Trasversales
Lois Valsa

Apendice a La experiencia totalitaria (o reflexiones de Claude Lefort sobre Archipiélago Gulag

Revista Trasversales número 26, junio 2012

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Si el Estado debe invadir todos los sectores de la sociedad, si el pueblo debe ser el Uno, hay que eliminar a los hombres que sobran, obstinarse en producir enemigos; sólo así se establece el Uno, con la supresión del Otro…Si el Estado, el poder del Estado, se separa de la sociedad, si el Uno es su producto, el poder, la voluntad, el saber deben concentrarse en un Uno, hay que añadir otro, el gran Otro (Claude Lefort)

Al leer y escribir sobre La experiencia totalitaria (Tzvetan Todorov, Galaxia/Círculo, 2010, ver http://www.trasversales.net/t25todor.htm) me ha quedado al menos una cuestión en el aire que considero de mucha importancia, un vacío al que creo que habría que prestar más atención, un dogma y una exclusión de la que nos hemos nutrido intelectualmente. El autor nos decía en La experiencia totalitaria que no había conocido en su momento (“Recuerdo que cuando apareció en Francia Archipiélago GULAG, de Solzhenitsyn, a mediados de los años setenta, no me apetecía lo más mínimo leerlo. Me daba la impresión de que sabía cuanto había que saber sobre la experiencia totalitaria y que tenía cosas mejores que hacer que volver a sumirme en ese repugnante lodazal”) la publicación del libro-documento de Alexandr Soljenitsin (1918-2008) Archipiélago GULAG (1), obra en la que se mostraban al desnudo los interiores de las prisiones y de los campos de concentración soviéticos y la consiguiente crítica al totalitarismo. El autor aunque lo había terminado mucho antes se había abstenido de publicarlo hasta ese momento: “El deber para con los que aún vivían, podía más que el deber para con los muertos. Pero ahora, cuando, pese a todo, ha caído en manos de la Seguridad del Estado, no me queda más remedio que publicarlo inmediatamente”. Y se lo dedicaba “a todos aquellos a los que no les alcanzó la vida para contar esto. Perdonadme porque no lo vi todo, no lo recordé todo, no lo intuí todo”. Al tiempo ya nos aclaraba: “Cuando empecé este libro, en 1958, no conocía Memorias ni obras literarias dedicadas a los campos de concentración. En los años que pasé trabajando en él, hasta 1967, fui conociendo poco a poco los Relatos de Kolyma de Varlam Shalamov, y las Memorias de D. Vitkovsky, E. Guinzburg y O. Adamova-Sliozberg, a los que me refiero como si se tratara de obras literarias de todos conocidas (y así será, al fin y al cabo)”.

Por cierto, en relación con estas obras de las que habla Soljenitsin, antes que su libro también se había publicado en polaco, en 1951, la obra de Herling (Kielce, 1919-Nápoles, 2000), Un mundo aparte (2), obra que, publicada en Inglaterra, Bertrand Russell ponía a la altura de Primo Levi; del Shalámov de Relatos de Kolymá; del Józef Czapski de En tierra inhumana, sobre la tragedia de Katyn; del Milosz de El pensamiento cautivo; o del Alexander Wat de Mi siglo. Una obra que, además de ser la primera narración sobre los gulags, hoy goza de una fama de calidad literaria de primer orden. Decía Russell como prologuista del libro que “de los muchos libros que he leído sobre la experiencia de las víctimas de las cárceles y campos de trabajo soviéticos, el de Herling es el más impresionante y el mejor escrito”. Un libro, y Russell denunciaba a los comunistas y a sus compañeros de viaje que negaban la represión soviética, que fue denostado y perseguido por los “detentadores de la Revolución” como Sartre y otros tras finalizar la Segunda Guerra Mundial. Una obra en suma que no gozó de la fama de la obra de Soljenitsin pero que posee un rigor sociológico y una perfección literaria digna de admirar que se rescata ahora en castellano como importante indagación en las profundidades del Mal totalitario.

