Trasversales
José M. Roca

Hoy (casi) como ayer

Revista Trasversales número 29, junio 2013

Textos del autor
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Este texto es un fragmento de La oxidada transición, editado por La linterna sorda.

Ayer, las naciones nos contemplaban entre envidiosas y atónitas; hoy, nos miran desdeñosamente, cuando no nos humillan o despojan.

Ayer, la fiebre de la actividad abría a cada paso veneros de riqueza; hoy, la desconfianza mata todas las iniciativas.

Ayer, cada cual se esforzaba por llevar una piedra al grandioso edificio de nuestra regeneración política; hoy, todos se retraen de la vida activa.

Ayer, se suprimía la contribución de consumos que mataba millares de españoles; hoy, se duplican las tarifas para que se tripliquen las muertes.

Ayer, venían de diferentes países gentes para desarrollar grandes y provechosas industrias a la sombra de la libertad; hoy, ejércitos de españoles abandonan su patria en busca de alimento.

Ayer, la inmoralidad huía avergonzada; hoy, se ostenta descaradamente…

José Nakens: Puntos negros y otros artículos


Andando el tiempo, como en una imaginada visión circular de la historia, hemos vuelto al origen de nuestra etapa postmoderna, al final de la dictadura.

No nos hemos liberado de la inexorable lógica que presidió los intentos de modernizar las instituciones políticas en el siglo XIX, cuando los tímidos pasos hacia delante eran corregidos poco después por bruscos saltos hacia atrás, impelidos por fuerzas que a veces actuaban con violencia. Parece que tenemos tendencia a retroceder en el tiempo, y que, ahora, en vez de alejarnos de la Transición y dejarla atrás como un episodio superado, hemos vuelto a la etapa de fundación del vigente régimen político. No estamos en la misma situación que a finales de los años setenta, eso está claro, pero sí en circunstancias que recuerdan aquella coyuntura, tanto por los actores como por el escenario.

Como entonces, este país se encuentra atrapado en una profunda recesión económica, que, como aquella, golpea con particular virulencia a los estratos asalariados y a las clases más desfavorecidas de la población; recesión que, de modo catastrófico, ha puesto en entredicho el modelo productivo.

Asistimos, como ayer, al deterioro de un clima político muy crispado en las formas, pero que soslaya de modo persistente el debate sobre asuntos que afectan de manera fundamental la vida de los ciudadanos; asistimos a la deslegitimación del régimen y sus instituciones, al desgaste de la clase política y de la económica y al declive general de las élites, incluso de las que cumplen una función integradora más simbólica (la Iglesia y la Corona). Es enorme el abismo entre la esclerotizada y opaca España oficial y la abierta y dinámica España real, y cada día que pasa aumenta esa distancia.

En lo referido a los derechos fundamentales de los ciudadanos, el sector más conservador del partido del Gobierno, presionado por la Curia, está intentado volver a instaurar su rancia concepción de la moral católica como origen y patrón de la leyes civiles y a hacer del Estado un enconado defensor de los privilegios de la Iglesia y un atento vigilante de los efectos de sus dogmas sobre la vida de los ciudadanos. Bajo esa presión, estamos volviendo a discutir asuntos que parecían haber quedado socialmente aprobados y definitivamente resueltos.

Estamos, como hace cuarenta años, bajo la hegemonía de una derecha clerical y autoritaria, hoy amparada en un discurso neoliberal que apenas disimula los persistentes resabios de la dictadura. El Gobierno, franquista en aquellos años, hoy lo ocupa un partido biológica y políticamente heredero de aquel, que no ha renunciado a sus orígenes.

Como antes, es patente la debilidad y la división de las fuerzas de la izquierda, aunque a diferencia de la Transición, los partidos políticos no son vistos como una necesidad democrática, sino como signos de descomposición del régimen político. El creciente malestar social expresado por la movilización ciudadana en las calles recuerda al de los años setenta y, como entonces, crece la tensión entre fuerzas sociales opuestas, pero ahora la pugna no está entre conservar o avanzar, sino entre conservar lo que queda o retroceder.

La situación se agrava por la presión eclesiástica y por la tensión periférica a causa de la deuda autonómica, acentuada en el País Vasco y en Cataluña por el crecimiento de la opción independentista -viejos problemas por resolver-, aunque el terrorismo haya cesado.

Siguiendo a rajatabla las directrices que llegan desde el Fondo Monetario Internacional y la Comisión Europea, el país está arruinado y en vías de empobrecerse aún más, y ocupa, otra vez, los últimos puestos en casi todos los índices europeos que miden el bienestar ciudadano; está marginado en los grandes foros internacionales y es presa del descrédito por su situación económica y por el extendido fenómeno de la corrupción entre sus élites.

Como entonces se decía, el régimen se tambalea, con el Rey a la cabeza, que, según dice la leyenda sobre la Transición, fue el piloto del cambio. Esto se cae; la economía pende de un hilo (que otros agitan a conveniencia), el país se hunde, arrastrado por un gobierno mediocre, afectado además por fundadas sospechas de corrupción que no logra disipar. Dicho de forma abreviada, no ya este Gobierno, cuya incompetencia es manifiesta, sino este régimen político no es el marco que permite afrontar los graves problemas que hoy afectan a la sociedad española.

