No estaba en Babia; el rey de España
estaba en Botsuana. El que estaba en Babia era el Gobierno, que al parecer
poco sabía del viaje de his royal majesty al antiguo protectorado
británico de Bechuanalandia.
Botsuana, en el sur de África, tiene una superficie algo superior
a la de España, y aunque tiene un crecimiento económico del
9%, que nosotros ya quisiéramos catar, ocupa el 105º lugar del
PIB en el mundo y el 118º en el Índice de Desarrollo Humano. Como
en un lugar tan excéntrico y exótico no se decide, por ahora,
el futuro de la Unión Europea, pues por allí no suelen pasar
Merkel y Sarkozy, ni se esperaba a Cristina Fernández, con la que
el Gobierno tiene, por cuenta de Repsol, pendiente un asuntillo, ni tampoco
es el cuartel general de los influyentes “mercados”, hay que concluir que
el Rey fue allí porque quiso, faltaría más pues para
eso es rey, pero en un momento muy inoportuno, no sólo por las coyunturales
circunstancias de la semana, que ha sido de las peores en cuanto a los indicadores
económicos, sino por el general contexto de austeridad impuesto por
la salida de la crisis. De todo lo cual hay que concluir que, aunque fuera
un viaje privado -¿y pagado por quién?-, o bien la Casa Real
no consultó con el Gobierno el motivo del viaje o este, de modo imprudente,
aceptó la conveniencia de ir a cazar elefantes con un coste exorbitante,
lo cual es una contradicción flagrante con los recortes impuestos a
los ciudadanos en salarios, educación, sanidad y servicios públicos,
previstos en los Presupuestos Generales.
Dejando aparte el acto de matar elefantes, una especie protegida, por el
sólo hecho de poder hacerlo -los pobres destruyen la naturaleza por
necesidad, los ricos lo hacen por capricho-, este hecho lamentable, del que
nos hemos enterado accidentalmente, pone, sobre el tapete el problema de la
opacidad que envuelve a la Casa Real, que olvida con excesiva frecuencia que
este régimen político es una monarquía parlamentaria,
no una monarquía absoluta, donde el rey puede hacer y deshacer a su
antojo.
El asunto, políticamente más grave de lo que sugiere la anécdota
de un accidente de caza, se añade a otros acaecidos en la misma familia
en fecha reciente y en particular al que ha llevado a los tribunales al yerno
del Rey por unas actividades empresariales presuntamente delictivas.
El Rey tiene, naturalmente, derecho a disfrutar de tiempo de ocio, pero
no es un ciudadano cualquiera que pueda disponer del tiempo libre a su albedrío.
El problema está más allá: en la función decorativa
de la monarquía y en la futilidad de las actividades regias, revestidas
de innecesaria trascendencia y de un oneroso boato, pues en las sociedades
modernas la institución tiene cada día menos sentido. En realidad,
los reyes ni reinan ni gobiernan, aunque siguen teniendo la caza como uno
de los pasatiempos favoritos. En España hemos tenido demasiados reyes
que consideraban el país como su coto y confundían reinar con
cazar.
El bien remunerado empleo de rey no
parece un trabajo apasionante, sino más bien un latazo sujeto a estrictas
normas del protocolo y a los versallescos usos de la diplomacia, lo cual concuerda
poco con el espíritu aventurero de nuestro monarca, que ya ha sufrido
otros accidentes al practicar deportes que entrañan cierto riesgo.
El Rey se aburre y es lógico, pero los Borbones llevan siglos aburriéndose
en España y, cuando no nos han complicado la vida con los pactos de
familia con sus primos de Francia, han acabado aburriendo a los españoles.
Y este empieza a ser el caso.