No sé si Todorov, cuando ya estaba muy interesado por este tema, llegó a leer esta obra que acabo de reseñar, o el libro posterior, eje de este texto, de Claude Lefort, Un hombre que sobra. Reflexiones sobre El Archipiélago Gulag (3). Lefort, y otros en aquel momento, sobre todo los del grupo y la revista “Socialismo o barbarie” fundada por él y por Cornelius Castoriadis (4), sí estaban muy atentos desde hacía tiempo a la aparición de la obra del escritor ruso. Un obra que, según nos dice Lefort en este ensayo, describía muy bien la construcción del régimen de continuo terror y burocrático en la URSS: “un libro que desmonta el decorado del socialismo estalinista y revela la gran maquinaria de la opresión, los mecanismos de exterminio disimulados detrás de las mamparas de la Revolución, de la Planificación benéfica y del Hombre nuevo- en fin, que proviene de Rusia misma- escrito por alguien cuyo testimonio y conocimiento del sistema son irrefutables”. “¿Por qué lo esperábamos?”, se pregunta Lefort; y al tiempo pregunta: “¿Cómo, incluso aquí, en Francia, el miedo a la verdad ha podido ser tan obstinadamente cultivado, la mutilación del pensamiento practicada con tanta meticulosidad por la mayor parte de los que componen la “izquierda”, por aquellos mismos que, sin embargo, se movilizaban contra la opresión y la explotación del mundo capitalista, incluso por aquellos que no se habían enterrado en la fidelidad al Partido y que sabían, pese a todo, lo que no deseaban saber?”. Y entonces, con Lefort, tendremos que volver al viejo enigma ya planteado por La Boétie en su Servidumbre voluntaria y buscar donde se arraiga aquí.

Para Lefort la idea de su ensayo nació de lo que debía ser una simple nota para un público minoritario en la revista Textures que pronto cobró dimensiones imprevistas más allá de la publicación. El libro de Soljenitsin le provocó infinidad de reflexiones de la misma forma que su autor había reflexionado a partir de la necesidad de conocer a partir de su propia experiencia. Por ello, Lefort, y yo también estoy hablando únicamente del Lefort de esa época, prescindiendo de los artículos y las declaraciones del escritor ruso que había provocado mucha polémica y acusaciones de todo tipo contra él, se centra solo en su obra. Por cuanto, señala, “en ella se revela la historia de nuestro tiempo”. “Sin embargo, no supone, me parece, traicionar la empresa del archipiélago el aplicar la crítica de las ilusiones y las mentiras con las que se encubre el totalitarismo al ambiente que, aquí mismo, fomenta el mito del socialismo en la URSS”. Porque “ahora, la obra de Soljenitsin, gracias a la cantidad de hechos narrados, de los testimonios y la documentación utilizada, aclara, como nunca antes se había hecho, el sistema de la represión y, con él, el régimen. Sin embargo no constituye una revelación, sino sólo para aquellos que nacen ahora a la vida política. La información existía ya en el periodo comprendido entre las dos guerras, y desde hace veinticinco años al menos ya no hay ignorancia de los hechos, sino ceguera deliberada”. ¿Por qué se habían cerrado los ojos y se había evitado la realidad? Bastaba, remata, consultar a Trotsky, a Souvarine, a Kravchenko, el relato de Mme Neumann, a Daline, a Ciliga y otros, o leer los informes de los debates del Consejo económico y social de la ONU. En 1950, la tragedia es, pues, conocida, nombrada.

