Trasversales
José M. Roca

Érase, otra vez, un país desorientado

Revista Trasversales número 27, octubre 2012

Textos del autor
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1. Un país desorientado, otra vez

Como si viviéramos en la máquina del tiempo que describiera H. G. Wells o en una incansable noria, que nos hiciera pasar una y otra vez por el mismo lugar, en España nos hallamos de nuevo en una encrucijada, que nos recuerda tiempos pasados.

En una coyuntura internacional muy adversa, en nuestro país crecen y se amontonan viejos problemas sin resolver, problemas recientes mal resueltos y problemas actuales de difícil solución; problemas económicos y financieros, pero también políticos, sociales y morales; problemas internos y externos; problemas institucionales y territoriales; problemas estructurales agravados por problemas coyunturales; problemas urgentes y problemas importantes, pero ahora todos se han vuelto urgentes e importantes.

El dictamen empeora si se añade que carecemos de suficientes recursos económicos y en particular financieros para capear la crisis, pero también de élites con la valía necesaria para salir del atolladero sin un quebranto hondo y duradero, pues, dado el desprestigio de las clases dirigentes y la mediocridad del equipo gobernante, el país parece condenado largo tiempo a la postración. La crisis económica ha sacado a la luz una crisis política que ya es innegable; España es hoy un país endeudado, desorientado y dependiente, que pierde importancia en el entorno internacional más cercano, y sometido a crecientes tensiones internas.

En un mundo en acelerada remodelación, con la Unión Europea atravesada por una severa crisis política, cuando la coyuntura es dramática para el país en su conjunto y angustiosa para millones de familias, volvemos a comprobar que no nos hemos librado de una tendencia, inexorable como una ley física, que ha marcado nuestro acceso a la Modernidad: que España va a contrapelo de la evolución de Occidente, pero se acomoda pronto a sus involuciones; es de los últimos países en acometer procesos de reformas en sentido progresista, pero de los primeros en impulsar restauraciones y saltos atrás. Se diría que lo nuestro es la Contrarreforma con mayúsculas, no sólo en materia religiosa, sino política y económica, y que ahora estamos ante otro retroceso histórico, pues la actual oleada contrarreformista nos puede llevar a desandar medio siglo.


2. Un modelo económico y financiero fracasado

La actual depresión económica no es un reajuste del sistema productivo como las crisis monetarias y financieras anteriores, sino una crisis general que ha puesto en solfa el modelo financiero y bancario vigente, pero también el modo de producir, de comerciar, de hacer negocios, de trabajar, de consumir y de gobernar; de entender la vida, en definitiva, incluyendo en el término la de los seres humanos, desde luego, pero también la del planeta. Estamos ante una honda crisis del modo de producción capitalista; una crisis de la civilización occidental.

Hasta fechas recientes, bajo la hegemonía de los países capitalistas más desarrollados, en particular de Estados Unidos, el sistema económico mundial había funcionado como una aspiradora que succionaba capital en los países de la periferia y lo depositaba en el corazón del sistema financiero, pero ahora el expolio ya no se limita a las empobrecidas masas del tercer mundo, sino que alcanza a los asalariados de los países del centro del sistema, que, debido a diversos sistemas de protección, se hallaban en mejor situación.

Los más ricos del planeta, y en particular los de los países desarrollados, se han cansado de repartir una mínima parte de la riqueza obtenida mediante el esfuerzo colectivo con quienes la han producido y con los menos favorecidos. Sin nadie que se lo impida, ni un enemigo a la vista que les infunda temor, han dicho basta y, aprovechando las medidas para salir de la crisis, han decidido que lo quieren todo y lo quieren ya. La salida de la crisis, según la receta neoliberal adoptada por la “troika” (FMI, BCE y Comisión Europea), está creando un circulo vicioso que concentra la riqueza y aumenta la pobreza al mismo tiempo que hace necesarios nuevos créditos, que son difíciles de saldar cuando se restringe el gasto público, se paraliza la inversión privada, se reduce el consumo y crece el desempleo. Tal solución genera una voluminosa deuda externa imposible de devolver, garantiza el retroceso económico y ensancha el abismo entre rentas.

