Trasversales
José M. Roca

El régimen agoniza

Revista Trasversales número 27, febrero 2013

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La coincidencia de la crisis económica devenida en una profunda recesión combinada con una grave crisis de dirección política, tanto de dirigentes como de instituciones, ha hecho aflorar todo lo que había debajo. Volvemos atrás. Los elevados beneficios de las grandes empresas, el aumento de ingresos de las mayores fortunas, que gozan de un privilegiado régimen fiscal, el aumento en la desigualdad de las rentas y el desproporcionado reparto de las cargas para salir de la recesión, revelan el poder de una clase social intocable, que exige pasar por esta etapa sin ser molestada ni renunciar a su nivel de vida, mientras la inmensa mayoría de la población debe renunciar obligatoriamente al suyo. El proceso de degeneración de las élites políticas y económicas y la erosión de la confianza en las más altas instancias del Estado, el poco cuidado en la gestión de los fondos públicos, cuando no su rapiña a favor de espurios intereses privados, y el extendido fenómeno de la corrupción a las más altas instancias de gobiernos locales, autonómicos y ahora del Gobierno central, que alcanza también a la cúpula patronal (CEOE), a las grandes empresas, al nivel más alto de la administración de justicia y a la Casa Real, nos retrotraen a otro tiempo. Volvemos a la grotesca España denunciada por Valle Inclán, al Ruedo Ibérico, al esperpento.

Lo que sucede revela con mucha claridad que, pese a las promesas sobre el luminoso porvenir que nos aguardaba tras la muerte del dictador, no podíamos llegar muy lejos con aquellas alforjas que alojaban tanto lastre del franquismo. Aquel pesado fardo nos ha dejado clavados y exhaustos, a mitad de camino hacia la sociedad democrática avanzada, con un orden económico y social justo, que tenía como valores superiores la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, como figuran en la Constitución, cuyo Preámbulo y primeros artículos se parecen cada día más al cuento de Caperucita antes de que se la comiera el lobo (noble animal, al que le ha tocado un mal papel en el reparto).

La sombra de Franco, pesada, pegajosa y alargada, nos asfixia. España sigue marcada por la cargante herencia del general, administrada por sus herederos. Franco representaba la España de la Restauración, que tanto arrastraba del Antiguo Régimen, concebida por la derecha y por la Iglesia; la vieja España de curas, caciques y oligarcas; de obispos y señoritos, por un lado, y por otro de obreros y jornaleros, de braceros parados y de nobles absentistas; la España escindida, que repartía riqueza para pocos y miseria para muchos; la España de gobernantes despóticos y de súbditos. Y a eso volvemos con rapidez, a la España dual de las grandes diferencias de renta, de distinciones sociales muy marcadas; de arriba y abajo; de minorías intocables y de ciudadanos tratados como súbditos por gobernantes que se comportan como mayorales de un cortijo.

Casi cuarenta años después de la muerte de Franco, seguimos marcados por el franquismo, ahora adobado con un neoliberalismo de tipo autoritario. Los herederos políticos de quienes, tras el golpe militar del 18 de julio y la guerra civil, restablecieron un poder político sin límites representado en la dictadura del Estado, defienden hoy el ilimitado poder del capital financiero plasmado en la dictadura del Mercado.

Además del severo deterioro del sistema económico, tanto ha sido el retroceso ideológico y político, que no nos hallamos ya en la post-transición, sino en el umbral de un cambio de régimen, que permite interpretar los últimos ochenta años de la historia de España en estos términos: a la larga etapa de franquismo, que es la dictadura, atemperada por una reducida cultura antifranquista, propia de la oposición clandestina, sigue una etapa de moderado desfranquismo, que fueron los años de la Transición y los primeros del régimen parlamentario.

El mandato de Aznar, que supuso la revitalización simbólica del franquismo, señala el ocaso del impulso más progresista de la Transición y el comienzo del regreso al pasado bajo la aplastante hegemonía de la derecha, ayudada por el auge de los valores conservadores a escala mundial. El Gobierno de Zapatero fue un efímero paréntesis en este neofranquismo, y la crisis económica, la oportunidad esperada por la derecha para recuperar el terreno perdido.

