Ignacio
Castro Rey Once notas para una política del instante Revista Trasversales número 25, abril 2012 Ignacio Castro Rey es filósofo, crítico de arte y ensayista Textos del autor en Trasversales 1
La vida es lo que ocurre cuando estás ocupado en otra cosa, decía
un popular músico del pasado siglo. Hay experiencias cruciales que
sólo se dan de repente, cuando algo nos asalta por sorpresa y con las
defensas bajas. Sin posible preparación, esos momentos nos cogen desprevenidos,
a contrapelo de cualquier anticipación. Con frecuencia los inevitables
planes del día son también una pantalla de contraste para que
la anomalía resalte. Algo se precipita: es lo que llamamos acontecimiento.
Aunque sea mínimo en magnitud, ese lapso de la revelación divide
nuestro relato en dos.2
Toda una vida basta apenas para esas briznas del tiempo. El Cambiando descansa
de Heráclito alude a un reposo interno al movimiento, una velocidad
vertiginosamente lenta que detiene el tiempo y lo acumula en un punto, como
lo hace la obra de arte. La posibilidad de esa lentitud fulminante se debe
a que el tiempo, como el espacio, no es tanto número como forma de
vida. No tanto orden cuantitativo como devenir cualitativo, algo cuya medición
es siempre relativa a la intensidad de lo que sucede. La muerte, lo invisible
que puja en lo real, es lo que hace al tiempo infinitamente maleable, pues
éste se estira o encoge según la cercanía de su enigma.3
El tiempo cabe en un suspiro porque su pulpa, el misterio de la muerte,
no ocupa lugar. Como un animal al que es necesario acariciar para que no
nos devore, ese pálpito mortal hace que la fidelidad al tiempo nos
obligue a resumirlo en un santiamén. Vista desde al aura de un momento
la vida es ciertamente un “soplo”. De hecho, la integridad se alimenta de
un instante expandido, convertido en ley. Cedemos a la corrupción
cuando cedemos a la inercia de la cronología, al mito de la complejidad.
Allí donde hay carácter, por el contrario, hay también
una escena primitiva que retorna siempre. Cada creador que merece la pena
lo es de una sola idea, una única experiencia que se multiplica de
modo arborescente. Quien es fiel al “aquí y ahora” padece, como precio,
una “inmadurez” (a veces tímida) a la que le cuesta cumplir con la
liturgia del tiempo pactado.4
El tiempo se explica en todo caso por sus momentos cruciales, no lo contrario.
Según afirmaba Deleuze, la historia (la información, la tecnología,
la ideología) es sólo el conjunto de condiciones, prácticamente
negativas, necesarias para que ocurra algo nuevo, que nos libere de la inercia.
Escalera de la que hay que desprenderse en el momento clave, la historia es
una pesadilla de la que siempre hay que despertar. Despertar al desierto como
suma de nuestras posibilidades, a la invisibilidad que es escenario de nuestra
perpetua errancia. El ejemplo sería esa misteriosa indiferencia de
los árboles a la historia. En las plantas la penumbra de las raíces
alimenta una perpetua mutación. Asimismo, los nómadas lo son
porque se aferran a una región central que obliga a una continua búsqueda.
Han de llevar a cuestas un lugar que no cabe en ninguna residencia.5
Convertir el accidente en monumento duradero es lo mismo que hacer devenir
cada situación y cada ser, concediéndole una potencia que reaparece
tras cada acto. Ser fiel a lo que irrumpe exigirá su abandono cuando
se fije en un cliché. La verdad es la senda de reaprender una y otra
vez como un principiante, volviendo al tiempo de un enigma que juega. “Yo
sólo creería en un dios que supiese bailar”, escribe Nietzsche.
