José Luis Carretero Los límites del Keynesianismo y las alternativas para un mundo en crisis Revista Trasversales número 24 otoño 2011 Otros textos del autor en Trasversales José Luis Carretero Miramar es profesor de Formación y Orientación Laboral. Afiliado al sindicato Solidaridad Obrera. Miembro del Instituto de Ciencias Económicas y de la Autogestión (ICEA). Poco a poco, el dogal
de la deuda se aprieta sobre el cuello del pueblo español. Hemos visto
sus consecuencias en Grecia: un desplome del 7 %en el PIB en 2011, un desempleo
del 18,4 % dela población activa (un 43,5 % entre los jóvenes),
una rebaja del poder adquisitivo de los salarios del 25 al 40 % en los últimos
años, que se verá incrementada por las nuevas medidas pactadas
con la troika comunitaria, un presupuesto surrealista en el que las únicas
partidas que se acrecientan son las relacionadas con la contribución
del país a la OTAN (un 16 %) y la dedicada a la adquisición
de material bélico (un 67 %), partida esta última que la propia
troika comunitaria (el auténtico gobierno neocolonial que ahora dirige
el país con mano de hierro) no ha permitido que disminuyera, forzando,
en su lugar, la rebaja de prestaciones del sistema de pensiones.
Y todo este sacrificio,
todo este marasmo, ¿ha permitido acercarse al que se supone que es
su objetivo declarado: el crecimiento económico y la disminución
de la deuda pública? Lo cierto es que no. Ya hemos visto las cifras
de hundimiento del PIB, debemos hacer notar también que la deuda griega,
que hace dos años era del 115 % del PIB, tras los ajustes implementados
llegó en julio del 2011 al 150 %, y se espera que en 2012 alcance el
monto del 189 % del PIB.
Este es el
dibujo de los efectos de las medidas de austeridad implementadas en Grecia.
No es muy diferente el panorama español, donde la deuda alcanza cerca
de 800.000 millones de euros y los Planes de Ajuste se suceden a una velocidad
vertiginosa: reforma fiscal, financiera, laboral, de la negociación
colectiva, privatizaciones y recortes en los servicios públicos,
todo vale para proceder a pagar una deuda que ha sido generada, precisamente,
sufragando con dinero público los prodigiosos agujeros que la actividad
especulativa generó en los balances de las entidades financieras,
y que dieron lugar a la crisis.
Porque en el
fondo de la crisis no está otra cosa que el proceso de décadas
de empobrecimiento de la clase trabajadora (recordemos que en 1976 la participación
de los salarios en la renta nacional era del 73,63 %, y en 2008 del 60,21
%), y que, para mantener sin embargo una demanda solvente capaz de comprar
los cachivaches de la sociedad de consumo, debió de ser dopada con
grandes cantidades de crédito barato y fácil. Y cuando hubo
que pagarlo, todo se desplomó.
Un empobrecimiento
que, a su vez, tuvo un origen aún más profundo, expresado en
la cruel vigencia de lo que Marx denominaba la “tendencia descendente de la
tasa de ganancia”, desatada con la tendencial sustitución de la mano
de obra (“trabajo vivo”, “capital variable”, en los términos de El
Capital) por maquinaria (“trabajo muerto”, solidificado en la forma de “capital
constante”). La productividad del trabajo, acelerada por la automatización,
se enfrentaba así al límite que comporta su contradicción
evidente con el estrechamiento de la demanda solvente producido por la menor
necesidad de “trabajo vivo”. La dimensión sistémica de la
contradicción antedicha dificulta, y hasta el momento (o quizás
definitivamente) impide , el inicio de un nuevo ciclo largo de crecimiento
(los llamados “ciclos de Kondratieff”), que no termina de concretarse.
La gigantesca
contradicción, desplegándose ante nuestros ojos en la forma
de una crisis sistémica que va mucho más allá de lo puramente
económico, sólo podría solventarse, en principio, con
una transformación profunda de la estructura social que permitiese
un reparto más equitativo de las rentas (el llamado “pacto de rentas”)
entre los distintos sectores sociales, acrecentando la demanda solvente, y
con el estímulo público de los sectores productivos de la economía.
Lo que implica, necesariamente, una pérdida sustancial de poder social
para los oligopolios financieros y especulativos que dirigen el mundo en
estos momentos.
