Trasversales
Marisol Sánchez Gómez

Vida y muerte de Marina Abramovic (o cómo Abramovic observa impasible su vida y su muerte)

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Textos de la misma autora en Trasversales

Poemas de Adrienne Rich traducidos por Marisol Sánchez Gómez

Vida y muerte de Marina Abramovic (o cómo Abramovic observa impasible su vida y su muerte)

En torno a la creación de Marina Abramovic y Robert Wilson, con música de Antony, William Basinsky, Matmos y Svetlana Spajic Group, estrenada en Madrid, Teatro Real, abril 2012


La representación comienza con tres figuras con las caras cubiertas por unas inexpresivas máscaras blancas tumbadas sobre sendos ataúdes con un obsesivo zumbido de fondo. Unos perros husmean piezas rosadas (¿de carne?) esparcidas por el escenario, piezas que nos retrotraen inmediatamente al recuerdo de la video instalación de 1997 “Balkan Baroque”, perturbadora pieza en la que la artista Marina Abramovic emergía ensangrentada de una montaña de huesos de vaca rosados y sanguinolentos y con la que ganó el León de Oro en la Bienal de Venecia de ese año. Esta efectiva escena nos hace entrar directamente en lo que a continuación vamos a presenciar: la muy particular elaboración de la biografía de la performer serbia Marina Abramovic y su concepción de la performance artística como la experimentación del propio cuerpo, eje absoluto de su producción, empujado hasta sus límites para probar su resistencia última al peligro y al dolor; un límite no sólo físico sino también mental, algo dirigido metafóricamente hacia la liberación personal y comunitaria, a la vez que se convierte en la forma de hacer físico el dolor psíquico para así ponerle cerco.

Willem Dafoe, maquillado como el Joker de Batman, es el narrador, a veces corifeo, que nos va introduciendo en cada uno de los tableaux-vivants que van apareciendo en escena y a los que él a veces se suma como personaje. Incansable, titánico, recita cientos de fechas con acontecimientos casi telegrafiados de la vida de Abramovic, navega entre noticias y fechas extraídas de cartas y periódicos que repite una y otra vez. El director escénico Robert Wilson es quien ha decidido qué es pertinente y qué no de la ingente masa de información personal y profesional que la artista le ha proporcionado y así escuchamos cómo en un momento determinado le llega su primera menstruación, cómo observa las pistolas de sus padres en la mesilla, cómo decide durante un tiempo hablar cantando o piensa en tirarse por la ventana, cómo se separó de su primer compañero de vida y performance (el alemán Ulay), cómo conoció al amor de su vida en el año 1997 y cómo rota de dolor sufrió su abandono años después. Tras las primeras emisiones de información, la voz de Antony surge atronadora, como una potente declaración de intenciones: “Os voy a contar una historia negra y triste: mi soledad, mi dolor… Una historia contada a mi manera y vista por los ojos de un hombre”. Es decir, ésta es la manera (de Wilson), y es contingente: podría ser otra pero él ha elegido ésta, más centrada en la violencia enmarcada en lo personal e íntimo, al menos en la primera parte. La música de William Basinsky y Antony, el cantante transgénero que en esta obra encarna la presencia del dolor, son, junto al excelente despliegue actoral de Dafoe, sin duda lo mejor de la función. La música, sensible y oportuna, enmarca y acentúa los momentos terribles de esta biografía en los que Robert Wilson introduce siempre una pequeña sonrisa burlona que da oxígeno al espectador. La puesta en escena estilizada y minimalista pero con un marcado toque estético surrealista, de personajes con movimientos hieráticos casi de figura de guiñol, tiene una evidente influencia de la cultura visual del cómic como ya es habitual en este director escénico al que se acusa, no sin cierta razón, de mantener siempre el mismo tipo de discurso escénico. Así, la madre de Marina (personaje representado por ella misma) entra en escena vestida y peinada como el hada Maléfica de La Bella Durmiente precedida del terror de unos pasos que retumban amenazadores. La propia Marina-niña es una Minnie Mouse de Belgrado que observa extasiada la nueva lavadora que sus padres han sido los primeros de esa ciudad en adquirir. La historia política de fondo se va tejiendo de esta manera con pinceladas sutiles que pueden pasar fácilmente desapercibidas. Por eso, quizás, algunos críticos dicen echar de menos en esta ópera posmoderna una mayor evidencia de la circunstancia política de Yugoslavia y sus repercusiones en el seno familiar, obviando que una familia que es la primera en tener lavadora en Belgrado es una familia evidentemente integrada de manera cómoda en la Yugoslavia de Tito (de hecho, sus padres habían sido partisanos durante la guerra y eran importantes figuras del Partido Comunista). Por otro lado, muchas de las performances a las que hacen referencia ciertas escenas fueron en su momento pensadas por Abramovic como una manifiesta crítica a la obsesión controladora y represiva del sistema totalitario de ese país y a su violenta historia (véase la pieza “Cómo matamos ratas en los Balcanes”, también perteneciente a “Balkan Baroque”, recitada por Dafoe de un manera artificiosamente histriónica, distanciada y burlona, provocando incomprensiblemente la risa de algunos espectadores que prefirieron ignorar que lo que se narraba allí era la trágica tendencia depredadora en aquellas tierras a devorarse los unos a los otros). Pero sobre todo, destaca esa madre-totalitaria, proyección en el ámbito de lo íntimo del sistema de control totalitario de Tito: una madre-estado que impide soñar, crear, relacionarte o escapar y que es capaz de golpearte y mandarte inmediatamente al hospital a curarte; un hospital en el que las normas son exhaustivas y en el que las camas terminan ardiendo mientras un grupo de personajitos con pijamas amarillos destroza el mobiliario tras haber entonado largamente una cantinela. “Estoy ardiendo de amor, estoy ardiendo de rabia, estoy ardiendo de humor”, cantan. Y es que prácticamente toda la obra plantea la oscilación entre la sumisión y la insumisión de la protagonista: una artista indómita que tarda inexplicablemente 28 años en separase de una madre que reina en una casa en la que la obediencia impuesta y el desprecio a la singularidad de la hija son ley. ¿Cómo no entender y emocionarnos con las hermosas palabras que Antony compone para que Christopher Nell (actor del Berliner Ensemble y cantante, para el que incomprensiblemente Wilson no diseña un aplauso final diferenciado claramente merecido) vestido de Minnie Mouse se las dirija a su madre en “Dream Crusher”?

