Trasversales
Francisco Javier Vivas

Un ego grande dentro de un hombre pequeño

Revista Trasversales número 28, mayo 2013 (web)

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Con el tono jupiterino acostumbrado, habló el superhombre creyendo que iba a detener el mundo, pero, salvo el de Pedro J., el mundo no le atendió. Habló el supercaudillo pensando que se iba a conmover España entera, pero tampoco sucedió. Habló el superlíder creyendo que iba a desatar una revuelta en su partido, pero, al menos públicamente, pocos le han seguido. En realidad, salvo a los periodistas y a los que podemos perder algo de tiempo comentando sus desvaríos, a pocas personas interesan las declaraciones de Aznar, pues todo el mundo está acostumbrado a ellas, porque sabe que periódicamente su ego las necesita. Son ganas de llamar la atención: “¡Eh! Que estoy aquí. Os estáis fijando mucho en Rajoy, que parece un muerto, pero yo estoy vivo”. Terapia, simple terapia. Otros se compran un libro de autoayuda, pero el superlíder necesita aparecer en plasma, ¡qué menos!, para presentarse como un hombre de firmes principios, enunciados, como es su costumbre, de modo solemne: “Cumpliré con mi responsabilidad, con mi conciencia, con mi partido y con mi país”. Ahí queda eso, cuando nadie le ha pedido que cumpla nada y los suyos temen que cumpla algo.

Hijo y nieto de dos reconocidos prohombres de la dictadura, el joven José María se propuso superar a sus predecesores y llevar el apellido paterno a las altas instancias del Estado y aún más allá. Le ayudó su ambición y el extendido complejo del hombre que cree que se ha hecho a sí mismo. Sus ínfulas le permitieron imaginar que podía pasar a la posteridad como un ser providencial para España, al emprender grandes proyectos para el país.

El primero, la piedra angular de los demás, era forjar un gran partido político, capaz de desalojar al PSOE del gobierno y restaurar la hegemonía que la derecha había perdido durante la transición. El segundo era desarrollar un modelo económico que permitiera situar a España entre los países de cabeza de la Unión Europea. El tercero era colocar el país en la escena internacional neutralizando la influencia de las alianzas de González.

Ilusiones del pobre señor, porque estos tres grandes proyectos se han saldado con tres notorios fracasos, y por el orden en que lo han hecho, empezamos por el último.

La intención de “sacar a España del rincón de la historia”, a donde había sido conducida por González -¿por quién, si no?-, reeditando el pasado imperial e incluso el viejo espíritu de cruzada, se resumió en participar, con otros tres acólitos, en el séquito del verdadero emperador, el amigo americano, que, en medio de mentiras, que el Gobierno español ayudó a difundir -“Creanme; Sadam Hussein tiene armas de destrucción masiva”-, intentó llevar a cabo en Iraq una operación de “state building”, de la que resultaron un estado fallido, más inestabilidad en la región y un elevadísimo número de víctimas, que no deja de crecer porque el país está sumido en una guerra de facciones religiosas que no tiene visos de acabar. El colofón de esta belicosa aventura fue el mayor atentado terrorista sufrido en España, perpetrado por un comando yihadista en represalia por la participación de tropas españolas en la invasión de Iraq.

El segundo gran fracaso, es el del modelo de desarrollo económico, basado en el desmesurado incremento del sector de la construcción inmobiliaria y las obras públicas, alimentado por el crédito barato, que provocaron la burbuja financiera que finalmente estalló. El resultado ha sido montones de viviendas vacías, montones de deudas sin pagar, miles de empresas cerradas, parte de la banca en quiebra (y saneada con fondos públicos), una economía en prolongada recesión, seis millones de parados y el país, que parece salir de una posguerra, hundido para décadas.

El tercer proyecto que lleva camino de fracasar es el partido. Aznar logró aglutinar en el refundado Partido Popular todas las tendencias de la derecha y convertirlo en el instrumento adecuado para restaurar por largo tiempo la hegemonía conservadora. Lo hizo a su imagen y semejanza, con un acusado personalismo y un liderazgo fuerte, pero pronto emergieron preocupantes tendencias, como el autoritarismo, el clericalismo, la descarada utilización de las instituciones, la opacidad, la propaganda, la manipulación de la información, el uso de la crispación, el desprecio de la oposición y la deslealtad institucional, que revelaban un perfil poco comprometido con el régimen democrático. Debe recordarse que el estilo de Aznar para dirigir el partido y el Gobierno condujo al Partido Popular desde la mayoría absoluta a la oposición, en 2004.

De igual modo, el partido que, en palabras del propio Aznar, era “incompatible con la corrupción” y se presentaba, ante el descrédito del PSOE, como una garantía de regeneración, ha resultado ser un nido de buscavidas, negocios poco claros, oscuridades, fortunas hechas al abrigo del poder y sombras de una corrupción mantenida a lo largo de décadas, con el efecto contribuir a desprestigiar la actividad política, fomentar la desafección de los ciudadanos y suscitar una justificada desconfianza internacional. Lo cual, junto con la gestión de la crisis económica, orientada a proteger los intereses de las clases acomodadas a costa de las condiciones de vida de la población más modesta, ha provocado un gran movimiento de repulsa ciudadana, que ha hecho descender de modo alarmante las expectativas de voto del Partido Popular, poniendo en peligro no sólo su continuidad en el Gobierno sino la supervivencia del régimen bipartidista surgido de la transición, y con ello las ventajas que el propio partido obtiene de él.

En un orden menor, otros hechos y dichos revelan el tratamiento solemne con que Aznar ha adornado sus actos públicos. Desde la sencilla explicación dada al crecimiento económico -“el milagro soy yo”- a la “invasión” del islote Perejil, presentada como una gesta militar frente al yihadismo, o la boda de su hija, montada a lo grande. Una ceremonia familiar convertida en un acto de Estado, que, con el transcurso del tiempo ha ganado en importancia sociológica, pues, tras una serie de personajes vestidos de tiros largos, se adivina el meollo del régimen aznariano.

De su escasa talla como estadista e incluso como ser humano dan cuenta sus gracietas de mal gusto y sus desplantes con periodistas y diputados de la oposición, su estilo faltón y altanero, su tono admonitorio y su tendencia a regañar a sus interlocutores, así como sus muestras de escasa lealtad con el gobierno de Zapatero, que no parecía el gobierno de España, con el país (animando a empresarios a no invertir en España), incluso con su partido, y en esta última aparición, contra Rajoy, que fue colocado por él mismo al frente del partido para que llegara a ser Presidente del Gobierno.

Visto lo cual, hay que concluir que Aznar, en contra de lo que él cree, se revela como un gran forjador de fracasos. Lo más grande que ha construido es su ego. Y lo ha hecho a costa de su partido y a costa de España, a la que tanto dice amar y defender.




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