La argumentación polémica de Lefort se centra sobre todo en la postura ambigua de la revista “Les Temps Modernes” de la inmediata posguerra, 1948-50, una revista “a la que su libertad de expresión le valió una reputación de vanguardia y que dio prueba, en numerosas ocasiones de valor político, y, al menos mientras Merleau-ponty compartió la dirección con Sartre, de un meritorio esfuerzo por cuestionar el 'socialismo' soviético”. Para la revista la URSS era una empresa averiada. Para Merleau-Ponty, frente a los marxistas pretendidamente ortodoxos, stalinistas o trotskystas, era algo accidental al sistema. No anulaba las críticas de Lefort pero las dejaba en suspenso con un ¿quizá? Después de la guerra, cuando se planteaba en público la cuestión del trabajo forzado solía responderse con la cantinela: “los campos de concentración no existen”. La URSS escapaba “a priori” a toda crítica. “Todos sabían cómo se anexionaron los países bálticos, cómo fueron deportados a las estepas siberianas millones de hombres, cuya única tara consistía en ser lituanos o estonios”. Lefort discutía con “Les Temps modernes” porque esta revista no formaba parte “entonces” de los cuadros de la izquierda progresista ordinaria, porque habitaba en ella la contradicción, porque le preocupaba una exigencia de verdad. “Repito: en aquella época. Pues, más tarde, todo fue distinto: Sartre lanzó su cruzada a favor del régimen de Stalin y del PCF, él que había firmado el editorial de 1950, la desmesura en la ceguera…vale más dejarlo así”. Además Lefort amplía sus críticas a intelectuales “progresistas” como Jean Daniel, director en “El Nouvel Observateur”, porque “lo que sí plantea un problema es el fenómeno social que supone el negar los hechos relativos al universo soviético”. Por otra parte, en 1950, al tiempo que publicaba un informe sobre los debates del Consejo económico y social relativos al trabajo forzado, la revista “Les Temps modernes” se abría con un editorial firmado por Merleau-Ponty y Sartre (“Los días de nuestra vida”) crítica con David Rousset, escritor y hombre político francés que durante la Segunda Guerra Mundial había sido deportado, como resistente, a los campos de concentración nazis (El universo concentracionario era el resultado de su experiencia en dicho universo). Rousset había sido uno de los primeros en denunciar en Francia, por los años 1948-50, el escándalo de los campos de concentración soviéticos en “Le Figaro littéraire” y había sido tachado de agente de la CIA. En el editorial, aún condenando la maniobra política de Rousset que para ellos, y con razón según Lefort y cosa que yo no entiendo, se había pasado al anticomunismo burgués, decían sin rodeos lo que había que decir (“Es probable que el número total de detenidos se cuente por millones: unos dicen diez millones, otros quince…..el veinte por ciento de la población, el diez por ciento de la población masculina”). Estos datos los confirmaba en esos momentos la lectura de la obra de Soljenitsin. Mucho más tarde, en La experiencia totalitaria, en la que trata de figuras para él “ejemplares”, nos dice Todorov: “Es el caso de David Rousset, deportado a Alemania durante la guerra como miembro de la Resistencia, que en 1949 hace un llamamiento a favor de los detenidos en campos que siguen funcionando en Rusia y en otras partes”. Pero, como podemos ver, Todorov no se va a centrar en el universo concentracionario y en los estudios totalitarios hasta mucho después del periodo del que estamos hablando. Concretamente, en otra obra suya anterior (5), ya le había dedicado un capítulo a Rousset.

Todorov, con la perspectiva del tiempo, ennoblece la figura, para él “ejemplar”, de David Rousset (1912-1997), quien al regresar a Francia, al salir del campo de Buchenwald en abril de 1945, publicó dos libros que tuvieron gran resonancia: El universo de los campos de concentración, en 1946, que recibió el Premio Renaudot, relato y análisis del sistema represivo nazi, al mismo tiempo; y Los días de nuestra muerte, en 1947, una ficción polimórfica como síntesis de numerosos relatos de deportados. Ambas obras imponen durante años, según Todorov, el propio término “concentrationnaire”. Para él, “lo que hace excepcional a David Rousset no es que haya sido militante, deportado, superviviente o testigo, sino que iniciara, entre todas las antiguas víctimas, en 1949, el combate político contra los campos que existían aún por aquel entonces… Fue un acto valeroso: fue atacado inmediata y violentamente”. Rousset fue abandonado por sus antiguos amigos y otros cambiaban de acera al encontrarlo por la calle. La prensa comunista (Les Lettres Francaises) lo cubrió de injurias a lo que respondió con un proceso, que ganó, por difamación. Y en ese momento fue cuando Merleau- Ponty y Sartre, en el editorial antes citado de su revista, cortaron los vínculos con su antiguo camarada. Para Todorov su actitud y este acto de negativa a condenar a la Unión Soviética proporciona “una abrumadora ilustración de la irresponsabilidad política en los intelectuales franceses de más relieve por aquel entonces”. Rousset reincidió y fundó, con un grupo de ex deportados, una Comisión Internacional contra el Régimen de los Campos de Concentración (la CICRC). Todorov ve en ello un adelanto de lo que luego sería Amnistía Internacional.

