Trasversales
Luis M. Sáenz

Hipótesis sobre la revolución árabe

Revista Trasversales número 22,  primavera 2011

Textos del autor en Trasversales



1. La revolución árabe (RA) es un acontecimiento singular, fruto de la creatividad humana. Arraigada sobre el ansia de libertad, la aspiración a una vida digna, el repudio al abuso de los poderosos y las experiencias previas de lucha, y con la “revolución verde” iraní de 2009 y el campamento saharaui de Gdeim Izik como brotes precursores, más que de “explicarla” a posteriori se trata de acercarse a ella desde un activismo solidario con voluntad de aprendizaje ante la desbordante creación de sentido propia de toda revolución de la gente corriente.

2. La RA emerge sin programa pero con sujeto: personas normales y corrientes que, influenciadas unas por otras, toman decisiones insospechadas que, como “pequeños” impulsos, se propagan relacionalmente a enorme velocidad. Tal complicidad revolucionaria habría sido imposible bajo la uniformidad de “un programa” o de un “liderazgo”.

3. La revolución democrática toma formas e intensidades diferentes en Túnez, Egipto, Libia, Bahréin, Yemen, Siria, Marruecos, Sáhara, Argelia, Jordania, Arabia Saudí, Palestina, Irán, Mauritania..., pero es un único y común proceso transnacional. Si se apoya la rebelión en algunos países pero no en otros se es enemigo de la revolución árabe.

4. La RA es un acontecimiento universal. Las y los jóvenes del mundo árabe tienen mucho que ver con las 300.000 chicas y chicos de la “generación precaria” que el 12 de marzo salieron a la calle en Portugal. Los pueblos árabes nos han dado la oportunidad de reconocer que en cada ciudad nos esperan plazas Tahrir, Kasbah, Perla o Al Taghir. Podemos aprovechar esa oportunidad o desperdiciarla.  

5. Los privilegiados, tras la sorpresa inicial, han comprendido la universalidad concreta de la RA. El derrocamiento encadenado de regímenes autoritarios por poblaciones supuestamente “atrasadas”, “conservadoras”, “estáticas”, “reaccionarias”, sería una amenaza global para las élites económicas y políticas que, bajo el lema “no hay alternativa”, promueven un saqueo global de la riqueza social y una concentración oligárquica de la toma de decisiones. Une a Estados y élites la urgencia de una estrategia contrarrevolucionaria ante las revoluciones árabes, objetivo común compatible con diferentes tácticas para alcanzarle. Las diferencias entre ellos versan sobre cómo desactivar la revolución. Las propuestas de la izquierda no pueden ser seguidistas ni imagen en negativo de lo que diga o haga tal o cual Estado. No hay que partir de la geoestrategia, sino de la potencia afirmativa de la rebelión.

6. En Túnez y Egipto, el impulso de la revolución llevó a la caída de Ben Alí y Mubarak, a la disolución de sus partidos-régimen y a reformas como las listas “cremallera” en las elecciones a la Asamblea Constituyente en Túnez, conquista de una revolución en la que las mujeres juegan un papel destacado aunque minusvalorado. No obstante, las máquinas de poder conjuran para impedir otros avances democráticos y sociales. En Egipto, bajo tutela militar, la aspiración a otra Constitución ha sido bloqueada a través de superficiales enmiendas, con el apoyo de los Hermanos Musulmanes y los salafistas; el Consejo Supremo Militar estudia un durísimo proyecto de ley antihuelga.
En Túnez y Egipto la represión mató a centenares de personas, pero el ejército  no se implicó en ella. Libia abrió otra fase. La sublevación popular liberó gran parte del país  de manera bastante pacífica en muy poco tiempo. Pero Gadafi ya sabía que con tibias concesiones no iba a detener la revolución. Tras la violencia de las fuerzas de seguridad y de los matones del régimen totalitario vino la intervención del ejército y de los mercenarios, la guerra con armamento pesado y aéreo contra el pueblo libio. Dada su superioridad militar sobre las improvisadas milicias populares de la I República libia (ntclibya.org), Gadafi recuperó territorio y estuvo a punto de entrar a sangre y fuego en lo que quedaba de la Libia liberada.
El éxito parcial de Gadafi a la hora de frenar la revolución con la violencia incitó la brutalidad contrarrevolucionaria de los regímenes de Bahréin, Yemen o Siria, que han aprovechado la confusión y conmoción creada por la guerra en Libia para matar “en segundo plano”. La monarquía de Al Jalifa ha contado con tropas de Arabia Saudí y de Emiratos Árabes para reprimir la rebelión bahreiní. En Yemen, se repiten matanzas como la de Saná, donde policías de paisano mataron a decenas de personas; el propio Alí Abdullah Saleh, que antes se presentaba como “campeón” de la participación de las mujeres y freno al fundamentalismo, declaró que la presencia de mujeres en las manifestaciones violaba la ley islámica, a lo que muchas respondieron manifestándose al grito de “Escucha, mujer, la rebelión. Alí es un dictador”. El Consejo de Cooperación del Golfo, que ha enviado tropas a Bahréin para sostener al régimen, promueve en Yemen una operación de sustitución de Saleh por su vicepresidente, parecida al fracasado intento de sustituir a Mubarak por Suleiman. En Siria, Bashar al-Assad sigue la ruta de Gadafi, Saleh y Al Jalifa, así como la de su padre, que en 1982 destruyó la ciudad de Hama y asesinó miles de personas. El Ejército dispara contra las manifestaciones, hay centenares de víctimas, miles de presos políticos, detenciones nocturnas, etc. Sin embargo, la revolución permanece y las protestas no cejan, con nuevas movilizaciones en Marruecos, Mauritania, etc. A finales de abril no ha habido ninguna derrota decisiva de las sublevaciones árabes, pero tampoco ninguna en que se hayan producido victorias similares a las alcanzadas en Túnez y Egipto. Nada está decidido.

