrollo de una reflexión filosófica y sociológica/crítica que, singularmente, intenta llevar a buen término, sin disolverla en lo que sería el “goce colectivo” de la creación instantánea del happening, donde la individualidad se reencuentra cosificada como mínimo común denominador de un deseo colectivo amorfo.
Y precisamente eso hace que su obra sea notable: ninguna valoración egomaníaca del “personaje”, ninguna posibilidad de que el espectador se identifique con personajes de Genet. En cierto modo, realiza, en la obra artística individual, el objetivo del happening, pero sin que haya disolución de la individualidad en un colectivo informe y terrorífico: la “fibra salvaje” de la resistencia psíquica a toda modelización [Cornelius Castoriadis, L’Institution imaginaire de la société] está muy presente y es  irreductible en Leila y en Said [personajes de Los biombos]. No reflexionamos bastante sobre lo que esto implica: por una parte, Genet jamás se compromete con uno de sus personajes (“proyección” psicológica); por otra parte, mantiene en la objetividad de la presentación el análisis del proceso mimético.
Es sorprendente, sin embargo, que pueda hacerse tal “acrobacia”. Son muy ilustrativas sus declaraciones respecto a Los Negros y Las Criadas:
creo que la acción directa y la lucha contra el colonialismo harán más por los negros que cualquier obra de teatro. En estas obras quise dar voz a una cosa profundamente enterrada, una cosa que los negros y otros seres alienados son incapaces de expresar. Puede que haya escrito estas obras contra mí mismo, que soy los Blancos, el Patrono, el Clero... “ [O.  Aslan, Roger Blin. Qui êtes-vous?, La Manufacture, 1990, p. 201].
La problemática de la identificación en Genet se presenta, por tanto, como oxímoron (metáfora  que armoniza dos conceptos que se niegan mutuamente). Genet forma parte de esos seres (a los que otros calificarán como perversos) que no pueden identificarse (a lo que se esperaría como norma) o que sólo se identifican por medio de la negación del modelo, es decir, se constituyen en la paradoja y el conflicto. No obstante, tales procedimientos sólo son patologías respecto a la norma. Y si algo hay seguro es que tales conformaciones producen rebeldes frente al orden, esto es, aquellos revolucionarios que no aspiran a la instauración de un orden “nuevo”. Genet desarrolla pues la atracción del orden como captación mimética. En eso insiste: toda mímesis es, en definitiva, una trampa para el goce.

Por tanto, la revolución no puede aspirar a instaurar un orden que se diga diferente: no puede haber en ella “otro” orden que el del prefecto de policía, es decir, la contrarrevolución. En Las Criadas, Genet trata del mimetismo en la situación igualitaria, no de las criadas mismas sino del juego teatral que instauran. El personaje imitado/deseado (Madame) es un “plus-que-soi”, superior jerárquico fantaseado: símbolo-falo. Por eso las actrices deben renunciar al juego psicológico (y a la isonomía) para dejar ver el proceso mimético en el cual han sido atrapadas las personajes. La caída en la trampa del juego rigurosamente igualitario -corazón de la estética teatral- muestra en Las Criadas cómo el juego pseudoigualitario (teatralmente “democrático), cuando usa de la identificación, conduce no sólo a la desigualdad sino también a la opresión y al terror. Las Criadas nos remiten al engaño mediático de las democracias occidentales y a su tentación permanente: la teatralización fascistoide.
Se puede plantear que existe una diferencia de sexos entre El Balcón y Las Criadas: si en el mundo masculino del burdel el proceso mimético acaba en la castración (y por tanto en la instauración del orden), en el universo aparentemente femenino de Las Criadas culmina en el crimen. Pero este universo está regulado por lo masculino ausente: Monsieur, amante de Madame, es el pivote, la fuente de la situación y el agente del mortífero “golpe teatral”. Corriendo a reunirse con él, Madame escapa del crimen y condena, sin saberlo, a las criadas: el orden confiere el poder al hombre castrado cosificando a la mujer.