En España, la crisis económica, a la que hemos aportado los desequilibrios de nuestro crecimiento y la particular burbuja inmobiliaria, que se cebó para dar aliento a un modelo productivo que ya se agotaba, se alarga y sus peores efectos se agravan. Los estudios más optimistas empeoran el pronóstico oficial con dos años más de depresión y una larga etapa de crecimiento lento, que pospone décadas recuperar los niveles de actividad previos al estallido de la crisis.

Además del desmedido tamaño del sector financiero, la crisis ha revelado las fallas estructurales del aparato productivo, no sólo del mercado laboral, que es la percha de todos los golpes, sino de la “cultura” empresarial, de la formación profesional y del sistema educativo, de la dependencia energética, del sector de servicios, excesivamente dependiente del monocultivo del turismo y de la hostelería, del tamaño de las empresas (los pequeños y medianos negocios forman el 85% del tejido empresarial), del raquitismo del sector industrial y de la escasa producción técnica y científica (del promedio de 5000 patentes anuales, sólo el 5% acaban en el mercado), de las distorsiones provocadas por varias fuentes normativas y estructuras administrativas superpuestas y con frecuencia enfrentadas (local, provincial, autonómica y nacional, además de la europea), y por un sistema judicial digno del siglo XIX, con un aparato de administración de justicia lastrado por usos estamentales, por la politización de sus órganos rectores y por una notable falta de medios materiales y humanos. Y como efecto de todo ello, el impreciso lugar que España ocupa en la economía mundial.

Ignoramos si pese a nuestros desequilibrios interiores somos realmente un país moderno, con un desarrollo económico consolidado y algunos sectores industriales y de servicios punteros (construcción de infraestructuras, sistemas de control aéreo, energías renovables, hemoderivados, medicina y alta cirugía, telecomunicaciones, aeronáutica) o si, como efecto de nuestra historia reciente, con una modernización tardía, apresurada, desigual e insuficiente, podemos devenir en pocos años en un país sumergente, con un modelo económico de tipo latinoamericano que fácilmente nos precipite a los últimos lugares de Unión Europea en casi todos los capítulos. Durante unos años nos hemos sentido como un gigante económico, pero éramos un coloso con pies de barro, o mejor dicho, de barro cocido: de ladrillo.

3. Un gobierno mediocre

El Gobierno español, que no duda del modelo que ha quebrado, lo fía todo a restringir los gastos para devolver una deuda que no cesa de crecer, pero sin gravar fiscalmente a quienes más tienen para aumentar los ingresos públicos. Las condiciones impuestas por Bruselas al segundo rescate financiero, unos 100.000 millones de euros, por ahora, van a cargar los costes sobre quienes ya soportan, con merma de sus derechos y deterioro de sus condiciones de vida, las medidas adoptadas para hacer frente a una crisis a la que no se le ve fin ni solución. Las perspectivas inmediatas son sombrías: si algo no cambia pronto, a la inmensa mayoría de los españoles nos esperan más recortes; es decir, vivir aún peor, sin otro horizonte que volver a los años cincuenta del siglo pasado, arrastrando una deuda externa imposible de devolver.

El Gobierno del PP, sin líder ni liderazgo pero autoritario, opaco, mentiroso y protector de la evasión fiscal, muestra su tuétano conservador, su aversión a los trabajadores, su falta de visión ante el futuro y su egoísmo de clase al aprovechar la situación para restaurar el pasado. Su obsesión es conservar los privilegios de las clases altas y restablecer los antiguos, repartir de nuevo la riqueza, despojando de ella a las clases subalternas, y reducir la soberanía de la ciudadanía con un simulacro de democracia.