7. Bajo la etiqueta “izquierda”, ¿queda algo más que vagas y contradictorias referencias a “mitos fundadores”, insuficientes para considerarnos del “mismo bando”, aunque en determinados asuntos converjamos en unidad de acción?
Pocos días antes de abandonar el poder, Ben Alí y Mubarak eran miembros de la Internacional Socialista. ¿Que más decir? La política internacional de los partidos socialdemócratas es política de Estado, nacionalista y defensora del orden establecido. Hay comportamientos individuales solidarios con la revolución, pero la orientación oficial no tiene nada que ver con sentimientos de solidaridad hacia los pueblos que luchan por la libertad.
Otra izquierda dice apoyar algunas revoluciones árabes pero se coloca del lado de regímenes opresores como los de Libia, Siria e Irán. Aducen que Gadafi, que ofreció sus campos de concentración para internar a la población africana que trata de llegar a Europa, es antiimperialista e incluso socialista. Aducen que la revolución libia, o la siria, son un complot fraguado por la CIA. No son capaces de juzgar los movimientos sociales a partir de su dinámica real, sin apriorismos, doctrinarismos o rituales. Han tratado de desprestigiar la revolución libia atribuyéndole un carácter violento que, según ellos, la diferenciaría de las revoluciones en Túnez y Egipto, pero quien declaró la guerra al pueblo movilizado fue Gadafi. Incluso frases en general correctas, como “La guerra no es manera de resolver los conflictos”, toman cariz reaccionario cuando niegan el derecho concreto de las poblaciones oprimidas y agredidas a defenderse o la obligación de ayudarlas a hacerlo, incluso con medios militares.
Entre las izquierdas solidarias con todas las rebeliones árabes hay un bagaje común, un amplio espacio de diálogo y cooperación. Sin embargo, ha surgido una brecha en torno a la postura ante la intervención internacional en Libia. Esta diferencia implica también puntos de vista diferentes respecto a cómo abordar situaciones complejas en que todas las opciones son malas.
Un sector de esa izquierda solidaria, con el que me identifico, ha defendido el derecho del pueblo libio a solicitar ayuda militar a quien pueda y quiera dársela, y estima positivo que Gadafi no haya logrado ocupar todo el territorio libio gracias a la tardía intervención, lo que no impide criticar la manera en que se desarrolla ésta, con cínico tira y afloja que prolonga la guerra y el sufrimiento al posponer la derrota del régimen de Gadafi. Esta izquierda considera(mos) la intervención como el “mal menor”, humanitariamente y políticamente, comparado con la victoria total de Gadafi, que el 17 de marzo era inminente. Ha impulsado iniciativas como el envío de mensajes a la ministra de Asuntos Exteriores de España pidiendo la ruptura diplomática con el régimen de Gadafi, el reconocimiento pleno del Consejo Provisional Nacional como gobierno libio y que se prestase a la revolución libia todo la ayuda que solicitase, incluyendo la entrega de armas y el apoyo militar.
Otro sector ha optado por una línea que podría resumirse en el lema “Ni Gadafi, ni intervención”, carente de realismo. Para evitar falsas polémicas, diré que comparto que las potencias no intervienen por razones humanitarias, que sus intereses son rastreros, que no se puede confiar en ellas, que traicionarán, que aplican dobles raseros, que nada han hecho en décadas para proteger al pueblo palestino, etc. Pero de ahí se pueden sacar conclusiones sobre la “moralidad” de los Estados y del capitalismo (siempre nula) y sobre la desconfianza que hay que mantener hacia todo lo que hagan, pero no sobre si, en una situación dada, una intervención internacional llevada a cabo por las grandes potencias, sean cuales sean los motivos por lo que ellas lo hagan, favorece o perjudica los intereses propios de la revoluciòn libia y de la revolución árabe.
A mi entender, sería mucho mejor que la rebelión hubiese podido derrotar a Gadafi por sí misma, pero no pudo; tengo claro también que necesitar el apoyo militar de las potencias es una hipoteca para la revolución libia; pero, por último, entiendo que el 17 de marzo la alternativa era intervención o aplastamiento armado de la rebelión a manos de Gadafi, y en esas condiciones la intervención era una opción mucho mejor, humanitaria y políticamente, que la masacre del pueblo en rebelión. Era la menos mala de las opciones, siendo mala y estando siendo llevada a cabo de mala manera, por lo que creo mucho más “amtiimperialista” y más favorable a la revolución árabe no pedir el fin de la intervención, que llevaría a la victoria de Gadafi, sino exigir  que la intervención sea consecuente con el objetivo proclamado de defender a la población, lo que sólo puede hacerse derrotando a Gadafi lo antes posible dentro de los límites que impone la necesidad de autocontención para no causar males mayores a los que se deben evitar.
No podemos ignorar las consecuencias previsibles de lo que defendemos. No puedo proponer una intervención internacional sin reconocer que causará sufrimientos humanos y que las potencias intervinientes la usarán para interferir en el proceso, y quienes se oponen a la intervención no pueden ignorar que es altamente probable, por no decir seguro, que sin la intervención toda Libia habría sido ya ocupada por Gadafi y que se hubiese desatado una gran represión. En definitiva, se trata de decir si “más vale intervención que Bengasi en manos de Gadafi” o si “más vale Bengasi en manos de Gadafi que intervención”. La tercera vía, Bengasi libre y sin intervención, el 17 de marzo era imposible y proponerla es demagógico y oportunista. Optar por el mal menor es, muchas veces, necesario, pero no hay que ocultar el mal que hay en ello ni desentendernos de las  consecuencias que tendría lo que proponemos.