Genet alumbra una problemática de crucial gravedad: la más mínima práctica, en sociedad, del “juego” igualitario como tal, en la medida en que subsiste un referente jerárquico y se funda sobre la codicia mimética, es portadora de violencia y conduce al homicidio. En otros términos, el juego social no es y no puede ser teatral: en el mundo real, la igualdad no puede, sin destruirse y destruir, caer en la trampa mimética y jugar con las figuras jerárquicas. Desde este punto de vista, Las Criadas son la autopsia de las contrarrevoluciones generadas por las revoluciones mismas, la de las máscaras revolucionarias y su recurso, siempre fatal, a la solución jerárquica para instaurar la igualdad.
Genet repliega el teatro sobre sí mismo: descubre su proceso y función por medio de la exhibición de su perversión social y política. Antipoder (y no contrapoder), el teatro destruye las normas identificantes por el juego de su propia mímesis. Una verdadera teatralización del lenguaje, propia para revelar la potencia poiética (creativa) de éste, prohíbe la convención dramática del juego “psicológico”. Como en Beckett, el actor de Genet está de entrada forzado a la derrota, derrota de sus experiencias técnicas, ya sean el juego stanislavskiano u otras, y conducido a otro registro. Pero esto funciona de forma exactamente inversa que en las obras de Beckett, donde lo representado (escénico) impuesto bloquea la destreza ordinaria del actor. En Genet, lo que prohíbe ese recurso es la misma teatralización de la lengua, que se exhibe a sí misma como espectáculo (de manera opuesta a “la palabra directa” del happening): la lengua se designa como tercer término, no como “comunicación” o mediación directa. La lengua, en la dimensión política de la nacionalidad que induce, es para Genet una de las figuras pervertidas de la falsa teatralización del poder. Hay pues que demoler también este aspecto del orden lingüístico, lo que Genet hace como poeta enamorado de la lengua...

“El lenguaje, que prescribe a una obra su espacio, su estructura formal y su existencia misma como obra de lenguaje, puede conferir al segundo lenguaje que reside dentro de la obra una analogía de estructura con el delirio. [Pero] hay que distinguir entre lenguaje y obra: ésta es, más allá de sí misma, aquello hacia lo que se dirige, lo que ella dice, pero también es, más acá de sí misma, aquello a partir de lo que ella habla. A este lenguaje no se le pueden aplicar las categorías de lo normal y de lo psicológico, de la locura y del delirio, pues es franqueamiento de límites original, pura trasgresión” [Michel Foucault, op. cit., p. 216]. En ese aspecto, Los Biombos es una obra ejemplar. Blin debió renunciar en 1959 a montar la obra bajo la presión del ministerio del Interior. Siete años más tarde, Barrault aceptó producirla en el Odéon. Blin dirigía la puesta en escena, en justo desquite para este firmante del Manifiesto de los 121 (Declaración sobre el derecho a la insumisión en la guerra de Argelia) y quien, por eso mismo, había sido vetado durante un año en la radio, en la televisión y en los teatros del Estado, junto a otros firmantes como Cuny, Martín, Terzieff y Signoret [O. Aslan, op. cit., p. 206].

El título definitivo de la obra (que también recibió sucesivamente los títulos de Ça bouge y Les Mères) designa el dispositivo escénico, que, evidentemente, es más que esto. Los Biombos van más allá del prejuicio político. Genet no deja de negar, con Fanon, el sistema revolucionario que se enfrenta como un espejo al orden rechazado:
La humanidad espera algo más de nosotros que esa imitación caricaturesca (...) no hay que reflejar una imagen, aun ideal, de su sociedad y de su pensamiento, por los que sienten de cuando en cuando una inmensa náusea” [Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, FCE, México, 1983].