El PP no puede proponer una solución nacional a la crisis porque no la tiene ni la quiere: está sobrado de mentiras y titubeos, pero falto de un discurso general y de una clara proyección hacia el futuro que contemple los intereses de todo el país. Ausente de las cámaras y con el Congreso reducido a ratificar decretos, los silencios y vacilaciones de Rajoy son alarmantes, pero sus oscilaciones en la UE son abochornantes, pues cambia de aliado según el día (dúo Merkozy, luego Monti, Hollande y de nuevo Merkel), demora las decisiones y sus discursos son desmentidos por la realidad. Lejos de generar confianza en los inversores y en la “troika”, su manera de proceder suscita sospechas sobre lo que, voluntaria o involuntariamente, esconde, pues los datos sobre la economía española son regularmente desmentidos por los que ofrecen agencias, auditores y entidades internacionales, que son peores. El Gobierno está rendido ante la magnitud de la crisis y trata de ganar tiempo, pero, a pesar del disimulo, espera recibir instrucciones y socorro financiero de la UE.

Según el barómetro de Metroscopia de septiembre, ningún ministro merece el aprobado por su trabajo. El mejor valorado es Morenés, cuya gestión sólo desaprueba el 48% de los encuestados, el peor es Wert, que recibe un rechazo del 69%. El presidente del gobierno inspira poca o ninguna confianza al 84% de los votantes (59% entre los del PP) y el 89% desconfía de Rubalcaba, líder del principal partido de la oposición.

En el ínterin, su proyecto político, que recoge las viejas aspiraciones de la derecha autoritaria, se resume en: a) doblegar a los asalariados para satisfacer a una patronal perezosa, tramposa y proteccionista, que prospera con ayuda del BOE; b) desmontar el (ya modesto) Estado del bienestar; c) reducir la democracia; d) ajustar la sociedad a los dogmas de la moral católica; y e) hacer la vista gorda ante la corrupción y el fraude fiscal.

La solución que el PP da a la recesión sólo conviene a una minoría, a una casta intocable e innombrable; es una insolidaria solución de clase, de una élite ambiciosa y reducida, formada por los ricos, la Iglesia, altos cargos de la clase política y la oligarquía que dirige las instituciones, los latifundistas, los grandes empresarios y la banca, que, contra sus alardes de patriotismo, son quienes no confían en este país, porque tienen parte de sus intereses (y de su dinero) en el extranjero, a salvo de las vicisitudes de la maltrecha economía nacional. Todo eso lo sabe, pero aplica con satisfacción y rigor el programa de la “troika”, porque es el suyo; sabe también que perjudica a la inmensa mayoría, por eso intenta manipular la información que está a su alcance y dificultar las muestras del descontento ciudadano aumentando la represión.

4. La mano que aprieta desde Europa

En esta profunda crisis económica y política, Europa no sólo no ayuda sino que nos aprieta hasta la asfixia. En una época no tan lejana, la Europa democrática era un referente para la ciudadanía española, pues ofrecía un atractivo modelo socioeconómico, político y cultural a quienes vivíamos en una dictadura. Pero ya no es así; la Unión Europea pierde lo que fueron sus signos más evidentes (consumo, pleno empleo, Estado de bienestar, democracia, integración, acogida social y un proyecto de progreso) y abraza un programa neoliberal cada día más descarnado.

Ante una Unión Europea políticamente desnortada, que pierde peso a escala mundial, desarboladas sus complejas estructuras y gobernada de hecho desde Frankfort y Berlín, cunde entre la ciudadanía una profunda desconfianza hacia lo que llega desde Bruselas, con la impresión de que nos maltrata sin haberlo merecido. Dictado por el FMI, el BCE y la Comisión Europea, nos llega un mandato interesado en salvar a la banca a costa de los trabajadores y de los más débiles, sobre los que se vuelcan los peores costes de la crisis, mientras los especuladores, los más ricos, las grandes empresas y las mayores fortunas aumentan sus rentas. Tal es el molde en que los ricos de Europa, y por supuesto los de España, han decidido encajar a las sociedades utilizando para ello el calzador de las medidas de austeridad.

