Trasversales
Fernando Gil

Gadafi como síntoma

Textos del autor  en Trasversales

Revista Trasversales número 22 primavera 2011


Los rápidos acontecimientos políticos ocurridos desde el mes de diciembre, en el norte de África y el cercano Oriente, componen la segunda gran oleada de cambios ocurrida después de la caída del muro de Berlín, en 1989, que hizo saltar el orden mundial concebido en Postdam y Yalta.
La primera oleada tuvo como efecto la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y el bloque de países del Este europeo, pero supuso, también, el desmembramiento del antiguo imperio zarista, con la aparición de una serie de nuevas repúblicas en el Cáucaso y Asia central, y en Europa, en el Báltico, en la zona de influencia eslava y en los Balcanes, donde se deshizo el equilibrio político establecido tras la II Guerra Mundial, en una región que conservaba soterradas tensiones religiosas y culturales desde el declive de los imperios austro-húngaro y otomano.

La movilización social del norte de África, que tiene precedentes en las llamadas “revueltas de la sémola” de los años noventa, aparece en Túnez, se extiende como un reguero de pólvora a los países vecinos y llega en poco tiempo a la península Arábiga. Ha afectado, hasta ahora, aunque con diferente intensidad, a una docena de países, ha derribado varios gobiernos, amenaza a otros regímenes y a la estabilidad de la zona, pero sus efectos aún llegan más lejos, pues la movilización de millones de personas que consiguen deponer gobiernos despóticos u obligarles a efectuar determinadas reformas llena de zozobra a dictadores de otras latitudes. En la alejada China, el Gobierno ha impuesto una severa censura sobre estos acontecimientos y ha acentuado la represión sobre los disidentes.
Esta segunda oleada indica que el impulso transformador, que, tras la II Guerra mundial, condujo a la descolonización se agotó hace décadas y  a la vez expresa la reacción popular ante la degeneración de frentes de liberación y de regímenes antaño revolucionarios, que han acabado siendo dictaduras personales o familiares, del ejército o del partido único, o ante monarquías casi feudales, que a día de hoy se revelan incapaces de atender las necesidades más inmediatas de la mayor parte de su población, sus clases dirigentes están corrompidas y se mantienen en el poder por la fuerza de la represión, algunas de ellas bajo prolongados estados de excepción.

La primera oleada fue un efecto del hundimiento de la URSS, del fracaso de un sistema económico que era incapaz de satisfacer las necesidades materiales de la población y de un sistema político carente de derechos civiles y de cauces para satisfacer las aspiraciones democráticas de sus ciudadanos, con lo cual parecía, y así lo propagaron los profetas del mercado desregulado, que el capitalismo, libre ya de adversarios y de la molesta tutela del Estado, se impondría en todo el globo generando una riqueza y una prosperidad nunca conocidas.
Sin embargo, el capitalismo no ha dejado de sufrir crisis desde entonces, y la segunda gran oleada de cambios no parece ajena a los efectos que la crisis económica más grave ocurrida desde 1929 ha ejercido sobre los empobrecidos habitantes de los países musulmanes. Tampoco ha durado mucho la etapa de indiscutible hegemonía norteamericana, que auguraba el nuevo orden mundial definido por Bush padre antes de la primera guerra del Golfo, porque el desarrollo económico de países como China, India, Rusia, Brasil y Suráfrica, amenaza el liderazgo norteamericano, y junto a la larga recesión de Japón y la desorientación de la Unión Europea, está alterando a escala mundial la actual correlación de fuerzas políticas, como se puede observar con la demanda de los países emergentes de aumentar su capacidad de decisión en la ONU.

En realidad, los acontecimientos de los países musulmanes muestran que se sigue desdibujando la representación del mundo según el mapa de la guerra fría, donde todo lo que ocurría podía ser explicado por la tensión existente entre dos sistemas mutuamente excluyentes, y que estamos en una fase de reconfiguración del mundo, que ha aumentado en complejidad y dinamismo. A pesar de la cantidad de información de que disponemos, el mundo se ha hecho más difícil de entender, porque su rápida transformación ha dejado inservibles muchos esquemas de percibir y explicar los cambios.
La situación es muy compleja, para las derechas y para las izquierdas, y difícil de entender tanto para los ciudadanos como para los gobiernos. No vayamos a creer que quienes disponen de más y mejor información -los gobiernos, la UE, la OTAN, la ONU- tienen las cosas completamente claras y las metas definidas. Por parte de los gobiernos se advierte perplejidad, dudas, división ante lo que hay que hacer o no hacer. En la OTAN y en Europa está muy clara la división, incluso dentro de la Unión Europea, con la defección de Alemania y las dudas y debilidades de Italia ante la actitud decidida de Cameron y Sarkozy. Ni siquiera en EE.UU. la decisión de intervenir es tan firme como en otros casos, algunos lejanos (Vietnam), otros cercanos (Iraq). Estamos lejos de la belicosa firmeza de que hacía gala el trío de las Azores decidiendo la invasión de Iraq por su cuenta y riesgo. Ante lo cual, cabe preguntarse si está desconcertado el Imperio, o si Barack Obama actúa del mismo modo que George W. Bush. ¿Hay diferencias entre uno y otro que merezcan ser tenidas en cuenta o el gobierno americano siempre actúa de la misma e imperial manera?

