Trasversales
Fernando Gil

De Ifni al Aiún, pasando por Perejil

Revista Trasversales número 21, invierno 2010-2011

Textos del autor en Trasversales



Es difícil saber cuándo y cómo conoceremos la verdad de lo ocurrido en el desalojo del campamento de Agdayim en El Aiún, el 8 de noviembre, en vísperas de comenzar las conversaciones entre Rabat y el Frente Polisario en la ONU. Hasta ahora sólo disponemos de la fragmentaria y escasa información proporcionada por parte saharaui, debido a la decisión del Gobierno marroquí de aislar la zona, expulsar a periodistas y cooperantes, imponer la ley marcial y la censura, emplear la propaganda, difundir bulos y considerar un ataque a su soberanía cualquier discrepancia con su versión de los hechos. En el XXXVº aniversario de la Marcha Verde, el Gobierno de Marruecos ha adoptado en El Aiún las despóticas maneras de una potencia colonial, tratando a los saharauis como habitantes de un país militarmente ocupado.
Las explicaciones del portavoz de Rabat, Khaled Naciri, asegurando que las fuerzas de la gendarmería habían rescatado familias acampadas, secuestradas por maleantes al servicio del Polisario, y las del ministro del Interior, Cherkaoui, achacando el origen de los disturbios a las actividades de Al Qaeda, hacen sospechar que las autoridades marroquíes pretenden encubrir con fantásticos argumentos la injustificada violencia ejercida por la gendarmería sobre 20.000 personas, que, en Agdayim, no solicitaban la independencia del Sahara sino vivienda, empleo y asistencia social, reclamaciones a las que la represión ha dado una dimensión política.

La respuesta internacional ha sido moderadamente crítica. El Gobierno francés, con antiguos intereses en la zona, ha lamentado los hechos pero no los ha condenado. Tampoco el Gobierno español, cuya condescendiente actitud ha sido frustrante para quienes esperaban algo más de contundencia. Primero, por el desfile de altos cargos políticos que se han ocupado del asunto -Jiménez, el depuesto Moratinos, Rubalcaba y Zapatero- y después, porque, detrás de los retóricos llamamientos a la calma y a mantener el diálogo, se ha evitado condenar -se ha lamentado- la violencia empleada contra población civil por el Gobierno de Marruecos, considerado legítimo administrador del territorio, y, finalmente, porque se ha pasado el testigo a la ONU, como si el asunto no incumbiera al Estado español. El Gobierno español, que de este modo acepta los acuerdos de 1975 entre el agonizante régimen franquista y el reino de Marruecos, ha hecho gala de un aparente pragmatismo, mezcla de debilidad, talante y veleidades de su presidente en el Magreb, que, al hacer lo contrario de Aznar, ha oscilado desde Argelia hacia Marruecos y colocado los intereses estratégicos en la zona antes que la defensa de los derechos humanos. Los intereses de España es lo que el Gobierno tiene que poner por delante, dijo Zapatero, desde Seúl, donde asistía a la reunión del G-20. Y en efecto, los intereses de España, de algunos españoles más que de otros, son muchos, empezando por los económicos y siguiendo por los políticos como la inmigración, los enclaves de Ceuta y Melilla, el terrorismo, la seguridad y el equilibrio en el Magreb, pero ello no debería impedir que el Gobierno español defendiera otros asuntos de su interés -¿o no lo son?- como los derechos humanos de los saharauis, pisoteados por Rabat, y el derecho a la información de la propia población marroquí. Funciones que no asumirán las empresas españolas que operan en la zona -están allí por otros motivos-, ni deben confiarse solo a la buena conciencia de las organizaciones de cooperación no gubernamentales.

