Trasversales
Lois Valsa

Las razones del corazón (de la sordidez de Ripstein a la suntuosidad de Lars von Trier)

Revista Trasversales número 24,  otoño 2011

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El corazón tiene sus razones, que la razón desconoce (Pascal)

Parece que el filósofo Pascal está teniendo alguna influencia astral en la cartelera madrileña de cine. Por un lado, hasta en el título, Las razones del corazón, de la última película de uno de los más importantes directores mejicanos vivos, Arturo Ripstein. La propuesta del director y de su habitual guionista desde mediados de los ochenta, Paz Alicia García-Diego, y ambos retratistas del horror y de la autodestrucción en conocidos e importantes títulos como Principio y fin (Concha de Oro en 1993), La reina de la noche (1994) y La perdición de los hombres (Concha de Oro en 2000), muestra, una vez más sin final feliz, la asfixia vital de personajes al borde del precipicio. Un juego muy elástico y de dimensión variable, el de Ripstein, que llega a poner de los nervios y/o cansar ahora a unos críticos (“cansino y previsible”) mientras que a otros les ha insuflado, con sus imágenes y diálogos, una nueva visión (“hipnosis”) de renovación fílmica después del aburrimiento que habían sentido con sus últimas películas. Sea como sea, este prolífico director ha tardado bastante esta vez en darnos una nueva muestra de su enorme talento cinematográfico.

 En esta su última película, guionista y director, parten del personaje de Emma Bovary de Gustave Flaubert (Madame Bovary) que se enfrentaba con el adulterio a su rutinaria existencia burguesa, pero la hacen inconfundiblemente suya, o como dice el director, a quien “el tema del adulterio interesa mucho”, es “una revisión y no una interpretación de la novela”. Del personaje de Emma, Ripstein trataba de capturar “su rabiosa desesperación durante sus últimas 48 horas de vida”. Su Emma es ahora Emilia, una bella ama de casa mejicana de clase media y de mediana edad, frustrada e insatisfecha en su vida conyugal y como madre, que trata por todos los medios de retener a su amante con todo tipo de regalos y que incluso llega a ofrecérsele como esclava. Quiebra amorosa, pues, porque el amante la rechaza, y quiebra económica, al ser embargada por impago de deudas de su tarjeta de crédito. Esta mujer, frustrada en la relación con su enamorado marido que la quiere por encima de todo, y en la relación con su hija (personaje con el que dice identificarse la guionista, y claro está que Ripstein no es Madame Bovary) a la que le gustaría tener una madre normal, y abandonada por su amante agobiado por sus demandas amatorias, acaba suicidándose nada menos que con un matarratas. Por cierto, la guionista trata de “humanizar” su muerte, dice, haciéndole expresar su miedo a “sentir dolor” con tan cómico artilugio.

 Esta película de la pareja mejicana, un auténtico melodrama preñado de teatralidad por sus largos diálogos, lo que se llama teatro filmado, y rodada en digital como forma en la que el director se siente muy cómodo, lleva su sello en cada plano y en cada diálogo: tragedia, humor y ternura pueblan, una vez más, su mundo melodramático. Frente al plano fijo, Ripstein juega con el virtuosismo habitual de su cámara que sigue las pulsiones del diálogo, con planos secuencia que expresan el ritmo del relato. El escenario en el que se mueven sus personajes, magníficamente interpretados en papeles principales y secundarios, es un apartamento oscuro de un edificio lúgubre, una atmósfera claustrofóbica cuyo rodaje en blanco y negro acentúa la sordidez en la que habitan. En ese universo, tan cerrado que ni siquiera se ve la calle, deambulan, además de la esposa (magníficamente interpretada en gesto y voz por Arcelia Ramírez), el mediocre funcionario de su marido, su hija ante la que muestra desapego y culpabilidad al tiempo, una portera entrometida, un vecino viejo verde seductor, y el huidizo amante, un saxofonista cubano que vive en un húmedo cuarto de la azotea.

 En la presentación de esta película en la Casa de América, sugerí, después de la amplia exposición y respuestas al conductor del debate que nos ofrecieron sus protagonistas, que, frente a la importancia que parecía dársele a la patología sexual de la protagonista, el tema fundamental, visto el resto de sus comportamientos a lo largo de la película, era su frustración y su insatisfacción. A mi manera de ver, es la frustración vital y no la patología sexual de ese ser perturbado y perturbador, desestructurado y desequilibrado, el elemento central de la historia. Emilia es más bien un personaje medieval, con el diablo en el cuerpo como ella misma dice varias veces en la película, más que moderno, descolocado en medio del convencionalismo burgués de un matrimonio tradicional. Una mujer que, al mismo tiempo, pertenece a nuestros tiempos actuales, unos tiempos presididos por la ansiedad estresante que domina la vida de la gente, y, claro está, especialmente, su vida. Tengo que señalar que mis puntos de vista fueron muy bien acogidos en la sala con la aquiescencia de la guionista.

 Por otro lado, finalmente, la última película de Lars Von Trier, Melancolía, nos presenta también, aunque en este caso en una suntuosa residencia aristocrática, a otro personaje femenino que tampoco encaja en otros rituales, los de la gente muy rica. Aquí el que se suicida es el planeta y llega el fin del mundo. Al comienzo de la película ya nos advierte de ello con ampulosas imágenes que nos muestran un choque planetario. En ampuloso color, claro está, frente al blanco y negro de la otra película. Del mundo sórdido hemos pasado al suntuoso, con diferencias insalvables entre clases y entre los dos mundos. No creo que Lars von Trier nos quiera mostrar el despilfarro ostentoso (¡una boda que vale un pastón!) de los ricos como causa principal del actual desastre. Sin embargo, las dos películas tienen en común unos personajes femeninos arrastrados en un caso por sus demonios y en el otro por los astros. ¡Por sus “razones del corazón”!

 En común, por último, y aunque entre sus formas de hacer cine exista una distancia sideral, también tienen estas dos películas el hecho de que sus dos importantes directores sean unos auténticos “bocazas”. Ripstein, en la presentación a la que asistí, no quiso contestar a mi pregunta sobre “las razones de su corazón” a la hora de criticar al jurado del festival de San Sebastián. Me contestó, amablemente, que no quería meter la pata de nuevo. Antes, en los medios de comunicación, había dado marcha atrás y pedido disculpas por sus airadas críticas al director y al jurado que le había dejado sin premio. Trier también se ha mostrado arrepentido de sus declaraciones a la prensa en la presentación de su película, en las que daba muestras de “comprensiones hitlerianas”; y, últimamente, ha prometido que no hablará más en público ni dará entrevistas a los medios para evitar así decir burradas. Por mi parte, tengo claro que hay mucho en estos grandes directores de cine de sus excesivos y desaforados personajes femeninos. Por eso, “las razones de sus corazones” les juegan malas pasadas en este mundo de razón instrumental pura y dura y lleno de rituales políticamente correctos.
 

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