La opinión popular percibe que para la Comisión Europea, antes están los bancos que los ciudadanos, y que no hay dudas en condenar a la gente corriente a vivir peor con tal de salvar el euro. La Europa de los mercaderes, surgida con el Mercado Común, ha dado paso a la Europa de los financieros impulsada desde el Tratado de Maastrich, dejando al margen la Europa de los ciudadanos, que sufren, atónitos y crecientemente indignados, las medidas para salir de la recesión dictadas desde apartados y egocéntricos cenáculos.

Con los “valores” neoliberales de la desigualdad y la insolidaridad como principios que inspiran las medidas de austeridad selectiva (sólo hacia abajo de la pirámide de rentas), la derecha europea y la española han optado también por cambiar el ca-rácter del Estado.

Las reformas económicas están alterando funciones esenciales del Estado, que escorado por la gestión autoritaria, tiende a la centralización, pierde contenido democrático y deja de ser, en particular en su versión autonómica, el teórico paladín de los desfavorecidos para ser abiertamente el campeón de los fuertes y el azote de los débiles; el valedor de los grandes empresarios, de los financieros y de la banca, cuando no de los defraudadores fiscales. La reforma del Estado es parte de la ofensiva política e ideológica, cubierta, por ahora, con un ropaje técnico contra la crisis. Expertos tecnócratas dicen aplicar medidas neutrales pero siguen los viejos criterios políticos de la derecha, que ha optado por la lucha de clases emprendida desde un solo lado: con el apoyo del Estado, la burguesía financiera golpea, y los trabajadores y clases populares reciben los golpes, y por ahora, los encajan sin ser capaces de detener la ofensiva.

5. Una clase política desprestigiada

Uno de los actos más significativos de las movilizaciones populares contra la crisis ha sido la concentración del 25 de septiembre ante Congreso, un acto de protesta claramente político contra la actitud de la clase gobernante.

Cuando, tratando de delimitar responsabilidades en la gestión de la crisis, se alude grosso modo a la clase política, no hay que incluir en ella a todos los representantes surgidos de procesos electorales, sino a los cargos electos y a los designados (asesores y altos cargos), que desde la administración central, autonómica, provincial y local (grandes y medianos municipios) han participado de modo decisivo en marcar el rumbo económico desde la transición hasta hoy.

La clase política es un colectivo, en el que, por el nivel y la función, la situación (en el gobierno o en la oposición), las potestades y las actitudes de quienes han ocupado los cargos, las responsabilidades contraídas no son las mismas; existen grados y existen individuos, hay posiciones individuales y posturas de partido, de modo que no todos los cargos públicos han actuado del mismo modo, ni todos los políticos son iguales, pero, en conjunto, la clase política está estructuralmente alejada de la ciudadanía y fuera de su deseable control. Se ha autonomizado de sus representados y ha invertido sus funciones, pasando de estar al servicio de los ciudadanos y administrar los bienes públicos mediante un condicionado mandato temporal, a adoptar la postura del amo del cortijo, a perpetuarse en el poder y disponer de los bienes y servicios comunes como si fueran propios. La clase política se ha ido configurando con los años como una reducida y privilegiada colectividad autocooptada y endogámica, refugiada en la opaca y burocrática burbuja de la España oficial, que la mantiene aislada de las aspiraciones y necesidades populares y protegida de sus exigencias.

Ante los ojos de los ciudadanos, el selectivo reclutamiento y la protección partidista, la liberalidad en la designación de cargos, el espíritu de cuerpo (e incluso de familia), las luchas libradas dentro de las instituciones, la ausencia de mecanismos eficaces de control, la facilidad para eludir responsabilidades y la persistencia de viejos vicios de la dictadura han generado un ambiente propicio para quienes se acercan a la actividad política con intención de ganar dinero de manera rápida, cómoda y segura para forrarse al amparo de la gestión o del expoliodel erario público, y para que flo-rezcan el nepotismo, la incompetencia, la irresponsabilidad y las conductas poco éticas y, con harta frecuencia, delictivas, que han vinculado a cargos públicos de casi todos los partidos, aunque en distinto grado, y de todas las administraciones con los peores exponentes de actividades empresariales privadas poco edificantes.