8. Las revoluciones pueden provocar dos tipos de cambios. Por un lado, el cambio de mentalidades y de vínculos sociales: es el poso más duradero que pueden dejar, incluso si son “derrotadas”. Creo que las revoluciones árabes dejarán ese fruto, aunque podría impedirlo tanto una derrota brutal, similar a la de  la revolución española a manos del franquismo o la de la revolución rusa a manos del estalinismo, o una autoderrota, si los sentimientos positivos que emergen en la revolución son anulados por la soberbia patriarcal, por odios étnicos, por conflictos religiosos, por la locura que toda violencia, incluso la justa y necesaria, tiende a crear en quienes la ejecutan. Lo que permanece de una revolución no es la ocupación permanente de su “plaza Tahrir” ni un estado constante de agitación política, que más tarde o más temprano decae, sino la capacidad de llevarse cada cual su Tahrir a su barrio, a su trabajo, a su casa, a las relaciones con los demás seres humanos.
Por otro lado, otro poso, más coyuntural, aunque no insignificante, tiene que ver con las formas políticas e instituciones resultantes. No espero a corto plazo que en el mundo árabe o en otro lugar se construya una sociedad libertaria e igualitaria, sin apropiación privativa de la riqueel za por una minoría privilegiada y sin  “poder separado” del Estado, así que lo más probable es que, aún en el caso de que los pueblos logren derrotar a las autocracias contra las que se han alzado en el mundo árabe y en Irán, se reconstruyan nuevas formas de dominación estatalistas y capitalistas, como ha ocurrido en todas las revoluciones de los últimos siglos. Sin embargo, no debe resultarnos en absoluto indiferente cómo ocurra eso. A más derechos políticos y a más derechos sociales, mejor, tanto porque eso permite una vida mejor, y la izquierda no puede tener otra guía conductora que el bien común, como porque, a más libertad, más fácil será la invención de relaciones humanas y vínculos sociales que hagan progresar la autonomía individual y colectiva de la comunidad humana. De hecho, si tuviese que escoger un “derecho” por encima de todos, escogería la  libertad de expresión, “la palabra”, pues sin ella cualquier otro derecho es algo “otorgado” que pueden quitarnos en cualquier momento los poderosos. Sin estar seguro de ello, espero y confió que las formas institucionales que adopten en los próximos años las sociedades árabes, gracias a las luchas que están librando, sean mucho más abiertas que las actuales, quizá más abiertas en algunos aspectos que nuestras actuales y oligárquicas “democracias parlamentarias”. Intuyo, en particular, que hay que prestar gran atención a lo que ocurre en Túnez, sin excesivo optimismo pero también sin derrotismo.

9. Estoy en un mar de dudas. He optado por expresarme muy afirmativamente, porque, pese a la incertidumbre que siento, como activista he tomado decisiones prácticas en base a la visión que aquí he resumido. Pero lo cierto es que, como dice el título del artículo, hago hipótesis rectificables, excepción hecha, claro está, de las consecuencias que puedan haber tenido mis actos, que son irreversibles, sobre todo para quienes, ateos, no creemos  que ningún clérigo nos exima de la responsabilidad de nuestros actos.


Trasversales