Mucho antes de él y de Kierkegaard, el instante siempre ha sido la
morada del ser cualsea frente a la partición mundial del tiempo. Imperio
que no ha dejado de perfeccionarse con la información, las tecnologías
numéricas y la mitología alternativa. En cierto modo es el “pequeño
formato” el que ha resultado más lesionado por este poder-surf del
control cultural, pues parece que ya no podemos zafarnos del imperativo de
la conexión para vivir a solas un secreto.6
Todo es alternativo si está tocado por un devenir enigmático;
nada lo es si falta eso. Es necesario recuperar una posibilidad “más
alta que toda realidad”, una distancia inmediata más lejana que cualquier
exterior turístico. Únicamente ese afuera, asumido en la médula
de cualquier adentro, nos permitirá mantenernos en este presente sin
sucumbir a la tentadora cobertura de su “complejidad”. Se trata de compartir
el espectáculo social para practicar una línea de fuga en cada
una de sus franjas horarias. Quien vive la mortal singularidad del momento,
no tiene enemigos externos; debe sostener el sentido del humor, la agilidad
del “cada caso”. A la microfísica del poder sólo se la rebasa
con una microfísica de la existencia, una tecnología de su atraso.7
En cada momento decisivo debemos ser como moribundos, alguien que no tiene
futuro y está obligado a condensar su vida en un puño. Es más,
lo que hace memorable a un instante es que se de tal comunión de lo
singular con lo universal, una vivencia inmortal de la finitud. ¿Vivir
cada minuto como si fuera el último? Aparentemente, esta máxima
es trágica y un poco estresante. En realidad, si somos suficientemente
joviales, nos cura con una calma que se posa en cada acto. Es la subversión,
la metamorfosis por aceptación. Quizás nuestro canon ilustrado
esté lejos de tal sabiduría estoica, pero el Mesías vendrá,
insiste Kafka, sólo cuando ya no sea necesario.8
Es necesario preservar para cada ser y para cada situación su disposición
al milagro, a liberarse de una omnipresente coacción. La verdad, su
revolución, sólo consiste en vivir la fatalidad de la apariencia
de otra manera. De ahí la necesidad de practicar una política
del infinito en acto, sosteniendo una creencia que se confunde con el ateísmo
y su pasión por el devenir real. Asir la fragilidad con una “mala salud”
de hierro, mantener una relación infinita con la finitud: un mar en
cada ojo de pez, una anarquía coronada. “El que posee la virtud se
asemeja a un recién nacido… Las cosas cuando se hacen fuertes envejecen,
se apartan del dao” (Tao, XVIII).9
Si hay algo que todavía sea común bajo la compartimentación
global de las franjas horarias y los individuos; si existe algo que una a
las culturas y a las ideologías, incluidas la religión y la
revolución, es la theoria, la visión que concentra toda actividad
en un punto. “Mínima en magnitud, máxima en dignidad”, dice
Aristóteles. Hay más acción en pararse a pensar que en
seguir corriendo en esta cinta interactiva de lo social, un entretenimiento
que se nos impone para apresarnos con una oferta de diversión inmediata.
Pero no nos liberamos de la gravedad sin perder al mismo tiempo aquello que
nos permite el vuelo.10
Inyectando simultáneamente miedo y confort, una flexible pared informativa
acompaña en el encierro en el Yo. Tal tiempo programado (genial, pues
varía en cada punto) nos protege de la existencia, del “eterno retorno”
del abismo real. Cierto, esa caducidad incorruptible es un poco abrumadora.
Sin embargo, tenemos dos manos, dos hemisferios cerebrales. Necesitamos que
una mano “no sepa lo que hace la otra”, pues es imposible soportar el volcán
del instante sin protección, sin la pantalla de la historia. De hecho,
la angustia es el tictac del tiempo sin reloj: o bien, su esfera sin números.11
El miedo brota hoy del vértigo del tiempo en estado crudo, sin la
cobertura de esa “cura por diversión” que ejerce la regulación
gregaria. Sin duda, necesitamos juguetes, no abandonar jamás una infancia
que se alimenta de las sombras. Precisamente la comunidad del momento reconcilia
la inmovilidad y el movimiento, la fatalidad y el juego, el abismo y la superficie
La vitalidad del instante “nos prepara para la muerte”, esa tarea de conquistar
una vida que esté a la altura de su enigma. En palabras de Graves,
entonces la muerte no es nada, nada más que “el plomo que sella un
frasco repleto”.1 de noviembre de 2011
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