Esta “estrategia
keynesiana” de salida de la crisis muestra , sin embargo, evidentes limitaciones
en el mundo actual. Se han generado problemas notorios para su implementación,
que podríamos resumir en los siguientes:
En primer lugar,
nadie sabe hasta donde funcionará y si lo hará realmente. No
perdamos de vista que la crisis de los 70 no fue virtual ni imaginada. El
crecimiento de la productividad social alcanzó un grado tal que los
desequilibrios empezaron a producirse y, por ello, la huida hacia la especulación
no fue producto de la simple maldad o impericia de las clases dirigentes,
sino una tentativa más o menos consciente de salvar al capitalismo
del cruel destino que le imponían sus propias contradicciones internas.
El remedio ha resultado
peor que la enfermedad, no hay duda, y ahora la crisis es más radicalmente
destructiva que nunca. Pero, ¿hasta cuándo funcionará
el keynesianismo productivista? ¿No acelerará el proceso de
la tendencia descendente de la tasa de ganancia ya narrado, en un escenario
modificado donde la clase trabajadora tendrá más fuerza relativa?
Eso, indudablemente, preocupa a los oligopolios que conspiran para dirigir
un mundo cada vez más caótico.
Además, el
keynesianismo puede confrontar a corto plazo los límites impuestos
por su maridaje con el crecimiento continuo, que ha sido una de las constantes
sistémicas más profundas del capitalismo histórico.
La crisis ecológica, en la forma de contaminación, cambio climático
y agotamiento de los recursos fósiles en los que se ha fundamentado
la estructura industrial y de consumo de nuestras sociedades, parece a punto
de desatarse en las próximas décadas.
Podemos apuntar
las enormes dificultades que una estrategia basada en el consumo masivo,
y un capitalismo basado en la expansión continua encontrarán
ante el escenario de brutal decrecimiento que, de una u otra manera, puede
terminar por imponerse.
Apretando al máximo,
el Capital puede devastar las fuentes de su propia productividad, transformando
la titánica crisis de sobreproducción actual en una de subproducción,
donde la deriva caótica se acabe imponiendo, aún sobre las
mismas medidas correctoras del keynesianismo. El keynesianismo, en todo caso,
puede otorgar tiempo para empezar a implantar una nueva sociedad acorde con
la capacidad de regeneración del ecosistema que nos rodea, pero si
no es así, entendido como pura estrategia de recomposición
del crecimiento y del proceso de acumulación capitalista, nos devolverá
en pocas décadas al mismo escenario de senilidad caótica de
nuestro modo de producción en que nos encontramos, o a uno incluso
empeorado por la ruptura de todos los equilibrios naturales necesarios para
supervivencia de la especie.
Y, por otro lado,
es imprescindible dejar claro que la clase dirigente, en todo caso, no parece
en modo alguno dispuesta a dar su brazo a torcer e iniciar la estrategia
keynesiana. La absoluta interdependencia entre las actividades financieras
e industriales en las grandes corporaciones transnacionales modernas, la
desbocada avaricia que se ha dejado campar a sus anchas en las últimas
décadas, imposibilitan toda vuelta a la “racionalidad” de unos oligopolios
especulativos y financieros que se saben dueños absolutos de la situación,
aunque la misma amenace derrumbarse sobre sus propias cabezas.
La velocidad de
los intercambios, la total ausencia de barreras a las transacciones y a
la ”innovación” especulativa, los kilómetros y kilómetros
de papel firmado por los distintos Estados en la forma de tratados internacionales
y acuerdos multilaterales liberalizadores, tienen difícil marcha
atrás. Nadie quiere ser el primero en conocer la hecatombe de la
rápida fuga de los inversores internacionales, ningún gran
bloque está dispuesto a romper el equilibrio (mejor dicho, la radical
falta de equilibrio) neoliberal. El poder financiero es demasiado fuerte,
sus tentáculos está demasiado extendidos, sus formas de control
cultural e informativo son demasiado masivas.
De hecho, son tan
masivas que lo cierto es que sus metástasis pueden avizorarse por
doquier: en una clase trabajadora que se cree clase media y en una clase
media que está ferozmente convencida de que bastará con apretar
las clavijas al proletariado (como en otros momentos ha sucedido) para volver
a retomar la senda del crecimiento y el consumo masivos. Por eso aplauden
muchos de los recortes sin llegar a ser conscientes de que se están
recortando las bases de su propia existencia. ¿de qué les valdrá
tener un látigo, en la forma de reforma laboral, por ejemplo, si la
demanda agregada se desploma y la falta de consumo imposibilita la reproducción
ampliada e, incluso, la supervivencia de sus pequeños comercios? ¿De
qué les valdrá obtener rentas superiores si van a tener que
empezar a pagárselo todo (sanidad, educación, cuidados, etc.)
por la ofensiva mercantilizadora del neoliberalismo?