La inmunidad que ampara ciertas funciones públicas se ha tomado a menudo como impunidad de los altos cargos para responder ante la ley o comparecer ante comisiones parlamentarias de investigación, que, por lo general, han sido escasas, formadas al gusto del partido gobernante y cerradas de forma rápida y poco concluyente. Los partidos políticos, pero en particular los dos mayores, se han mostrado reacios a gobernar de forma transparente y a facilitar la investigación de los casos de corrupción en los que se han visto envueltos, que no son pocos.

La reacción más usual e inmediata ante la imputación de un caso de corrupción ha sido negar la acusación, atribuir la denuncia a una insidia política, obstruir la investigación y señalar la existencia de un juicio paralelo en la opinión pública, tratando, con el victimismo, de obtener provecho de un hecho por lo menos sospechoso. La dimisión del cargo como salida excepcional (opcional) y la existencia de listas electorales de candidatos con personas imputadas en casos de corrupción son alarmantes signos de un sistema electoral anómalo y de un régimen político que necesita un saneamiento urgente.

En este aspecto, la clase política, en particular los estratos más altos, ha sido corresponsable de la crisis económica por impulsar sin ningún tipo de aviso o restricción un modelo de crecimiento que acentúa desequilibrios estructurales de nuestro sistema económico, y por no haber sido, luego, capaz de corregirlos ni de admitir sus excesos cuando ya eran evidentes. También lo ha sido como agente directo al contribuir a gastar con poco tino y sin control en las diversas escalas de la administración (central, autonómica, provincial y local) en las que ha actuado como gestora.

En una situación de emergencia, la ciudadanía percibe que la clase política no está a la altura de lo que se espera de ella. Cuando el barco hace agua, se constata la impericia de la tripulación para tranquilizar a los pasajeros, pero sobre todo la ausencia del capitán. Zapatero cambiaba mucho de rumbo, pero, al menos, intentaba gobernar la nave; Rajoy no la dirige; la deja a la deriva mientras arrecia la tormenta.

Existe una crisis en la gestión de los asuntos públicos expresada en falta de orientación, de visión a largo plazo y capacidad para delimitar los problemas y decidir con sensatez sobre los intereses y las necesidades del país. Lo cual revela la impotencia de la clase política para articular un discurso verosímil sobre la situación de España y sobre su posición en la Unión Europea y en el mundo, pues en poco tiempo ha pasado de difundir un discurso triunfalista, en versión socialdemócrata o conservadora, a carecer de discurso. Salvo lugares comunes y exigencias de austeridad adobadas con mentiras, el Gobierno tiene poco que decir a los ciudadanos. Por el contrario, se percibe una preocupante afición por el disimulo, la opacidad y la propaganda. Y en el PSOE no son más explícitos. Ambos partidos parecen rendidos ante el desastre, incapaces de explicar lo que ocurre, si es que lo entienden, y menos aún de dirigir el país hacia una salida menos onerosa para la mayoría. Están faltos de un proyecto político nacional y, sobre todo, popular, y de un relato coherente que explique dónde estamos y hacia dónde vamos. Han asumido el fatal veredicto del neoliberalismo conservador -que no hay alternativay devenido en resignados rehenes de las decisiones que les llegan de fuera.

