Trasversales
Beatriz Gimeno

El factor humano

Revista Trasversales número 23, agosto 2011

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La semana pasada la contraportada de El País estaba dedicada a la diputada del Pasok, Sofia Sakorafa, una de los seis diputados de este partido que votaron en contra del plan de ajuste presentado por el Partido Socialista en Grecia. He buscado los nombres de los otros cinco diputados y no los he encontrado, pero me hubiera gustado conocer al menos sus nombres, porque todos ellos merecen que se les recuerde; son ejemplo de dignidad política en un mundo en el que ésta se ha perdido completamente.

Son corrientes los estudios en el campo de la sociología política que intentan responder a la pregunta de por qué la gente vota a partidos o a propuestas políticas que van claramente en contra de sus propios intereses, como cuando personas de las clases populares votan a una derecha que va a degradar su nivel de vida o sus derechos laborales o sociales. Sin embargo, lo que ahora a mí me interesa no es esa cuestión, muy estudiada y ya respondida por los sociólogos, sino otra que pocas veces se ha abordado y es la de por qué los diputados y diputadas, los políticos de izquierda, parecen traicionar con tanta facilidad a sus votantes  así como lo que parecían ser sus ideales y sus propias convicciones.  

Porque es obvio que eso ocurre, constantemente. Cuando hablamos de la derrota de la izquierda, de la derrota ideológica, moral, política etc. de la izquierda; cuando hablamos de banqueros, del BCE, de las exigencias de Merkel, del FMI, del BM o de Obama, de los mercados, de la deuda, de los impuestos, de las primas de riesgo o de lo que quiera que hablemos cuando hablamos ahora de política, se nos suele olvidar que esto no funciona de manera completamente automática. Que hay unas personas que son las que, conscientemente, toman y tomaron decisiones completamente contrarias a esos ideales que dijeron defender y por los que se les votó. Personas que ni siquiera cuestionaron públicamente, que no alentaron el debate, que no presentaron ninguna otra propuesta; personas que se limitaron, en cada caso, a actuar como meros comparsas de lo que otros deciden por ellos y ellas ¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué no protesta nadie? ¿Por qué no dimite nadie? ¿Por qué nadie abandona nunca el partido?  

Podríamos entender que hay personas que pueden sentir las presiones de manera especial, podríamos entender (que no compartir) que una Ministra o un Presidente se ven tan presionados por la realidad, que terminan creyéndosela; que terminan adaptando su manera de pensar a esa realidad que se les presenta como la única posible, en lugar de trabajar para cambiarla. Lo que es difícil de entender es que esto les ocurra a todos los diputados, a todas las diputadas, a todos los cargos públicos y políticos, sin distinción. Es inexplicable que ni uno sola diga algo, dimita, se escandalice, vote en contra de recortes, de rebajas de pensiones, de rescates millonarios a los bancos, de rebajar los impuestos a los ricos, de precarizar el empleo, de retirar subvenciones, de tomar medidas, una tras otra, completamente contrarias a los principios e ideales de la izquierda. 

Yo no tengo tampoco una explicación pero sí que creo que se da poca importancia al papel de esas personas; porque creo que nos hemos acostumbrado a pensar (nos han acostumbrado a pensar) que esto es casi automático, que un banco alemán tose y desaparece el impuesto sobre el patrimonio, que Tritchet da una explicación y hay que rebajar el gasto público y las pensiones; que Merkel dice una palabra y hay que privatizar servicios básicos. En definitiva, nos hemos acostumbrado a que esos señores y señoras que se sientan en el parlamento responden única y exclusivamente a lo que mande la cúpula de su partido, es decir, el Presidente del gobierno como si no tuvieran voluntad propia. Se nos ha olvidado que voluntad y posibilidad tienen, aunque manifestarla tenga un precio y que ellos y ellas, en realidad, deberían responder ante nosotros y, como poco,  ante sí mismos. Para saber exactamente por qué lo hacen, en qué momento exacto los políticos profesionales dejaron en la cuneta su dignidad, sus valores y sus principios (que se supone que alguna vez tuvieron) habría que hablar en particular con cada uno de ellos.  

Estaba leyendo el otro día el libro de Tony Judt El refugio de la memoria en el que el autor habla del primer ministro británico Clement Atlee que fue primer ministro laborista desde 1945 hasta 1951 y que era vecino del propio Judt en su barrio de clase media baja. Judt lo describe admirativamente como un hombre modesto que impulsó enormes reformas sociales y que, cuando acabó su mandato,  se volvió a la misma casa de la que había salido, una casa austera en el mismo barrio; pero eso no fue muy comentado porque era lo normal. Dice Judt que eso sería impensable hoy día. Si el primer ministro no fuera consejero de una multinacional o  gran grupo de comunicación al acabar su mandato, cobraría cientos de miles de dólares por conferencia o entraría en un gran despacho de abogados para utilizar sus contactos.  La austeridad, la honradez personal de aquellos años, dice Judt, no era sólo una circunstancia económica, sino que aspiraba  a fomentar una ética pública. Y eso es lo que ha saltado hecho pedazos. No existe ninguna ética pública ni social.