Pero volviendo al tema que nos ocupa de Soljenitsin después de este desvío por Rousset, Lefort, mucho antes que Todorov, se preguntaba: “Así, pues, el libro de Soljenitsin, ¿qué importancia tiene, qué importancia tendrá?...Se sabían tantas cosas sobre la URSS hace un cuarto de siglo.. ¿Qué quiere decir, pues, saber?...¿Cómo se lee, cómo se leerá El Archipiélago Gulag?...Sí, ¿qué es saber en el año 1976”. Se respondía: “El Archipiélago Gulag es mucho más que un relato sobre la vida de los detenidos en las prisiones y en los campos de concentración soviéticos y mucho más que una historia del sistema penitenciario desde los días que siguieron a la Revolución de Octubre hasta 1953. Sin embargo, tiene la dimensión de un relato: está construido a partir de una gran cantidad de testimonios y de la propia experiencia del autor; y tiene la dimensión de una obra de historia: está basada en esos testimonios y en una considerable cantidad de documentos oficiales, legislativos, administrativos, jurídicos, políticos y literarios”. Según Lefort era un relato cautivador para el lector pero el horror no debía servir de pantalla porque Soljenitsin “se propuso pensar aquello que precisamente impide pensar. El que no le siga en este camino olvidará su libro cualquiera que haya sido el grado de emoción cuando lo tenía entre sus manos”.

Soljenitsin conoce el horror y atraído por ese mundo del Archipiélago extrae de él una pasión, un deseo ilimitado de comprender. Lefort le compara en esta vivencia de la experiencia límite con Robert Antelme en su L´Espèce humaine, obra sobre los campos de concentración nazis, en la que el más bajo grado de abyección los hombres descubren como un hecho su humanidad- un hecho indestructible, natural y, como tal sobrenatural-. Y al mismo tiempo ese deseo de saber sobre ese mundo que se ha hecho precisamente para anular el pensamiento, la palabra y la escritura, le ha hecho a él, tan débil, indestructible. El esclavo, el zek, que estaba destinado a ser el hombre del Gulag se convierte en un maestro de la muerte. Pero además del relato, de la historia, la obra es una investigación literaria (subtítulo) que no tiene límites que nace de una condición privada de todo sentido que la hace ser literaria al ligar el conocer a la palabra que nombra las cosas y a los demás para alcanzar solo así la verdad. Concluye Lefort: “Nada más digno de ser meditado que la estructura de ese libro. Empeñado sobre todo, en dar a conocer los campos de concentración, e, indirectamente, el que los engendra, a desmontar los mecanismos de la 'industria penitenciaria', a reconstruir la historia de la represión, a descubrir la lógica del totalitarismo, obliga a oír constantemente la voz de alguien, una voz absolutamente singular, cuyo timbre, fuerza y ritmo cambian bajo el efecto de la indignación, del dolor , del sentido del humor, del insulto (¡cómo se habla de Gorki!), una voz tal que la traducción (parece excelente, pero necesariamente imperfecta) es capaz de volverla sensible. Nada más notable, también, que la estructura del discurso burocrático, su anonimato” (página 23). Para Lefort, y frente a ese mundo, Soljenitsin dice yo y habla contra la sinrazón.

Entonces Soljenitsin nos ilumina más sobre la represión antes de la era stalinista en la que solo se veían algunos episodios de la violencia leninista, y en lo que se refiere a la era stalinista destroza la tesis oficial, forjada por Kruschtchev y reproducida por sus sucesores, revelando la continuidad de la represión (encarcelamientos y deportación) o, según sus palabras, el incesante funcionamiento de la “industria penitenciaria, el “movimiento perpetuo” de traslado de los detenidos, y, por otra parte, la naturaleza de la población a la que sometía, compuesta en una ínfima parte de verdaderos “políticos” y en su inmensa mayoría de elementos cualesquiera que fueran, pertenecientes a todos los estratos de la sociedad (por lo tanto sobre todo a trabajadores), condenados por delitos menores o puramente ficticios. Además son puestos en evidencia los cambios ocurridos en el régimen de los campos de concentración, en particular la ruptura de 1934, que consistió en sustituir las armas, pese a su eficacia, de la ideología por aquellas, más convencionales, de la violencia física. Todo ello a través de un estudio no solo histórico y de la evolución de las leyes sino también sociológico (para Lefort esta perspectiva sociológica parte de una cultura marxista, por ejemplo cuando afirma que los zeks conforman una clase y compara su condición con la de los siervos en la Rusia zarista demuestra conocer la problemática de Marx), y etnológico (“los zeks como nación”). Y a esta triple indagación se añade una reflexión sobre lo político, sobre la lógica del totalitarismo. Todo ello constituye una contribución sin paralelo al estudio del sistema.