6. Unas instituciones deslegitimadas

En relación con lo anterior, asistimos a las exequias de lo que se llamó el espíritu de la transición, que se manifiesta, además de, en la poco ejemplar conducta de la llamada clase política, en las disfunciones de las instituciones democráticas. Es harto preocupante constatar la obsolescencia y la esclerosis de las instituciones surgidas tras el ocaso de la dictadura, cuyo funcionamiento es renqueante a los ojos de los ciudadanos, que han comprobado, en primer lugar, que, desde el punto de vista práctico, no sirven para defenderles, como trabajadores, de las embestidas de la clase patronal, y como consumidores de los cotidianos abusos de los bancos, los oligopolios y grandes compañías de las que son rehenes, y que, en segundo lugar, están sometidas a mañas y deformidades derivadas de intereses corporativos, de la lucha partidista y de la corrupción. No sorprende, pues, la mala imagen pública del Tribunal Supremo, del Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial, del Congreso y del Senado, de la administración central y autonómica o las entidades encargadas de controlar el gasto público, que han sido un juguete en manos de los grandes partidos, en particular del Partido Popular, que las ha manipulado por simple oportunismo político. Si quienes deben más lealtad a las instituciones se han encargado de deslegitimarlas, la llamada desafección de los ciudadanos está plenamente explicada.

Si a eso añadimos la incapacidad, como poco, o la complicidad, del Banco de España, de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, del Ministerio de Hacienda y las consejerías autonómicas homólogas, así como de los llamados órganos reguladores, para controlar el desmesurado desarrollo del sector financiero, el arriesgado aumento del crédito y el crecimiento de la burbuja inmobiliaria, y si además sumamos el desprestigio de los partidos políticos, del Parlamento, de la judicatura, de la Iglesia y de la monarquía, habrá que concluir que el régimen político surgido tras la dictadura está seriamente averiado, y que la transición está agotada en sus fuerzas pero inconclusa en sus metas, que eran instaurar una democracia avanzada y un Estado social y democrático de Derecho, que propugnase como valores superiores la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, como recoge la Constitución. Pero no se han cultivado las virtudes cívicas necesarias ni se han efectuado las reformas para avanzar en tal sentido, sino que hemos retrocedido respecto a aquellas metas y con un régimen “canovista” restaurado de hecho, se perciben alarmantes intentos de restaurar un pasado impresentable.

7. Una ciudadanía desencantada

Diversos estudios coinciden en señalar la desafección ciudadana respecto a la clase política, tercera preocupación de la gente después de la crisis y el paro según el CIS, inquietante fenómeno que debería formularse al revés: la desafección de la clase política respecto a la ciudadanía, pues es la primera, con su conducta, la que se ha ido alejando de la segunda.

Los ciudadanos han comprobado que los partidos políticos, y en particular los dos mayores, han actuado de modo similar ante la crisis. Ambos han apoyado el modelo de crecimiento, basado en el consumismo y la construcción, y han actuado luego de manera semejante. No han sido capaces de prever los efectos negativos del modelo implantado, ni de enfrentarse con decisión a la crisis cuando se declaró. No han sabido prevenir ni luego corregir el rumbo o detenerlo (pinchar la burbuja inmobiliaria), ni tampoco castigar a los culpables de unos excesos que son notorios y en demasiados casos delictivos. Ambos han actuado con disimulo y abandono del programa electoral, que ha dejado de ser un mero compromiso formal con los electores.

Desligados de las necesidades de la gente corriente, parece que hacen el favor de sacarla de una crisis descomunal generada por haber gastado por encima de su renta, y que el justo castigo a su derroche sean las estrictas medidas de austeridad selectivamente aplicadas hacia abajo, pues se estima que los ricos han sido mejores administradores, por lo cual merecen la ayuda de fondos públicos para sanear algunos de sus negocios.

Todo ello ha aumentado la desconfianza ciudadana hacia unos gestores de lo público mediocres y manirrotos, cuando no corruptos, que, por otra parte, y con honrosas excepciones, tampoco están a la altura de lo que precisa la difícil situación del país ni de lo que la recesión económica exige a los ciudadanos.

Como en otros momentos de nuestra historia, parece que vamos hacia atrás. En poco tiempo, la derecha está deshaciendo conquistas populares, derechos y formas de vida logradas con gran esfuerzo a lo largo de mucho tiempo. Con rápidos plumazos, gobierna con decretos, suprime derechos democráticos y garantías sociales, contribuyendo a separar el país, no ya por la ideología política o el credo religioso, que también, sino por la renta.

