Trasversales
Ignacio Castro Rey

Peces y redes

Revista Trasversales número 21,  invierno 20010-2011

Ignacio Castro Rey
es filósofo, crítico de arte y ensayista

Textos del autor
en Trasversales


Les juro que no es por llevar la contraria, pero no estoy de acuerdo con algunas interpretaciones “intelectuales” que se han hecho de La red social. Sin el morbo del origen y la naturaleza de Facebook, el gancho de su triunfo social, el dinero y el sexo que están en juego, la cinta de Fincher sería solamente una buena película comercial, una más de las cien que se hacen al año en nuestra aldea local. Francamente, sin negarlo del todo, veo poco de “ese artefacto narrativo y fílmico de difícil catalogación” que encandila a algunos críticos especializados. El cinéfilo suele salir poco de su sillón sectario. En general, es nuestra vida estúpidamente doméstica la que explica la fascinación un poco babosa por cualquier historia que fluya en las pantallas.

A pesar de ser un buen producto, como no podía ser menos viniendo del autor de Seven o Zodiac, la última entrega de David Fincher confirma lo peor que nos podíamos temer de lo que sea Facebook en el fondo, en su tendencia espontánea y mayoritaria. En la cabeza de un joven perfectamente “gilipollas” salvo en un punto, la informática, Facebook nace primero de un ensayo on line de venganza personal. Mark Zuckerberg, tan genial en las nuevas tecnologías como subderrollado en su existencia, jamás superará que su inteligente novia le abandone de manera destemplada. La escena final todavía muestra a Mark esperando que ella responda a la solicitud de amistad: a pesar del rencor, ¡su exnovia también está finalmente en Facebook! Así, en una especie de bucle freudiano, un lado de la trama argumental de Fincher, mal que le pese, nos recuerda otra vez que la historia pública nace de los vicios privados, se genera al sublimar y dar rienda suelta a lo reprimido en la vida elemental. Como Google o Microsoft, Facebook habría nacido de una mente atormentada por su incapacidad para lo común, para resolver los obstáculos con los que se encuentra una vida corriente.

Es posible que no esté en la intención del director, pero en este punto La red social muestra que las invenciones tecnológicas brotan hermanadas a una patética ausencia de tecnología vital. Sin las taras personales de Zuckerberg y sus amigos (incultura, competencia brutal, afán policial de definición, miedos inconfesables, frustración sexual, localismo universitario) Facebook no sería nada. A tales peces, tales redes.
El plano antropológico y político, no menos interesante que el psicológico, muestra a las claras este subdesarrollo anímico que es condición inicial de los juguetes que hoy nos encandilan como a niños grandes. Igual que Internet, Facebook y otras redes nacen para enredar, para facilitar las relaciones humanas en un medio juvenil estúpidamente puritano, obsesionado con el triunfo, el deporte y la popularidad, con pertenecer o no a un club exclusivo, con no ser pobre ni “quedarse atrás”… Todas las taras que vemos ahora en la juventud europea, por cierto, pero adelantadas en esta mutación antropológica que representa “América” incluso en un medio tan elitista como el campus universitario de Harvard.
Profundamente reprimido y, por lo mismo, obsesionado con la relación, la cita y el sexo, ese medio lleno de miedos, al fracaso, a las sombras, al extraño, un entorno de rivalidad interminable y agresiva competencia (recordemos Bowling for Columbine o Elephant) es el ideal para el nacimiento de la red… como también lo es para esos crímenes masivos antes confesados en Internet.