El combate contra la mímesis social continúa:  “Todo ocurre como si los revolucionarios se dijesen: vamos a probar al régimen que hemos derrocado que somos capaces de hacerlo tan bien como ellos. Y, entonces, imitan los academicismos” [Entrevista de Hubert Fichte con Jean Genet,]... No puede realizarse una verdadera revolución bajo la coacción mimética.
Si Genet envía algún mensaje, es el siguiente: la revolución sólo podrá efectuarse después de que las personas se hayan liberado de la huella mimética y abolido la idea de modelización. Leila, la absoluta fealdad hasta el punto de no tener cara, y Said, el pobre absoluto hasta el punto de no poder comprar como mujer más que a Leila, ese antimodelo, este anti-mimo absoluto de la belleza, son la pareja que queda fuera de toda identificación, para la que, en el mundo mimético, no hay salida, ni por la vertiente del orden ni por la vertiente de la revolución. Carecen de identidad. Pero de golpe, son quienes son libres. La actualidad de Genet es extraordinaria en esta hora de comunitarismos identitarios y de dictadura mimética. La intención va más allá de toda problemática cultural. Los Biombos rompen la cultura: los personajes rompen estos biombos de signos, de imágenes, de palabras, biombos culturales que enmascaran el vacío identitario de la humanidad, su ausencia de imagen. Los biombos son espejos que dejaron de reflejar imágenes. El lenguaje trabaja como los biombos, puesto/quitado, desplegado/perforado, significando/borrando: juego y combate, cuerpo a cuerpo entre mímesis sutil y mímesis del orden,  así es la obra que parece circular a través del lenguaje. “Voy a hacer otras obras. Una sobre los negros y veréis como hablarán: la gente quedará estupefacta” [O. Aslan, ibid., p. 200]. Genet anunciaba la creación de Los Negros: “Por medio del estiramiento deformaremos el lenguaje lo bastante como para envolvernos y escondernos en él” [Los Negros]. Genet, “Negro blanco”, se entregará a ello:
El negro sólo puede decir su odio al hombre blanco por medio de esta lengua que pertenece tanto al negro como al blanco, pero sobre la que el blanco ejerce su jurisdicción de gramático. [El negro] tiene sólo un recurso: aceptar esta lengua, pero corromperla tan hábilmente que los blancos caigan en la trampa (...) Es un trabajo. Un trabajo que parece ser contradicho por el del revolucionario [O. Aslan, op. cit ., p. 188].
En Los Biombos, el estiramiento del lenguaje por los oprimidos “en pie” (separados de la tropa revolucionaria) aparta a éstos de su identidad de oprimidos. “Genet conocía la lengua árabe y sus vocablos, sus giros, hasta el punto de restituirlos en francés” [Ibid., p. 207]. Nada de organicidad dramatúrgica de la lengua funcionando por causalidad lógica y semántica. La lengua procede por choques y retiradas bruscas, saltos y desplazamientos, explosiones y entonaciones rítmicas. Y muchas, muchas risas.
Blin orquestó las risas: la risa rota de Paule Annen, la risa celebre de María Casares, esa especie de cloqueo-temblor de la voz en la escena del corral donde imita los gritos de aves, de pavos, de patos. Y luego la risa de los Muertos” [ibid., p. 233].

Genet hace de la risa un término del diálogo... que prohíbe un manejo convencional del diálogo. Ni ruido corporal ni palabra, entre ambos y más allá, la risa de los personajes asigna al lenguaje un lugar incongruente, un no-espacio que le desposee de sus atributos convencionales y de todo utilitarismo. Este espacio es, por tanto, libre,  más allá de toda servidumbre al significado: “Quiero llevar la lengua francesa a su cumbre de calor y de intensidad” [Ibid., p. 189]. Las risas de los personajes son Gestus que quebrantan la percepción pasiva.
La risa tiene por función ser compartida: el que no se ríe con los reidores siente malestar. Queda, por tanto, fuera de toda identificación quien es colocado en la posición de espectador de la risa (en Los Biombos, nada provoca menos la risa del público que las risas de los personajes). El espectador es convertido en un extraño ante lo que contempla, fuera de toda mímesis: jamás nos reímos de la risa, sino de lo que la suscita, salvo si se trata de una risa loca. El juego de las risas, al que Blin no fue ajeno, es fundamental si se quiere que el espectador se dé cuenta del proceder de la identificación mimética. La risa de la Madre, o la de Warda, pueden expulsar al espectador y sumergirle en un malestar profundo, para después, guiando la repetición de lo grotesco, llevarle a sonreír de nuevo, a entrar en el juego, pero habiendo adquirido conciencia de ello. Las risas de los personajes de Los Biombos son ellas mismas biombos, ni visuales ni verbales pero tremendamente eficaces: también hay que ser capaz de reventarlas. Nunca se había alcanzado tan alta intensidad épica: el espacio que genera el lenguaje y en el que se desarrolla es “tierra de nadie”, zona prohibida, quizá en la mayor cercanía posible al “no-lugar de la Voz”. Este espacio, el “más “antiteatral” posible si se mide según la norma, se manifiesta como el más fiel a lo exigido por lo que se podría denominar “la esencia” del teatro.
“Toda representación teatral (...) es un espectáculo mágico. El espectáculo mágico del que hablo (...) reside en una voz que se quiebra sobre una palabra cuando debería hacerlo sobre otra, pero hay que encontrar la palabra y la voz; reside en un gesto que está fuera de su lugar en ese instante, etc.” [ibid., p. 230].
La exigencia de Blin y de Genet a los actores permite comprender esto mejor:  “No se debería oír nada (...): cuando andáis sobre el escenario, tenéis aspecto de ir a alguna parte, como en la vida. Sin embargo, sobre el escenario no vais a ninguna parte” [ibid., p. 235]. Lo que permite circunscribir sensorialmente este “no espacio” es la dictadura de lo representado. Pero ésta es desplazada: los biombos y los numerosos gags ponen en juego diferentes niveles del lenguaje, de la denominación. “Cerca del biombo, debe haber siempre al menos un objeto real, ya sea carretilla, cubo, rueda o bicicleta, destinado a confrontar su propia realidad con los objetos dibujados” [O. Aslan, ibid., p. 223].