Por último, para Lefort, que analiza el libro muy a fondo, esta obra nos muestra, por contraste con el despotismo ruso, aspectos absolutamente nuevos del régimen forjado por el estalinismo como régimen moderno que sobrevive a la desaparición de su Amo. Sus observaciones sobre el vínculo de este mundo totalitario con la ideología socialista ponen en cuestión al mismo Marx y sobre todo al leninismo. Además nos plantea una pregunta fundamental sobre “el fantasma de una sociedad unificada, totalmente agrupada bajo el efecto del trabajo colectivo y de su movilización con miras a un fin universal”. Sin embargo, no solo esboza la lógica del totalitarismo sino que llega a la observación en el espectáculo de los campos de concentración de un proceso de descomposición de lo social, de una deshumanización. Entonces “nos encontramos confrontados con una experiencia que no solo escapa a toda voluntad individual o colectiva sino que se vuelve informulable en el marco exclusivo del discurso totalitario”. El escritor nos acerca a este mundo a través de metáforas (el cáncer que difunde su metástasis, la red de canalizaciones donde no cesan de “salpicar la sangre, el sudor, y la orina a la que nos habían reducido”, la masa de detenidos como ríos que forman otros ríos, los poderes de la represión son los “Órganos”, etc……., metáforas geológicas, biológicas, industriales, como metáforas que intentan una traducción en el lenguaje de lo que escapa a todo lenguaje para configurar lo no-social, lo no-humano). “Si esta obra tiene el poder extraordinario de inscribirse, en el momento mismo en que aparece, en la Historia es que formula todas las preguntas de nuestro tiempo sobre la Sociedad y sobre la Historia- incluso si su intención no es articularlas en la 'teoría'- es que interpela el Siglo y hace tambalear todo el edificio de sus representaciones, ordena abrir los ojos ante la gran fisura del mundo moderno”.

Lefort entonces se pregunta: ¿Desde qué posición habla Soljenitsin? Responde: una operación se ha puesto en marcha desde distintas capillas de los propagandistas soviéticos o de sus acólitos occidentales para desencadenar la crítica socio-política de Soljenitsin a favor del argumento según el cual sería anticomunista, conservador, reaccionario, en fin cristiano devoto. Mandel dice que no nos revela nada sobre la represión que no supiéramos gracias a la oposición de izquierda al tiempo que concentra su análisis en la defensa del leninismo como respuesta del terror rojo al terror blanco. Así, según Lefort, el paralelismo, de los argumentos trostkystas y neoestalinistas cobra todo su sentido. Pero para él la sospecha sobre Soljenitsin tiene orígenes más profundos como testimonio de las devastaciones de la ideología en los sectores de jóvenes izquierdista, militantes o no, que no tienen acceso a la Historia si no está abierto a una posición “revolucionaria”. Hay que observar las verdades del libro y darles un destino para que no se forje otra leyenda, a saber que el Archipiélago GULAG contiene una visión reaccionaria del mundo, sino que, por el contrario, este libro “se encuentra constantemente bajo el signo del antiautoritarismo y, más aún, debe toda su concepción a la identificación del escritor con el trabajador del campo de concentración, con el que trabaja y vive todo el peso de la opresión y de la explotación”. Con el alma de “mujik” que Soljenitsin declara tener, aprehende desde abajo la sociedad del Gulag y la sociedad en general. Y lo que la “buena sociedad soviética” no le perdona no es su vínculo con la religión o con la vieja Rusia sino “el haberse atrevido a decir, una vez libre, que la mayoría de las personas que habían estado allí estuvieron comprometidos con la monstruosa política hábilmente atribuida a la sola persona de Stalin” (6) Y tampoco le perdonan el haberse atrevido a vilipendiar a los escritores del régimen como Gorki, Sholojov, Ehrenburg (7) y los otros; y atacar a la corrupción generalizada que engendró el stalinismo. Lefort lo clasifica, así, como el mayor contradictor público (al menos el que pudo sobrevivir y hablar) engendrado por la sociedad burocrática. Un libertario en su actitud que escapa a las categorías de la ideología y que se engendra en la experiencia del dominado y solo así se eleva a lo universal.