La clase trabajadora,
por su parte, no es capaz de desembarazarse de las inercias que la empujan
a la pasividad y el acrítico seguimiento de las mismas burocracias
que le han conducido a la derrota. Temiendo profundamente la radicalidad
de la apuesta que implica la situación, espera, sin siquiera confiar
en ello en realidad, que los dirigentes socialdemócratas le saquen
del atolladero, sin tener que empeñar sus esfuerzos en la batalla,
sin tener que pagar ningún precio. Una fútil ilusión
que no puede más que contribuir a empeorar las condiciones generales
y a debilitar a los sectores que pretenden enfrentarlas.
Así que,
en estas circunstancias, la vía keynesiana de salida de la crisis
se ve obturada, y ni siquiera sabemos si, de poder implementarse, sería
operativa. En estos momentos, el capitalismo se muestra incapaz de salvarse
a sí mismo. Toneladas y toneladas de saber y conocimiento social
no pueden impedir la deriva hacia la peor alternativa: el desplome caótico.
La racionalidad no es nada sin una fuerza efectiva que la haga entrar en
el mundo de lo real y operante.
La clase dirigente,
por su parte, parece convencida de que su mejor opción es precisamente
ese desplome. En primer lugar, porque no puede evitarlo. En segundo, porque
piensa que, aunque todos pierdan, ellos perderán menos. Como en una
fiesta repleta de drogas y bebida, mientras queden botellas nadie puede
obligar a los comensales a que dejen de beber, aunque ya se haya alcanzado
el estado de embriaguez en el que han comenzado las peleas, los vómitos
y los desvanecimientos. Esa es la imagen de una clase dirigente emborrachada
por el hiperbeneficio fácil de las últimas décadas.
La opción
keynesiana, así, no será suficiente, ni podrá ser implantada
sin la fuerza de la movilización de las multitudes. La única
alternativa al colapso, pues, pasa por el despertar global que el año
pasado ha empezado a apuntarse. Un despertar que no puede fundamentarse
únicamente en recetas que sólo permitirían ganar tiempo.
Frente a las limitaciones
de la estrategia puramente keynesiana, se impone la necesidad de una agenda
mucho más profunda y propositiva para los movimientos sociales críticos.
Debemos construir una amplia plataforma de acción común que,
al tiempo, genere el armazón ideológico de una sociedad transformada
sobre la base de lo que los nuevos neurobiólogos afirman, y que dijeron
en su día autores como Kropotkin o Malatesta: la cooperación
es la esencia de una vida más rica y compleja, una expresión
de la abundancia natural de lo vivo, que crece y se desarrolla sin cesar.
Cooperación
contra mando, pues. O en otras palabras más clásicas: democracia.
Pero una democracia sustancial y efectiva, como producto de la hipercomplejidad
de una vida social capaz de aceptar la interacción cooperativa y
creativa de las multitudes sin hacer desaparecer por ello la rica textura
de individuación creada por la apertura ilustrada. Una democracia
construida entorno a varias dimensiones que vamos a narrar:
En primer lugar,
democracia política, en la forma de las tradicionales arquitecturas
del asambleísmo y la democracia directa. Gobierno, por tanto, de
la multitud. Pero cohonestado con un amplio régimen de garantías
que permita la subsistencia de las individualidades y de los diversos modos
de vida libremente aceptados por las mismas.
Frente a la utopía
aldeana de un comunismo totalitario, con asambleas “omnisoberanas” donde
el proceso de individuación operado por el libre pensamiento de los
últimos siglos ha de verse revertido para construir la “dictadura
de la multitud”, ignorando la sana e imprescindible subsistencia de los ámbitos
personales y de afirmación del individuo; hemos de afirmar la apuesta
por una democracia asamblearia de la complejidad y las garantías,
donde las libertades han de entrar en conexión y sinergia mutuas,
en los ámbitos comunes de cooperación. Frente a la imagen de
la “Iglesia”, aunque sea laica, la de la libre federación de los sujetos
que se juntan, no para desaparecer en lo común, sino para cooperar
salvaguardando sus propios espacios de autoconstrucción autónoma
y creativa. Rechazo , entonces, de la “comunidad total”, con un discurso
único para todas y cada una de las manifestaciones de la vida.
Además, democracia
económica, como elemento basal de todo otro tipo de democracia. La
“democracia” burguesa se ha demostrado un engaño precisamente porque
ha permitido el refuerzo continuo de la dictadura económica de una
clase social sobre el conjunto de la colectividad. El acceso a los medios
de producción ha de ser garantizado, por tanto, a todos los individuos.