Creo que la crisis moral y ética que ha provocado la globalización capitalista, el individualismo, la insolidaridad colectiva, la búsqueda de soluciones personales, el presente, el “ahora”, ocupándolo todo…el consumo como forma de existencia etc. afecta también, por supuesto, e incluso especialmente,  a los políticos. Al fin y al cabo, es difícil ser banquero de éxito o entrar sin más a formar parte del consejo de administración de una gran multinacional, eso lo consiguen los menos. La política se ha convertido en una de las pocas maneras que tiene una persona de clase media de ascender socialmente y terminar ganado dinero, además de privilegios, poder etc. Muchas de estas personas entran en la política siendo muy jóvenes, muchas de ellos pasan décadas en la política y llegado el momento de dejarla lo cierto es que la mayoría no tendría dónde ir ni podría mantener de ninguna manera el nivel de vida al que se han acostumbrado. Así que sí, se aferran a sus cargos, a sus puestos, a sus empleos, a lo que sea. Son concejales o cargos orgánicos en el partido, o empleados rasos; de ahí algunos pasan a diputadas nacionales o autonómicos, luego pueden ser senadores, volver al partido, encontrar un empleo en el parlamento, en una diputación o en cualquier Consejo de Administración en el que el partido les pueda colocar. En esos empleos no hay reducción de salarios, ni rebaja de pensiones; son muy buenos trabajos al alcance de poca gente y no se pide oposición para entrar, ni especial inteligencia o preparación: el único requisito es la absoluta fidelidad a lo que les manden.  

No sólo se aferran a sus empleos, en realidad, se aferran a sus vidas, a la vida que proporciona el hecho de ser político profesional. La mayoría de los políticos (hay excepciones) pasan todos ellos de casas normales a enormes chalets; de ser personas de clase media la mayoría a ser personas con pequeñas (o grandes fortunas personales), a mantener privilegios enormes, así como poder. Si son políticos que hayan ocupado puestos importantes lo más seguro es que pasen a trabajar para la empresa privada con sueldos aun mayores; serán consejeros o asesores de de multinacionales de cualquier sector, de bancos, financieras, eléctricas o lo que sea. Y queda claro que se les contrata en virtud de los servicios prestados o de los que van a prestar como lobby del sector y no porque la mayoría de ellos entiendan nada de energía o siquiera economía (a la vista está; algunos hunden a sus países pero eso no significa que no vayan después a dar consejos y conferencias sobre la cuestión) 

Así que de los grandes sospechamos que trabajan para otros que no somos la ciudadanía, precisamente. ¿Y los otros/as? Pues esos hacen cualquier cosa por seguir figurando en “una lista”, porque la alternativa es la nada en unos casos y, en otros y si no se ha ahorrado lo suficiente, volver a trabajar en una oficina de 8 a 5 por 2000 euros, insoportable. Ninguno de ellos va a poner en riesgo sus principios (si es que a estas alturas tienen principios) a cambio de su inclusión en la lista. “Estar en la lista” lo es todo. Y como premio de consolación, si no estás en la lista ya te colocarán en cualquier sitio dentro del partido o de cualquiera de las empresas que controla el partido. Una vez que se entra en la empresa raro será que se salga sin nada.  

Se aferran a sus empleos en un tiempo de incertidumbre como lo hacemos cualquiera de nosotros a nuestros empleos, sólo que los suyos tienen una carga moral y ética que no tienen la mayoría de los nuestros. Cada político se supone que hace una promesa, la de defender unos valores, la de defender lo que aparece en el programa electoral con el que se presentó, la de defender lo que se supone que son los valores de sus votantes, la de no traicionar lo que aseguró en la campaña electoral, lo que dijo en los mítines. Pero todo ese desaparece subsumido en su única lealtad: a los partidos: máquinas bien engrasadas en las que no hay principios que valgan, ni valores, en la que sólo se trata de ganar elecciones. Y la gente que vive de la política, al margen completamente de los problemas de la gente corriente se afanan en seguir dándole cuerda a la cuestión para que nunca se pare.  

De los grandes políticos de antaño, gente inteligente y culta, capaz en el debate y la sutileza política, se ha pasado a partidos llenos de personas mediocres, dóciles, cuanto más dóciles mejor para el partido; así se garantizan que no habrá problemas. La única habilidad que se exige para estar en la lista es habilidad para trepar y lealtad al partido,  que suele ser inversamente proporcional a la lealtad a unos principios. Los valores, los principios o la propia dignidad personal, todo eso ya no cuenta. Para traicionarlos (traicionarnos) siempre encuentran una excusa, los sacrificios personales ya no tienen sentido en este mundo de hoy, no tienen ningún valor. Los nombres de los disidentes, como esos diputados del PASOK, se olvidan con la misma facilidad que se les borra del mundo de la política. Me gustaría recordar los nombres de los diputados o senadores del PSOE que van a votar en contra de la reforma constitucional. Se lo merecerían.

Se que hay excepciones y puedo citar algunas; no estoy preconizando la demonización ni la desaparición de los partidos, sino la exigencia de responsabilidades personales a cada una de las personas que son elegidas por la ciudadanía para hacer un trabajo político; que los nombremos  por sus nombres y apellidos, que valoremos a los que disienten, que se lo reprochemos a los que venden sus almas. Creo que todos y todas estas personas que aprietan los botones del voto sin dedicar un segundo de su tiempo a pensar en aquello que dijeron defender son unos sinvergüenzas que nos han vendido al destino de sus jefes y al suyo propio. Sólo que nuestros destinos son cada vez más negros, mientras que ellos están ahí ¿para qué? Ah…para que sus propios destinos, sus vidas, sean envidiables.




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