En cambio, la bandera de los derechos humanos es la que han enarbolado en el PP ante un nuevo y providencial problema con Marruecos, que, tras el de Aminetu Haidar, ocurrido hace un año, proporciona nueva munición contra Zapatero. Marruecos como tema recurrente -una especie de pérfida Albión en el Magreb-, vuelve a servir ahora para cargar contra el Gobierno, como en su día se utilizó la nunca probada presencia de agentes marroquíes en la teoría de la conspiración sobre el atentado del 11 de marzo de 2004 y, luego, para mostrar firmeza con la conquista de Perejil, la gran gesta guerrera con la que Aznar pretendía ponerse a la altura de Bush. Empero, los señores Arístegui y González Pons harían bien en callarse, porque el asunto concierne mucho a su partido, pues, mientras el PP conserve lazos ideológicos y sentimentales con la dictadura, sigue vinculado a efectos políticos como éste, ya que el conflictivo asunto del Sahara Occidental es uno de los problemas mal planteados y mal resueltos por el régimen de Franco. Y de eso Fraga y otros ministros de la dictadura que fundaron Alianza Popular podrían ponerles al día, sin contar lo que les pudo aportar Antonio Carro, senador por el PP en varias legislaturas, que, siendo ministro de la Presidencia en 1975, jugó un papel destacado en el llamado Acuerdo de Madrid, por el que España, como potencia administradora, cedió a Marruecos y Mauritania sus responsabilidades en la zona, como si el territorio le perteneciera.

La oscilante posición de España

Formando parte de los procesos de descolonización de África, Marruecos, tras un breve conflicto armado, obtuvo la independencia en 1956 y pronto reclamó como propio el territorio del Sahara Occidental, alegando una descolonización incompleta. Y de ahí no se ha movido. Apoyado por EEUU y por Francia, y enfrentado a Argelia y Mauritania, ha hecho caso omiso de las resoluciones de la ONU, rechazando, incluso, el llamado Plan Baker de celebrar un referéndum con un censo favorable a su población.
Frente a la firme posición de Marruecos, mantenida a lo largo de los años, la posición de España ha sido oscilante, tratando de retrasar lo inevitable, por un lado, y, por otro, de jugar con los intereses divergentes de Marruecos, Argelia y Mauritania, con la intención de mantener su influencia en la zona creando un Estado saharaui bajo patrocinio del régimen franquista.
Desde que España fue admitida en la ONU, como moderna potencia ocupante del territorio desde 1885 (pero presente desde 1476) estaba sometida a las resoluciones sobre la descolonización de África, aunque la intención de Franco fue ir posponiendo el momento de llevarla a cabo. Una de las causas de esta dilación era la ambigua consideración jurídica de los territorios de Ifni (capital Sidi Ifni), Río de Oro (capital Villa Cisneros, hoy Dajla) y Saguía al Hamra (capital El Aiún), que oscilaba entre la definición de provincias africanas y la de territorios bajo soberanía española, para negar, en vano, que realmente eran colonias.

Como explicó, en 1958, en la ONU, Manuel Aznar, abuelo del conquistador de Perejil: España no tiene colonias, sino provincias. La moral y el derecho guían los designios de su gobierno en esta materia. Y como tales provincias tenían procuradores en las Cortes, pero si esa definición de poco valía como treta dialéctica, complicaba sobremanera la descolonización, porque cualquier intento de desmembrar el territorio atentaría contra la unidad de la patria -Una, Grande y Libre- prevista en las Leyes Fundamentales. Lo cual no fue obstáculo para que, en 1969, Ifni, escenario de una breve guerra con Marruecos en 1957, fuera cedido a la soberanía del reino alauita.
En noviembre de 1973, olvidada ya la consideración de provincia y pensando en una futura concesión de autonomía, Franco dirigió a la Yemaa, Asamblea General del Sahara, un documento en el que el Estado español reconocía la decisión el pueblo saharaui sobre su destino y los derechos de la nacionalidad española a sus habitantes, así como la propiedad de los recursos naturales y los beneficios de su explotación, preparaba los mecanismos para la participación de los saharauis en la gestión de sus asuntos y garantizaba la integridad territorial del Sahara, sin menoscabar el derecho a la autodeterminación en el futuro por medio de un referéndum. En 1973 apareció un tercer actor en la zona: el Frente Polisario, calificado como un grupo de rebeldes por el Gobierno español, que daba su apoyo al Partido de la Unión Nacional Saharaui, una oficialista versión africana del Movimiento Nacional.
En otoño de 1975, Hassan II impulsó la llamada Marcha Verde sobre el Sahara. Eligió bien el momento, con Franco muy enfermo y el príncipe Juan Carlos asumiendo interinamente la jefatura del Estado, la agonizante dictadura estaba desprestigiada internacionalmente por los fusilamientos de miembros de ETA y del FRAP, en el mes de septiembre. Hassán contaba además con el apoyo de Washington, que tenía poderosas razones para apoyar a Rabat.