Debemos apostar
por una sociedad de base autogestionaria, donde los productores sean a la
vez los propietarios de los medios de producción, y puedan elegir
federarse libremente entre sí. Esto no debería excluir elementos
de propiedad privada individual o familiar (la propiedad familiar campesina,
por ejemplo, se ha mostrado muchas veces como la mejor adaptación
a determinados nichos ecológicos), tampoco la existencia de “servicios
públicos estratégicos” bajo el control de la colectividad política
organizada de forma democrática y asamblearia.
La autogestión,
el pequeño emprendimiento, los servicios colectivos, junto a mecanismos
correctores de solidaridad social (pues estamos hablando de una economía
que, aunque ampararía y favorecería la planificación
cooperativa y participativa, no excluiría el mercado) instituirían
una vida productiva compartida y donde nadie debería quedar excluido.
Además, la
adaptación a la crisis ecológica impondría el favorecimiento
de la producción local, de la planificación sostenible y el
fin del consumo masivo de cachivaches y fruslerías, lo que, constituyendo
un decrecimiento en términos materiales, debería empujar,
sin embargo, al radical desarrollo de los ámbitos de producción
de cuidados, de sociabilidad, cultura y conocimiento.
Porque además,
hace falta una democracia cognitiva amplia y basada en la idea de la abundancia
cultural y de la creatividad. Frente al decrecimiento en juguetes sin sentido,
el crecimiento exponencial en juegos colectivos y en el desarrollo de las
potencialidades intelectuales y afectivas de los individuos. Hacer sentido,
en lugar de cosas.
Ello implica, por
supuesto, un cuerpo común del conocimiento de acceso libre y compartido
(el llamado procomún) y la transformación radical de los mecanismos
de la propiedad intelectual.
La explosión
de la sociabilidad, de la creatividad, del intercambio cultural, de la afectividad
y los cuidados mutuos, deberían de ser la nota definitoria de una
sociedad que habría renunciado al crecimiento material sin fin del
capitalismo, para construir una economía estacionaria, pero sustentada
en la abundancia vital.
De nuevo, aquí,
cierto “colectivismo cerrado” que abrasa e impide las diferencias individuales
constituiría un error esencial. Sólo la complejidad cultural,
basada en la libre individuación y en el pleno desarrollo de las
potencialidades únicas (y subrayamos ese “únicas”) de cada
ser humano, impediría la reconstrucción del “universo gris”
que caracterizó ciertas tentativas de transformación pretéritas.
Y, por último
pero no menos importante, una democracia en lo cotidiano que permitiese
que las formas de vida múltiples y complejas nacidas en los márgenes
de la sociedad global capitalista no colapsasen en una uniformidad aldeana
revisitada. Nuestra transformación no ha de consistir en revivir
el viejo mundo precapitalista, sino en hacer saltar las barreras que impiden
el libre desarrollo de las libertades individuales y colectivas generadas
en los últimos siglos.
Las sexualidades
múltiples, la igualdad de los géneros, los distintos artes
de vivir, la creatividad personal en la expresión de cada uno de los
elementos en que se constituye la textura de la vida cotidiana, son conquistas
irrenunciables que no sólo no se han de abatir en la conformación
de un neoconservadurismo “igualitarista”, sino que han de ser la base que
sustente la nueva producción cognitiva y la nueva democracia compleja
de una especie capaz de generar un nuevo imaginario para la palabra “abundancia”.
Democracia, pues,
en todos los órdenes de la vida. Cooperación, en un juego
complejo y lúdico con las expresiones creativas de las individualidades
liberadas.
Caminar en esa
dirección es la única salida vivible a la gran transformación
que encaramos.
Pero ese camino
habremos de transitarlo cumpliendo las mismas premisas que esperamos ver
al final: cooperar, pero respetando nuestras diferencias. Ahí está
la gran dificultad. Sólo construiremos ese mundo haciéndolo
efectivo en nuestras relaciones mutuas.
Nuestras capillas,
nuestras sectas, nuestros discursos apolillados o diseñados en el
aire, deben ser objeto de una gran marejada. La apuesta keynesiana, aun imprescindible
en este momento, sólo permitirá ganar tiempo.
El mundo es ahora
mucho más complejo. A nuestro mundo antagonista le pasa exactamente
lo mismo. Sólo construyendo nuevos ámbitos de cooperación
compleja podremos levantar la posibilidad de nuevos abrazos.
Eso implica estar
preparados para la emergencia de nuevas fuerzas y nuevos lineamientos, para
generación de nuevos espacios de alianza y de nuevas contaminaciones
mutuas. Para construir creativamente una vida más allá del
capitalismo.
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