El cisma de la izquierda

Un amigo utiliza la palabra cisma para calificar la división de la izquierda, en España, ante la evolución de los acontecimientos en Libia. En realidad, no hay cisma sin dogma, ni escisión de lo que no está unido, pero sirve la palabra para designar la división de la izquierda ante la decisión, avalada por la ONU y la Liga Árabe, de varios países occidentales y la OTAN de crear una zona de exclusión aérea para proteger a la población civil y paliar los daños causados a las desorganizadas fuerzas rebeldes por las tropas fieles al rais.
Según mi modesto entender, parte de la izquierda sigue presa del esquema bipolar y de viejas fotografías de la descolonización del norte de África, cuando existían gobiernos nacionalistas revolucionarios, progresistas y más o menos laicos -eran los tiempos del socialismo árabe y el panarabismo-, que realizaban reformas progresistas, nacionalizaban la riqueza o repartían la tierra, pero eso ya es el pasado. Lo que existe ahora en esos mismos lugares son regímenes degenerados, ineficaces, corruptos y despóticos. Y Gadafi es uno de estos viejos héroes de la descolonización y de la guerra fría, que ha degenerado en un sátrapa visionario, que después de haber apoyado el peor terrorismo con actos salvajes, ha sido rehabilitado por Occidente y estimado como particular socio por Berlusconi o como amigo extravagante por Aznar.

Hasta la decisión de Gadafi de mantenerse en el poder a cualquier precio, la evolución de los acontecimientos no había planteado a la izquierda grandes problemas de interpretación. Las movilizaciones populares, que se producían sucesivamente, en un país detrás de otro, encajaban con el esquema de los levantamientos de los pueblos contra gobiernos tiránicos apoyados por países occidentales, que en varios casos eran antiguas potencias coloniales. Pero la decisión de Gadafi de resistir la presión popular desatando una guerra civil y, sobre todo, la de algunos gobiernos europeos y el norteamericano, y luego de la OTAN, de proteger a la población civil mediante una intervención armada, han introducido elementos que echan por tierra la validez de ese dictamen. Lo que ha descolocado a parte de la izquierda, que, actuando como un resorte, ha metido con calzador el esquema de la agresión imperial contra un pueblo del tercer mundo. Que Chávez, Ortega y Castro hayan criticado la intervención, ha convencido a muchos de su acierto.

Entre los contrarios a la intervención militar hay que señalar, en primer lugar, a quienes por principio se oponen a utilizar la violencia y mucho más la fuerza armada para resolver litigios humanos. Defienden el pacifismo siempre y en cualquier circunstancia, por lo que quedan al margen de la postura que aquí se aborda, referida no a convencidos pacifistas sino a pacifistas de oportunidad, que han hallado en el pacifismo una salida de emergencia para justificar su  desorientación.

Las organizaciones de la izquierda que se han colocado abiertamente contra la intervención armada, aglutinadas tras el lema No a la guerra, estiman que la intervención militar extranjera no es necesaria, incluso es perjudicial, porque se trata de un conflicto interno del pueblo libio. Habría que preguntarles si juzgarían necesaria tal intervención si pudiera efectuarse al margen de los gobiernos occidentales, es decir si existiera la posibilidad de enviar fuerzas de izquierda, algo similar a unas brigadas internacionales, y de qué lado las colocarían: si apoyarían a las desorganizadas y mal armadas fuerzas rebeldes o al ejército y a los mercenarios de Gadafi. O si actuarían como fuerzas de interposición sobre el terreno para dar lugar a una negociación. En cualquiera de las opciones, esa izquierda se sentiría concernida por un conflicto que ahora parece que no le afecta, pues da la impresión de que se lava las manos ante la posibilidad de que se cumpla el vaticinio del dictador de provocar una matanza con quienes le exigen que abandone el poder.

Uno de los argumentos para defender esta difícil postura es afirmar que no se ha negociado lo suficiente, y que se ha preferido usar la fuerza antes que la presión diplomática. Pero se olvida que mientras se negociaba y el Consejo Provisional libio solicitaba una intervención internacional urgente, las tropas mercenarias hacían retroceder a los rebeldes, que el hijo de Gadafi y el propio rais anunciaban su proyecto de emular a Franco provocando un baño de sangre, y que la tregua era una añagaza para que las tropas gubernamentales avanzaran hasta Bengasi, situación que precipitó la ambigua resolución de la ONU y la imprecisión de los objetivos de la coalición.
Otro de los argumentos alude al imperialismo que late tras una intervención pretendidamente humanitaria, pues lo que realmente interesa a los países que la promueven son los recursos naturales y especialmente el petróleo. Pero se olvida que Gadafi, que tiene pactos con gobiernos europeos, ha suministrado  el crudo sin problemas y, que, según esa lógica, la intervención extranjera debería apoyar a Gadafi, en lugar de combatirle. Respecto a la injerencia humanitaria, hay que aceptar que los gobiernos occidentales no siempre se muestran respetuosos con los derechos humanos y que con mucha frecuencia los utilizan como recurso retórico, pero reciben su legitimidad de ellos y sus ciudadanos así lo creen, por lo cual no pueden conculcarlos de manera permanente.