Hasta entonces, entre otros peones en el Mediterráneo, EEUU había contado con una dictadura aliada a cada lado del estrecho de Gibraltar, pero las dudas sobre el futuro de España tras la muerte de Franco aconsejaban asegurar al menos la permanencia de una de ellas, y la más fiable era la de Marruecos, a la que, además, convenía estabilizar, pues Hassán II había sufrido dos atentados, en 1971 y 1972. La opción evitaba otras, como eran la posibilidad de erigir en el Sahara occidental un Estado socialista o nacionalista, de corte tercermundista, que aumentase la influencia de Argelia en la región, le permitiese una eventual salida al océano Atlántico y aumentase la influencia del antiimperialismo en el Magreb, en detrimento de los regímenes con orientación occidental.
La Marcha Verde (blanca, en principio) se había preparado en secreto con el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, y el intento del Gobierno español, con la visita del ministro José Solís a Marruecos, de suspenderla o de posponerla no tuvo resultado. Empezó el día 6 de noviembre de 1975, como una caminata de afirmación nacional y religiosa (el rey es también príncipe de los creyentes), en la que participaron unas 300.000 personas que invadieron pacíficamente territorio bajo administración española, pues los participantes, según Hassán II, no portaban más armas que el Corán.

Entre el 12 y el 14 de noviembre se elaboraron los Acuerdos de Madrid, entre representantes de España, Marruecos y Mauritania, y el día 18 las Cortes aprobaron con urgencia la descolonización del Sahara, que quedó repartido entre Marruecos y Mauritania. España se retiró incumpliendo las resoluciones de la ONU y desoyendo la promesa de Franco a la Yemaa. Los Acuerdos se publicaron en el BOE, el 20 de noviembre de 1975; el día que murió Franco. Como si fuera un cuento de la Alhambra, un belicoso católico africanista, que hizo su rápida carrera militar en Marruecos, llegando a ser el general más joven del ejército español, fue finalmente derrotado en el frente diplomático por la astucia de un rey moro. Empero, los Acuerdos no resolvieron el problema de fondo, aunque libraron a los gestores de reformar la dictadura -la transición- de un conflicto armado con Marruecos. Lo que J. Bardavío describió metafóricamente como un puñado de arena de El Aiún arrojado a los ojos de Rabat, no cegó al Gobierno marroquí, ni al argelino, ni al Polisario ni a la ONU, pues el primero no se dio por satisfecho (a la vista está) y para los demás, los Acuerdos de Madrid se fundaron en un supuesto que era falso, pues España no podía ceder la administración de un territorio que no le pertenecía. El Sahara es un territorio no autónomo bajo supervisión del Comité de Descolonización de la ONU. Según ésta el Acuerdo de Madrid no transfirió la soberanía sobre el Territorio ni confirió a ninguno de los signatarios la condición de Potencia administradora, condición que España, por sí sola, no podía haber transferido unilateralmente. La transferencia de la autoridad administrativa sobre el Territorio a Marruecos y Mauritania en 1975 no afectó la condición internacional del Sahara Occidental como Territorio no autónomo.

Por otra parte, el artículo 3º de los Acuerdos de Madrid indicaba que sería respetada la opinión del pueblo saharaui, que no fue consultado, y el artículo 2º, que la administración temporal sería confiada a Marruecos y a Mauritania, con la colaboración de la Yemaa, requisito, que, según el Polisario, era difícil de cumplir porque la mitad de este organismo se había pasado a sus filas.
Los Acuerdos convirtieron de hecho a Marruecos en nueva potencia ocupante, pero ni la ONU ni ningún país del mundo han reconocido su soberanía. Es sólo administradora de hecho de la mayor parte del territorio; mientras la otra parte es administrada por la República Árabe Saharaui Democrática, fundada en 1976, no reconocida por la ONU ni la Liga Árabe, pero sí por los gobiernos de 80 países africanos y suramericanos.
Los Acuerdos de Madrid tampoco evitaron la guerra. España se libró de ella y del Sahara al mismo tiempo abandonando la colonia en febrero de 1976. Dos días después, el Polisario proclamó la República Árabe Saharaui Democrática y emprendió una guerra de liberación contra los nuevos ocupantes. En 1979, Mauritania, derrotada, firmó la paz, pero Marruecos, con apoyo de EEUU, empleó métodos muy crueles y armas prohibidas, como el napalm y el fósforo blanco, y la guerra se prolongó hasta 1991, en que un alto el fuego bajo el auspicio de la ONU dibujó la perspectiva de un referéndum en 1992, que nunca llegó a celebrarse. El Frente Polisario acusó a Marruecos de ir demorando el refrendo hasta lograr que el censo le fuese favorable, debido a la progresiva colonización del territorio por población marroquí, mientras Rabat acusaba al Polisario de hacer lo propio con emigrantes de Argelia. El Plan Baker y su reedición en 2004, que proponía para el Sahara una etapa de 4 o 5 años de régimen autonómico dentro de Marruecos, pasada la cual se celebraría un referéndum en el que la población saharaui decidiría su definitiva integración como provincia marroquí o la plena independencia, tampoco satisfizo a Rabat.