El programa del Partido Popular representa la tardía venganza del franquismo; el expolio del Estado de Bienestar y su paso a manos privadas (y con mucha frecuencia amigas) es la indemnización que las seculares clases propietarias exigen a las clases subalternas por haber tenido que soportar el coste que les supuso la Transición y las reformas posteriores. Y la congelación de salarios y la reforma laboral son el castigo impuesto a los trabajadores por haber creído que podían desafiar por algún tiempo el poder del capital.

Quienes hemos asistido a otros finales, en especial al ocaso de la dictadura, no podemos dejar de percibir signos característicos de un fin de régimen: grandes y graves problemas -los hay nuevos, pero muchos son viejos-, algunos sin abordar y otros sin un planteamiento claro para ser correctamente resueltos; la deslegitimación y parálisis de muchas instituciones públicas pero también privadas, como la Iglesia católica y la asociación patronal CEOE; la ausencia de ideas nuevas, o al menos claras, en quienes gobiernan y en quienes aspiran a gobernar, y la falta de interés para afrontar, con una visión amplia y generosa, asuntos que desborden el interés partidista; pero es, sobre todo, la titubeante actitud del Gobierno, que muestra su impotencia no sólo para dirigir el país con algún sentido sino para resolver las contradicciones de su partido, la que mejor expresa el ocaso de este régimen político.

Los anuncios, desmentidos, declaraciones y rectificaciones evidencian un Gobierno que actúa como un boxeador zumbado y adopta el cierre de filas como única salida ante las críticas negativas, suscitadas tanto por errores que expresan la mediocridad del gabinete, como por los nocivos efectos de las antipopulares medidas adoptadas y los casos de corrupción en que el Partido Popular está envuelto. Sintiéndose injustamente acusado, y reacio a admitir alguna responsabilidad, el Gobierno se ha blindado contra una realidad que cada día le es más adversa y no acierta a concebir otra salida que esperar a que pase el tiempo y las cosas se olviden; se siente acosado y se ha recluido en un bunker al negarlo todo, no dar ni un paso atrás, no aceptar dimisiones y arremeter contra sus adversarios echando mano de lo que haga falta (ha vuelto a recurrir a la fábula de la conspiración del atentado del 11-M-2004 para descalificar las críticas de Rubalcaba).

El débil pulso en la actividad parlamentaria más allá de los reproches y debates de corto alcance con oposición; el abuso del decreto-ley como forma habitual de legislar; la ocasional presencia del Presidente en el Congreso y sus prolongados silencios sobre asuntos urgentes; la incapacidad para atisbar una salida a la recesión económica distinta de las medidas de austeridad solicitadas por la Unión Europea y el FMI; la servil sumisión ante las decisiones de Ángela Merkel y la pérdida de influencia en el exterior a pesar del esfuerzo por “vender” la “marca España” son muestras tanto del estilo autoritario del Gobierno como de su impotencia ante unas circunstancias que lo desbordan.

Otros signos del ocaso del régimen son el deterioro de las élites empresariales y políticas no solo por su incompetencia manifiesta ante la crisis, sino por los abundantes casos de corrupción que las salpican, y, sobre todo, la desafección de los ciudadanos respecto a las clases dirigentes, a los partidos políticos y las instituciones representativas, expresada en el creciente malestar que recorre de manera trasversal toda sociedad, cuya manifestación más gráfica son las movilizaciones de masas que recorren el país de punta a punta.

La crisis económica ha sido el catalizador que ha revelado lo que permanecía latente desde hace tiempo y mostrado los preocupantes signos que anuncian el simultáneo agotamiento del modelo económico y del sistema político surgidos de la Transición, construidos por los grandes acuerdos del celebrado consenso, pero también por grandes silencios y por un imperativo mandato -no molestar-, que explica las grandes hipotecas que el país arrastra desde entonces: no molestar a la monarquía, no molestar al franquismo, no molestar a la Iglesia y no molestar oligarquía.

La celebrada Transición está agotada pero inconclusa; está exangüe, muerta. Oficiemos sus exequias; enterrémosla, y pensemos en empezar de nuevo con el propósito de librarnos de esas cargas que tanto nos pesan. A ver si esta vez lo hacemos mejor.

Ese es el reto, o despegarnos definitivamente de ese pasado que pesa como una losa o dejarnos arrastrar hacia el franquismo, que es, a la vez, el punto de origen y el único destino que concibe la derecha española.


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