Para exigir nuevos sacrificios frente
a la crisis, nos ha dicho el Presidente que estamos al borde del abismo, pero
no sabemos si del lado de dentro o del lado de fuera. Quizá estemos
ya dentro del abismo; cuatro millones de parados ya lo están, y desde
luego el millón cuatrocientas mil familias en las que todos los miembros
en edad de trabajar carecen de empleo.
Cuando en España se colman los comedores de caridad, aumenta el número
de personas que piden por la calle, se llenan los albergues para indigentes,
se roban alimentos en los supermercados o se mira dentro de los contenedores
de basura para ver qué hay de aprovechable en lo que desechan los vendedores;
cuando 9 millones de personas, según Amnistía Internacional,
están en el umbral de la pobreza y cuando uno de cada cuatro niños,
según UNICEF, vive en un hogar que está por debajo de ese umbral,
estamos ya en el abismo.
Cuando un alto porcentaje de familias ha tenido que socorrer económicamente
a parientes o amigos, cuando particulares vacían los contenedores públicos
de papel para venderlo por su cuenta, cuando se ha diezmado el tejido productivo,
cuando el 43% de los jóvenes no tiene otro horizonte que el de emigrar
o ser parados, becarios o precarios en su país; cuando sigue creciendo
el número de desahuciados (más de 300.000) por imposibilidad
de hacer frente al pago de la hipoteca de sus viviendas, estamos en el abismo.
Millones de personas han visto como se han hundido sus vidas por la pérdida
del empleo, de un pequeño negocio o la quiebra de una empresa familiar.
Hay millones de personas sin perspectivas, imaginando cómo salir adelante
cada día y viviendo para lo inmediato, sobreviviendo, como si estuvieran
en el tercer mundo, donde los planes para el futuro se reducen a ver qué
se come mañana. Desde la España alegre y postmoderna hemos regresado
al difícil arte de vivir de milagro, como en el Siglo de Oro, donde
la vida dependía de la picaresca, o de maneras de vivir que no dan
para vivir, que decía Valle Inclán.
Evidentemente no todo el país
está en el abismo ni siquiera al borde, pero una buena parte de la
población ya lo está, el número de afectados puede crecer
y la situación de los afectados puede ir a peor.
Otros están mejor, qué duda cabe. No sólo los más
ricos o riquísimos: Amancio Ortega (Zara), Isak Andic (Mango), Rosalía
Mera (empresaria, ex esposa de Ortega), Manuel Jové (ex Fadesa), Juan
Roig (Mercadona), las hermanas Koplowitz (FCC, Omega), Florentino Pérez
(ACS), José M. Aristrain (Arcelor), Emilio Botín (BSCH), Rafael
del Pino (Ferrovial), José M. Marínez (Mapfre), José
Manuel Lara (Planeta), Antonio Brufau (Repsol), Isidoro Álvarez (El
Corte Inglés), César Alierta (Telefónica), Francisco
González (BBVA), Isidro Fainé (La Caixa) o Ignacio Galán
(Iberdrola), entre otros, ni las 3.000 fortunas españolas que tienen
cuentas numeradas en bancos suizos, que se sepa, sino otros ricos, porque
haberlos, haylos.
Según un estudio de Deloite,
aparecido en el diario Público, en España hay un millón
de hogares con un patrimonio superior al millón de dólares (687.000
euros), aunque la mayoría (911.000) no supera los 5 millones de dólares,
que no es poco. Sólo el 0,06% de los hogares cuenta con un patrimonio
superior a 30 millones de dólares. La fortuna conjunta de los ricos
españoles se calcula en 2,1 billones de dólares, 1,4 billones
de euros.
A todos estos no les ha alcanzado el lado malo de la crisis, sino al contrario,
y no podemos esperar a reaccionar a que estén al borde del abismo,
porque nunca lo estarán.
Y como todo lo que se ha hecho hasta
ahora, desde nuestro Gobierno y desde la Unión Europea, para aplacar
a los mal llamados mercados se ha revelado poco útil, pues nada les
satisface, hay que pensar en regularlos cuanto antes para detener el insaciable
apetito del capital financiero y reconducir la inversión hacia la economía
productiva, lo cual pasaría, en primer lugar, por quitarles opacidad,
frenar la velocidad con que actúan, reducir la movilidad (capacidad
de desplazarse por el globo) y moderar las expectativas de beneficio a corto
plazo con regulación estricta, vigilancia estrecha, punición
penal y más impuestos. Pero eso requiere una voluntad política
de la que carecen la UE, lo que queda de ella, y los gobiernos nacionales,
que han renunciado a la soberanía para ser oficiosos vasallos de los
mercados, en vez de delegados de los señores que los votan y los mantienen,
que son los ciudadanos.
Queda otra solución: cambiemos las constituciones y cartas fundacionales
para dejar las cosas claras: señalemos que la soberanía nacional
no reside en los pueblos o en los ciudadanos, sino en el volátil capital
financiero internacional, cuyos dueños se desconocen. Sométase
a referéndum la reforma y así nadie se llamará a engaño,
porque lo de ahora es una ficción, una costosa ficción.