Existe otro argumento de calado, que es deslegitimar a los rebeldes. Se aduce, por un lado, que Gadafi también cuenta con el pueblo, al menos una parte de las tribus, sobre todo de Tripolitania, le apoya, pero también tenían apoyo social el régimen de Saigón, la dictadura de Franco y aún más la de Hitler, que llegó al poder a través de las urnas, pero esos apoyos no les quitan ni un ápice de su crueldad ni cambian la naturaleza de sus regímenes. Y por otro lado, se siembran dudas sobre la representatividad del Consejo Provisional y sobre los intereses de los rebeldes, cuya diversidad -islamistas, monárquicos, resentidos, desertores, demócratas y terroristas de Al Qaeda, según afirma el propio Gadafi- facilita las actividades de agentes de la CIA y del Mosad. Lo cual puede ser cierto si incluimos a los espías del propio régimen, pues los servicios secretos nunca faltan en estas situaciones, pero carece de lógica querer desestabilizar un régimen despótico, pero que cumple un papel, mediante una movilización popular de resultados inciertos. Lo que se desprende de todo ello es que los rebeldes libios no son un pueblo revolucionario que merezca apoyo, sino una mezcla social poco fiable, y que, por tanto, pueden ser abandonados a su suerte sin grave desdoro de la ideología de izquierda. Es más, esa postura abstencionista, que olvida la solidaridad entre trabajadores y el intento de aliviar el sufrimiento ajeno, valores que siempre han formado parte de la moral de la izquierda y cuya ausencia se teoriza, es la que se defiende como propia de la verdadera y más consecuente izquierda.

También se aduce el cambio de los gobiernos europeos en la estimación de Gadafi, al que hasta ahora se le ha sostenido por consideraciones estratégicas, lo cual no indica que dicho apoyo haya merecido el aplauso de la izquierda ni que la coyuntura no aconseje una rectificación. Igualmente se argumenta que en otras ocasiones, y en casos más graves, como las matanzas de Ruanda, la comunidad internacional no ha intervenido para detenerlas, pero esa falta de interés por la suerte de los hutus o la indiferencia en otros momentos ante casos semejantes no debe convertirse en la norma que impida actuar en otros casos, partiendo del principio de que son censurables todas las muertes violentas y de que cuantas más se puedan evitar, mejor. La idea de que o se interviene en todos los casos o no se interviene en ninguno es absurda por maximalista. Y si el bien óptimamente deseable sería detener cualquier forma de represión en todo el Magreb y el cercano Oriente, el no poderlo llevar a cabo no debe paralizar la intención de intervenir en el lugar donde el conflicto es más agudo, pues no reviste la misma gravedad la represión de manifestantes, que es, desde luego, condenable, que una guerra civil.

Finalmente queda comentar el uso abusivo o al menos confuso de la consigna No a la guerra, puesta en circulación ante la invasión de Iraq, y que ahora se añade como colofón a los argumentos anteriores. En el año 2003, la consigna hacía referencia a una agresión y pretendía detener una intervención militar, no solicitada por los iraquíes ni avalada por la ONU, puesta en marcha por la maquinaria de propaganda del Gobierno del George W. Bush con la increíble justificación de destruir unas armas de destrucción masiva que nunca fueron halladas.
La exhibición ahora de la misma consigna, buscando ampararse en el éxito que tuvo en su día, revela, junto con todo lo anterior, que esta posición carece del necesario análisis concreto de la situación concreta y muestra la pereza de quienes sustituyen el molesto análisis de una realidad que se mueve muy deprisa por el cómodo recurso de echar mano de una consigna. Así tomada, la consigna no expresa el deseo de detener una agresión exterior, puesto que la guerra ya existía cuando se decidió la intervención militar, sino que, de tener éxito, conduciría al triunfo de Gadafi, pues, privados los rebeldes del apoyo externo, la guerra probablemente concluiría con la victoria de los mercenarios del déspota.

Por otro lado, establece un principio general que sorprende entre partidarios decididos de la lucha de clases, que es condenar la guerra para siempre. No a la guerra en general significa renunciar para siempre a la guerra, sin hacer más distinciones. Lo cual tiene unas consecuencias políticas, de cuyo alcance no sé si son conscientes los que la han puesto en circulación.
Todo lo dicho no supone un apoyo incondicional a las fuerzas de intervención, sino todo lo contrario, dada la desconfianza que infunden los gobiernos que la han promovido. La intervención armada tiene que evitar el mayor número de muertes posible, en particular de población no combatiente, y no dañar instalaciones que no tengan función estratégica; debe respetar las condiciones establecidas por la resolución de la ONU, ser tan breve como sea posible y apoyar a los legítimos representantes del pueblo libio, que debe ser el que, al final, tenga la última palabra sobre su futuro.


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