Plenamente consciente de lo que sucede con esa madre-estrago, una Marina-Minnie canta decidida que piensa crecer hacia “la luminosidad de su error” para que sus sueños no sean aplastados. Tremendas palabras para una figurita infantil, pequeña y desempoderada que, bravucona, intenta darse ánimos en medio de la oscuridad de esa madre-muerte que planea omnipotente sobre el escenario. Trágico periplo de una mujer de la que se cuenta cómo con catorce años jugaba en su casa a la ruleta rusa mientras de nuevo Christopher Nell entona suavemente un “Why I feel so alive?” (“¿Por qué me siento tan viva?”), señalando la confusión existente entre esa vida y la muerte.
Efectivamente, Abramovic parece haber transitado durante demasiados años a merced de una figura materna terrible escuchando sus dichos obsesivos respecto al sexo que debe ser reprimido, al dolor que debe ser soportado sin una queja, a la obediencia a lo que no debe cambiar. Impactante escena en la que Dafoe recita estas frases maternas, esos significantes-amos que sin saber muy bien por qué elegimos y dirigen nuestra vida: los personajes, vestidos de manera variopinta, desfilan por un suelo rojo delante de una pantalla sobre la que se proyectan imágenes obsesivamente rápidas y repetitivas de un mercado callejero de los años cincuenta. La música y el coro expresan una duda probablemente muy personal (“si una mujer se hace daño a sí misma, ¿Dios la perdona o la desprecia?”) y enmarcan el momento en que Abramovic, vestida de madre-madastra, se quita finalmente la máscara hierática y blanca que cubre su cara. Ya no es más su madre. Se ha distanciado. Es un nuevo comienzo.

La segunda parte, más hermética que la primera, nos trae como platos fuertes a Dafoe cantando su lamento y extrañeza ante la manera en que Marina se hiere a sí misma, en una espectacular escena en la que el actor gatea entre nubes u olas de humo,  y dos canciones de Antony de extraordinaria solemnidad, sensibilidad y belleza. El cantante, cubierto durante toda la representación con un vestido negro que tiene un corsé rígido que asemeja una jaula, transmite una profunda emoción al interpretar las maravillosas “Cut the World” y “Volcano of Snow”, ésta última a dúo con la voz bella y enigmática de Christopher Nell. “Volcano of Snow” va precedida por los sugerentes cantos balcánicos funerales compuestos por Svetlana Spajic, que dan fin a la representación de la misma manera que empezó, esta vez con una Abramovic que se eleva entre otras dos figuras como un ángel blanco sobre su tumba en una resurrección en la que la consciencia final de la performer es definida como “un volcán de nieve” y “la inmaculada constelación de la blancura”. Impasible, con un melancólico extrañamiento, Marina nos observa y se observa más allá del dolor desde sólo uno de los tres ataúdes que se enterrarán simultáneamente el día que muera. Será su última performance. La vida y la muerte a escena.


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