Trasversales
M. Enrique Ruiz del Rosal

El papa, el laicismo y la democracia

Revista Trasversales número 23, verano 2011

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En la última, hasta ahora, carga de la brigada acorazada episcopal, los obispos católicos llaman a desobedecer la futura Ley de Muerte Digna, y aprovechan para poner en duda, una vez más, la “legitimidad de los poderes públicos que la elabora y aprueba”.
En realidad, esta supuesta ley no sería más que una ley para que se pueda cumplir otra ley, la de Autonomía del Paciente (2002), que reconoce unos derechos que hoy están lejos de cumplirse en los hospitales españoles. En todo caso, no sería una “ley de eutanasia”, como hasta el propio Rouco Varela ha reconocido.

Al parecer, para los obispos españoles, asalariados del Estado, si el Parlamento aprueba unos Presupuestos declarando la visita de Benedicto XVI (B16, en adelante) “acontecimiento de excepcional interés público”, en este caso estamos ante unos poderes públicos legítimos.
Gracias a esta declaración se beneficiarán de más de 60 millones de euros del dinero público, de todos los españoles, sean cuales sean sus creencias o convicciones, convertirán la capital de España en un gigantesco campamento juvenil católico durante una semana, el Parque del Retiro en un grandioso confesionario, el Palacio de Cibeles (Ayuntamiento) en la sacristía de la fiesta de bienvenida a B16, el Paseo de Recoletos en un vía crucis con 14 pasos de semana santa y se pondrán cuantiosos recursos humanos y estructurales a su servicio (7 Ministerios, un aeródromo, 800 colegios públicos, 6.000 policías, cazas del Ejército del Aire, cesión de polideportivos).
El colofón será brindar honores de Estado a una visita de carácter religioso y, por tanto particular, por más o menos masiva que sea la asistencia y, por último, que los máximos representantes del poder civil (Estado y Gobierno) rindan pleitesía una vez más a B16, en un acto de clara e inconstitucional subordinación del poder civil al poder religioso.

De esta forma, con claro desprecio de la supuesta aconfesionalidad del Estado, nuestras administraciones públicas y sus representantes contribuirán, como comparsas, a otra nueva edición de Catolicircus, esa extraña amalgama de espectáculos confesionales, beneficios comerciales, atracciones turísticas y aplastante cobertura mediática en prensa y TV.
A todo este enorme desaguisado ha contribuido el Parlamento, ante el clamoroso silencio cómplice de la casi totalidad de los grupos políticos, salvo algunas honrosas excepciones. A los laicistas no nos cabe duda de que con este comportamiento se intenta, una vez más, remachar la falsa idea de que existe una supuesta identidad religiosa católica como valor “nacional”, a pesar de que la Constitución hace más de 30 años que está vigente.

Este masivo acto de proselitismo forzado (por las autoridades religiosas y por los poderes públicos que dicen representar a tod@s l@s ciudadan@s) lleva implícita una abrumadora violencia sobre la libertad de conciencia de tod@s l@s que no sienten como suyas las creencias católicas, e incluso de muchas personas que, siendo católicas, no coinciden con la parafernalia y valores de este Catolicircus puesto en marcha por la jerarquía católica.
Así pues, para estos obispos a sueldo del Estado las decisiones puestas en marcha por el poder civil (y especialmente por el Parlamento) para posibilitar esta nueva versión del Catolicircus en pleno agosto, son muy legítimas; pero si se trata de aprobar leyes que reconozcan o amplíen derechos civiles a distintos colectivos de ciudadan@s, como en el caso del derecho a morir dignamente, sin sufrimiento gratuito y, sobre todo, con respeto a la autonomía de decisión de las personas y a su dignidad, en este caso, el poder público que las elabora y aprueba es “ilegítimo”.

Esta calificación no obedece a que les parezca escasamente democrática, con poca participación y deliberación cívica entre los actores sociales concernidos, o a que violente la libertad de conciencia de los individuos. Como ya sabemos, los usos democráticos no juegan ningún papel en la práctica diaria de la institución católica, ni en las vidas cotidianas de sus jerarcas y pastores, como corresponde a una monarquía absoluta de corte medieval como la Iglesia católica.
No les parece ilegítima porque no se ajusta a su particular moral y a sus particulares valores, imbuidas de su Verdad absoluta e incontestable que, cual aceite de ricino, deben tomar l@s ciudadan@s, les guste o no, “por su bien”.

Olvida la jerarquía episcopal que en una democracia constitucional todas las creencias y convicciones, sean o no religiosas, están situadas en el mismo plano, en condiciones de igualdad jurídica, por lo que no es posible admitir certezas y creencias dogmáticas que se impongan a tod@s l@s ciudadan@s. En eso consiste el ejercicio de la autonomía respecto al poder dogmático de cualquier religión o ideología. Y en eso consiste la dinámica democrática: en una continua confrontación de convicciones y valores, ejerciendo la libertad de conciencia, para buscar las mejores opciones para la convivencia social.
Los obispos están en su derecho de exhortar a sus seguidores a asumir todo tipo de obligaciones religiosas, siempre que no atenten contra sus derechos constitucionales, que es la fuente de los valores morales por los que debemos regirnos tod@s l@s ciudadan@s. Ahora bien, l@s ciudadan@s no tenemos por qué admitir (seamos religiosos o no) que se coarte nuestra libertad de conciencia y nuestra autonomía individual en base a obligaciones dogmáticas de naturaleza religiosa.

Estoy convencido de que cuando el recurso a la religión no es un factor de fortalecimiento de la democracia, de la libertad de conciencia y de la convivencia entre las diversas creencias y convicciones, se convierte en una forma de intentar sustituir la democracia por “otra cosa”. Y la historia nos ha dado múltiples ejemplos de ello.

Rivas Vaciamadrid, julio 2011

Trasversales