España se divide en menos ricos más ricos (algunas fortunas figuran entre las mayores del mundo) y más gente pobre, muchos mucho más pobres, en tanto las clases medias merman en número y pierden poder adquisitivo. Se rompe también el hilo de continuidad entre el país del cercano ayer y el país del futuro, pues las medidas a corto plazo impedirán también la recuperación a largo plazo, que depende de la actividad de generaciones de jóvenes, que, como ciudadanos adultos y autónomos, carecen de presente y de inmediato porvenir. El informe de la OCDE “Panorama de la Educación 2012” coloca a España en la cabeza de la lista de los países europeos con mayor proporción de jóvenes, el 23,7%, entre 15 y 29 años, que no estudian ni trabajan (ninis) (la media de la OCDE es el 15,8%), y el 29%, entre los que tienen 25 y 29 años. En total 1.900.000 personas. La cifra creció 7 puntos entre 2008 y 2010. En la última década, el abandono escolar fue del 30%, aunque en 2011 descendió al 26,5%.

Se está dibujando un país con un futuro preocupante, más centralista, más autoritario, más injusto y desigual, o se apunta incluso la configuración de otro país debido al aumento de las tendencias centrífugas. La solución de muchos ciudadanos para sobrevivir parece estar marcharse, solos o acompañados en forma de nación independiente, huyendo de la madre patria, que, como en otras ocasiones, vuelve ser una rencorosa madrastra.

8. Una derecha incompetente pero exultante

La desorientación y la incompetencia harto probadas no impiden mostrar el alto grado de huera satisfacción hacía sí mismos, que exhiben los miembros del Gobierno y otros fatuos responsables del Partido Popular. Están encantados porque gobiernan, pues ese era el objetivo de la desleal oposición efectuada a Zapatero, pero están cegados por el poder y perdidos en la crisis.

La derecha de siempre ha recuperado la hegemonía. La perdió en favor de la derecha reformista aglutinada por UCD, que al pactar con la izquierda permitió efectuar la transición, pero con el Gobierno de Aznar empezó a recuperarla. Aznar atizó la tensión política para recuperar la iniciativa y restaurar valores, conductas y mitos de la antigua derecha franquista recubiertos por una pátina neoliberal, tomada de los republicanos de EEUU y amparada por el auge de la revolución conservadora y el rearme integrista de la Iglesia católica.

La derecha española es neoliberal pero autoritaria y centralista; defiende el mercado libre pero es proteccionista; es patriótica pero renuncia gustosamente a defender la soberanía nacional; se dice popular pero odia a la gente que no es rica; se dice católica pero es beata e inmisericorde, y sigue aferrada a abusos políticos del siglo XIX; las alcaldadas, el caciquismo y la corrupción son actitudes habituales allí donde gobierna. La derecha española se resiste con firmeza a ser democrática, civilizada y laica, o al menos profesar un catolicismo íntimo e indulgente.

Las décadas de hegemonía conservadora en todo el mundo, a las que España no ha escapado, han despojado a los gobiernos, y están despojando a las sociedades, de principios provistos de cooperación, humanismo y solidaridad y los han sustituido por conductas y valores propios del neoliberalismo, como son el egoísmo y la desigualdad, el individualismo patológico, el culto a los fuertes y a los triunfadores, el desprecio hacia los débiles, la competencia feroz y desleal; la condena de lo común y compartido y de lo público y gratuito, y el elogio de lo privado, pagado y exclusivo; la ostentación de la riqueza, la búsqueda del dinero fácil y el triunfo personal en el marco de un capitalismo salvaje, donde el Mercado se vuelve máximo, el Estado social se hace mínimo y el poder político se hace despótico, distante y opaco. Todo ello empapuzado por una moral religiosa hipócrita, intolerante y pacata, impulsada en España por un catolicismo rancio.





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