NOTAS:

1. El subtítulo de esta obra era 1918-1956. Ensayo de investigación literaria. I y II (World Copyright, 1973; Plaza&Janés, S.A., Editores, Traducción de L. R. Martínez, Barcelona, 1974). Ha sido reeditada, a partir de 2005, en tres volúmenes ya publicados, por la editorial Tusquets, en primera edición de 1998, 4ª edición marzo 2011. Esta editorial también ha publicado Un día en la vida de Iván Denisovich, Barcelona, 2008. Estas dos obras de Soljenitsin son las que tratan directamente el tema del GULAG.

2. Un mundo aparte, Gustaw Herling Grudzinski, prólogo de Jorge Semprún, Traducción de Agata Orzeszek y Fco. Javier Villaverde Glez, Libros del Asteroide, Barcelona 2012.

3. Editions du Seuil, 1976, Tusquets Editores, Traducción de Ana Becciu, corregida por Paula Brines y revisada por Carlos Semprún Maura, Barcelona, 1980. En una nota al pie de la página 18 del traductor de este libro dice que “las referencias y transcripciones de pasajes de los tomos 1 y 2 de el Archipiélago Gulag han sido extraídos aquí de la edición española del libro de Soljenitsin, publicada en la Col. “El Arca de Papel”, Plaza y Janés, Barcelona, 1973. Al consultar esta publicación veo que su traducción al castellano es de 1974 aunque en la cita introductoria en la que Soljenitsin nos explica por qué ha tardado tanto en publicar el libro pone setiembre de 1973.

4. Castoriadis, en Devant la guerre, Fayard, 1981, según nos cuenta Todorov en Memoria del Mal, Tentación del Bien, y a diferencia de Aron que interpretaba el totalitarismo como una “ideocracia”, daba una segunda interpretación de “estratocracia”, un poder por el poder, una voluntad de voluntad.

5. “El siglo de David Rousset” en Memoria del Mal Tentación del Bien. Indagación sobre el Siglo XX, Ediciones Península, Traducción de Manuel Serrat Crespo, Barcelona, 2002, obra que curiosamente dedica a otra de sus figuras “ejemplares” Germaine Tillion, “que ha sabido atravesar el mal sin tomarse por una encarnación del bien”. En su primer capítulo (“El mal del siglo”) Todorov había indagado en la ideología totalitaria; y el primer germen de esta obra se encontraba en un breve texto, publicado en 1995 con el título de Los abusos de la memoria por la editorial Arléa. Por otro lado, el proceso de Rousset ya lo había analizado en “Les procés Kravchenko y Rousset” en L` homme dépaysé, Seuil, 1996, El hombre desplazado, traducido por Juana Salabert, Madrid, Taurus, 1998. En esta obra también había analizado la ideología totalitaria de forma ya directa.

6. Por cierto, “las mil quinientas página de El Archipiélago dedican muy pocos comentarios a Stalin. No hay por qué asombrarse. Soljenitsin no hace ni la historia ni la sociología del régimen soviético. La figura del Amo no se evoca más que cuando resulta conveniente asociarla a determinados episodios de la represión” (página 53, Lefort). El mejor biógrafo para Lefort en aquel momento era Boris Suvarine (Stalin, París, Plon, 1934; reeditado por “Champ Libre”, París, 1977).

7. Stalin incluso vetaría la publicación de El Libro Negro (traducido del ruso por Jorge Ferrer, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 1ª edición noviembre 2011, 2ª edición febrero 2012) de Vassili Grossman e Ilyá Ehrenburg, obra que trata de cómo, después de que el ejército alemán cruzase la frontera de la Unión Soviética el 22/06/1941, esta tierra quemada en su avance fue el escenario de una práctica de exterminio de diferentes pueblos, especialmente del pueblo judío. O sea de los atroces crímenes en masa perpetrados por los fascistas alemanes contra los judíos en los territorios ocupados de la Unión Soviética y los campos de concentración de Polonia durante la guerra (1941-1945). En relación a este exterminio en el mismo libro se plantea la pregunta: “¿Cómo fue posible que esas líneas llenas de dolor y nobleza no pudieran ver la luz en vida de de sus dos principales autores y editores, Ilyá Ehrenburg y Vasili Grossman? Hay aún otra pregunta que resulta tanto más pertinente hacer: ¿acaso era posible la publicación de un libro dedicado a exponer un intento de aniquilación de todo un pueblo -sobre todo tratándose de los judíos-, bajo el régimen totalitario de Stalin?” (“Historia y destino de El Libro negro”, Ylyá Altman, El Libro Negro, página 12).

 

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