Mostrar a las “macizas” de clase y numerarlas, comparándolas con animales. Sin ánimo de ofender, las reglas de Facebook sólo son limitaciones al tráfico dentro de esta pornografía de base, intocable. Todas las exageraciones que se han dicho contra los admirados EEUU se quedan cortas frente a lo que aún hoy se ve en la red social mayoritaria y a lo que, sabiéndolo o no, Fincher muestra en sus comienzos. Palabras como perfil, estado, situación sentimental, intereses… traducen, desde el comienzo de la red, la patética impotencia del usuario medio, siempre en busca de agregar una cita que le salve. Solamente una sociedad desactivada profundamente en sus tecnologías existenciales podía engancharse tan religiosamente en las prótesis electrónicas. Humor cruel, hostilidad de todos contra todos. Frustración personal, competencia, soledad y obsesión por ser invitado a la fiesta, al club exclusivo, al polvo. La obsesión por las groupies y su mamada, los clubs selectos y los Final clubs, es parte de tal estereotipo de virilidad, tan poco nuevo como varonil. En todo caso, Hobbes siempre, detrás del Estado-nación y después, del Estado-mercado. Todo ello unido, dicho sea de paso, a un nivel cultural y de desarrollo personal equiparable a nuestro Segundo Curso de la ESO. La verdad, uno es muy triste y muy resentido, pero tiene una idea un poco más esperanzada de la dignidad existencial que pueda alcanzar lo real angloamericano.

Sin todo este caldo idiota la película de un hombre inteligente como Fincher no existiría. ¿Por qué no decirlo? Es posible que después se pueda utilizar Facebook, algunos estamos en ello, para ampliar nuestra relación con los extraños, para encontrar frentes de polémica y hasta, esto es lo mejor, cultivar nuevos enemigos. Pero en principio Facebook nace para elevar a la enésima potencia la tontería juvenil, esta obsesión por la visibilidad y el tamaño que se ha adueñado del cuerpo adulto. Sin un integrismo social, una cultura espectacular que ha descendido al narcisismo más privado para enredar a la mente en su perfil más íntimo, ni Facebook ni esta película tendrían público.
Es cierto que ahora la gran diferencia es que, en esta nueva reflexión sobre el poder de la inteligencia, el outsider que la porta no sólo crece a la vista en el corazón del stablishment, sea Harvard o Silicon Valley, sino que acaba encaramándose a la cúspide de la pirámide social. Hay que decir, y no es una virtud menor, que el ritmo argumental y los personajes están muy bien definidos, particularmente Eduardo Saverin, Zuckerberg y su novia inicial. También el inmoral Sean Parker, fundador de Napster. También los atléticos y elegantes gemelos Winklevoss. ¿Es casualidad la proliferación de apellidos que no son Wasp? El guión, el debate moral y el humor alcanzan a veces niveles de rápida complejidad. Aunque seguimos creyendo que la película miente, e idealiza el terreno, en un punto clave. Probablemente, ni los personajes reales fueron tan interesantes ni utilizaron, menos aún en la rapidez de los ordenadores, un inglés tan bueno.

“¿Se puede triunfar sin dejar cadáveres por el camino?”, pregunta con sarcasmo Fincher. La brutalidad de la juventud que marca las pautas de Occidente es el caldo de cultivo para el nacimiento de algo tan intachable como una red social. Aún hoy, las reglas explícitas e implícitas del juego no pueden ocultar el tufillo de fascismo juvenil que desprende toda la red: la amenaza de denunciar; la falta de respuesta ante lo que no sean bobadas; el narcisismo subdesarrollado de “mira mis nuevas fotos”; los mensajes rápidos escritos con faltas de ortografía… ¿A dónde va toda esa velocidad? Solamente a mantener la velocidad, esto es, a salvarnos de algunas preguntas temibles. No hay Fincher que nos convenza de que chatear, como hábito, no tiene relación íntima con la debilidad mental.
Después, claro, queda otra duda muy divertida, casi terapéutica. ¿Estar todo el día a vueltas con el sexo es el mejor camino para follar alguna vez, si es de eso de lo que se trata? Incluso por cuestiones de imagen y marketing, ¿no nos convendría aprender a retirarnos y a callar de vez en cuando? ¿Suena muy raro desarrollar una cierta ascética para escuchar voces en el silencio, para ver senderos en el desierto? Antes y después del dinero y el éxito, antes y después Facebook, el silencio compone la suma total de nuestras posibilidades. Todo el que no desarrolle una tecnología para esa desconexión está condenado a convertirse en un zombi de la red. ¿Es esto todo, lo máximo a lo que podemos aspirar?
Madrid, 4 de diciembre de 2010
 


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