Confrontación de los objetos reales con las representaciones de objetos, objetos-socios compañeros del diálogo y de la situación, desplazan el orden del discurso: maleta vacía de la madre, pantalones de Said a los que habla Leila, diente hueco de Warda (del que Genet dijo “un extraordinario vacío tiene más presencia que lo lleno más denso”). Algo se ha perdido del lenguaje, al que viene a suplir una captación escenográfica que lleva a que la lengua dance alrededor del vacío.
El texto se rebela si se le quiere etiquetar; siempre hay varias definiciones posibles, lo que excita la invención. Nunca he tenido que representar un texto tan vivo. Hace falta que cada palabra viva, que cada objeto tenga su propio peso. Es una materia que se mueve sin cesar y que también os arrastra. Hace falta aliento, vitalidad, alegría, hasta en los pasajes trágicos” [ibid., p. 233]. Este “representado” no es beckettiano: arrastra la organicidad desplazada de la fatalidad del lenguaje, es decir, el cliché cultural. Sobre los biombos están los signos-lenguaje-a-reventar-para morir y, a su lado, los objetos-vacíos que les son socios, cuya materia encierra la organicidad poiética, creativa,  de su relación-ballet con la lengua: el lenguaje ya no es identitario. Perdió su última utilidad. La identidad disuelta circula entre los seres, los objetos y sus representaciones. Es devenir y circulación, rastro y juego. La función le atrapa. Esa es la violencia insoportable de la realidad de la prisión identitaria: el biombo roto de las imitaciones.
La catarsis en Genet es Mímesis, imitación, convertida en Némesis (en la mitología griega, diosa de la justicia distributiva, que castigaba la desmesura, el excesivo privilegio o fortuna, la falta de respeto a las personas mayores).
“Se dice que las obras teatrales tendrían un sentido: ésta no lo tiene. Es una fiesta (...), no celebra nada (...) Es una mascarada (...), una fiesta que se les da a los Muertos (...) Debe hacerse todo lo posible para destruir lo que nos separa de los muertos, para que tengamos el sentimiento de haber trabajado para ellos y de haberlo conseguido” [Lettres à Roger Blin, Gallimard, París 1966, p. 15].
Los Muertos de Genet no son los “muertos” de los cementerios. No se entiende qué son los Muertos si nos detenemos ante el Biombo del ceremonial fúnebre. Los Muertos de Genet son los vivos idénticos a nosotros en nuestro deseo de vivir absolutamente lo que somos y que, simplemente, ellos no son.
Paradigma de la bandera negra, los Muertos de Los Biombos nos devuelven a la necesidad de colocar la conciencia de la muerte en el centro de la organización social. Muerte sin florituras, sin especulación. Ese es el deseo que expresaba:
“Ustedes, yo, los actores, todos debemos trabajar hasta el agotamiento con el fin de que una sola tarde lleguemos al borde del acto definitivo. Y debemos equivocarnos a menudo y hacer que nuestros errores sirvan
” [Ibid., p. 62].


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