¿Vecinos?

Se ha convertido en tópico decir que España y Marruecos son países vecinos y que, como tales, están condenados a entenderse. Pero dos no se entienden si uno no quiere, y Marruecos es un mal vecino. Y a lo más que se puede aspirar con un mal vecino es a soportarse sin llegar a las manos, pues el buen entendimiento depende de la voluntad de las partes pero también de las bases objetivas sobre las que reposa, que no son únicamente los intereses estratégicos y comerciales, sino las afinidades sobre principios políticos y valores morales. Y en este aspecto la despótica monarquía alauita despierta más recelos que otra cosa, a pesar de ser aliado de un aliado (EEUU), que, no lo olvidemos, juega con las relaciones de ambos a conveniencia.
Al revés que los gobiernos marroquíes, los gobiernos españoles han tenido sobre este tema una postura ambigua y poco decidida, que no ha sabido aprovechar los momentos de debilidad de la monarquía alauita para afirmar sus posiciones y hacer valer las de la ONU. La explicación reside, por parte del PP, en que siendo el partido heredero de los que abandonaron el Sahara mantiene todavía un africanismo latente, que procede del mismo legado, y, por parte del PSOE, en la debilidad programática, que, desde un retórico tercermundismo, ha evolucionado hacia posiciones más pragmáticas que le han llevado a apoyar en secreto las tesis de Marruecos, como han revelado los papeles de Wikileaks. Para reorientar la política exterior en el Magreb no hace falta recurrir a la solución de Perejil, sino presionar a la UE para que exija a Rabat, en particular si aspira a mejorar sus relaciones comerciales con la UE, como ahora ocurre con el acuerdo preferente sobre exportación de frutas y verduras. Pero el problema no está sólo en el comercio, que puede ser la válvula necesaria para ajustar la presión diplomática, sino en sostener los principios de la propia soberanía y defender los derechos humanos y las libertades civiles, que es lo que distingue a los regímenes democráticos de los que no lo son, aunque estén igualados por el comercio. ¿O es que a cambio de unas toneladas de tomates y de pescado hay que cerrar los ojos ante las brutalidades?
Otro de los intereses de la UE y de España en el norte de África es el control de la emigración ilegal y el terrorismo. De Marruecos, la UE espera que cumpla el papel de gendarme en el Magreb, por lo cual a Mohamed VI se le tolera que incumpla sus promesas de democratizar su régimen siempre que siga siendo un tapón ante el avance del fundamentalismo islámico, pero tal pretensión a la larga puede armar una bomba de relojería, porque un gobierno corrupto y despótico puede ser el mejor acicate para los seguidores de la yihad. Desde esta perspectiva, la solución de hacer del Sahara occidental una región autónoma dentro de un Marruecos tan poco envidiable parece difícil de aceptar por los saharauis, a los que el Gobierno alauita no ha conseguido integrar ni convencer, sino al contrario, pero la solución de fundar un Estado saharaui independiente, con 250.000 habitantes repartidos por un territorio que es la mitad de la península Ibérica y, por tanto, muy difícil de controlar, parece una invitación a que los yihadistas de Al Qaeda extiendan sus incursiones hasta el Atlántico, o tener que cobijar al nuevo Estado bajo algún protectorado.
Pero mientras se dirime cual es la mejor solución, que, naturalmente debe contar con la opinión de los saharauis, el Gobierno español debe abandonar una postura que hace pensar que se siente intimidado por la intransigencia de Rabat y que teme hacer cualquier gesto que pueda molestar a Marruecos, cuyo Gobierno no puede seguir creyendo que salimos apresuradamente del Sahara hace 35 años y que aún no hemos dejado de correr. 

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