Se puede pensar que lo sucedido desde entonces no estaba necesariamente determinado por el régimen político instaurado entre 1976 y 1978, y que nada obligaba a los responsables de las instituciones del Estado a actuar como lo han hecho; que nada obligaba a los actores políticos comportarse de la manera en que lo han hecho, ni al PSOE, ni al PP ni a los demás partidos políticos; que nada obligaba a los empresarios, en especial a los grandes, a la banca, a los oligopolios y a las grandes compañías proveedoras de suministros y servicios, a actuar de modo tan prepotente; que tampoco obligaba a los trabajadores, a los consumidores y a otros colectivos sociales a aceptarlo. Se puede pensar que nada estaba determinado, pero, por lo ocurrido, todo parece haber estado condicionado por lo establecido en aquellos pactos, que, aumentaban, en teoría, la libertad de los actores políticos y económicos, y desde luego, de los ciudadanos.

Sin embargo, a la vuelta de treinta años se percibe que casi todos los actores del drama han actuado como concertados, aceptando su papel, por las buenas o no tan buenas, en un guión preestablecido. No han faltado voces que han criticado ese estado de cosas, pero la libertad de quienes se oponían se ha ejercido entre límites bastante estrechos, entre los carriles establecidos por aquel consenso, que estableció, para unos, un amplio campo de actuación, y para otros un marco de normas muy estricto, acotado por viciadas reglas del juego, del que ha sido imposible escapar.

Los resultados de la conjunción del marco institucional, de las reglas del juego y de la calidad de los actores podían haber sido distintos. España podía haber sido un país con un sistema económico más moderno y equilibrado, con un régimen político más democrático, más plural y transparente; con una clase política más capaz, responsable y honesta; con un Estado del Bienestar más extenso y un aparato judicial menos orientado por prejuicios de casta y de credo, y desde luego más ágil; con una enseñanza pública mejor y más moderna, y una producción científica de más calidad (y más cantidad); con un sistema fiscal más eficiente y un reparto de la riqueza más equitativo. Pero los resultados han sido otros: el sesgado sistema representativo ha derivado en un régimen bipartidista, regido por una reducida casta de políticos profesionales que ha nutrido gobiernos poco respetuosos con la ciudadanía y que, en unas cámaras con muy poco juego, han hecho gala de una gestión opaca y de la renuencia a rendir cuentas, lo cual han facilitado la corrupción y el despilfarro del dinero público.

La persistencia de anticuadas estructuras que otorgan un gran poder a los propietarios de los medios de producción, distribución y crédito, junto con los vicios y carencias de los instrumentos de control económico y financiero han mantenido la hegemonía de un reducido estrato empresarial prepotente y protegido, y han facilitado la aparición de una aprovechada gavilla de mal llamados emprendedores, proclives a las trampas y a montar rápidos negocios al amparo del poder político, que se suma a los primeros en su resistencia a aceptar sus obligaciones fiscales y en su propensión a expatriar capitales.

Un sistema fiscal que grava con preferencia el consumo y las rentas del trabajo más que los beneficios del capital y los ingresos de las grandes fortunas, ha contribuido a agrandar el abismo entre rentas y a formar un reducido estrato de ricos y muy ricos, por un lado, y por el otro, a aumentar del número de pobres y desheredados.

Finalmente, debemos admitir que el modelo económico ha fracasado de modo estrepitoso en su misión de procurar, a través del empleo, bienestar y, por lo menos, sustento a toda la población, y que el país, endeudado hasta las cejas, depende del crédito ajeno.

Ante tal panorama, podemos cargar la cuenta del desastre a la perversión de los actores y quedarnos tan tranquilos creyendo que este sistema -el conjunto de instituciones políticas, económicas y culturales- es bueno y todavía útil, pero sería engañarnos.

No es así; las estructuras dan muestras de una letal esclerosis -gobiernos, cámaras, administraciones, partidos políticos, judicatura, universidad, colegios y asociaciones profesionales, sindicatos- y los actores, de cansancio; no son todos malos, o igual de malos; muchos realizan su función correctamente, también los hay buenos y generosos, y a otros no les queda más remedio que serlo; ni el sistema es bueno de por sí -ese es el mensaje de la derecha, que tanto ha contribuido a pervertirlo-, sino que, no siendo bueno en origen, pues abundaba en malas mañas y tenía pocos y débiles sistemas de control, se ha pervertido con suma facilidad y ha facilitado la perversión de los actores, bastantes de los cuales conservaban viejos hábitos de la dictadura y mostraban ya una clara propensión a pervertirse.

El balance de lo sucedido en los últimos treinta y cinco años, la deriva hasta la presente situación, el estado actual de la cuenta de pérdidas y ganancias y de vicios y virtudes del país, no revela sólo una perversión acaecida en el trayecto o una desviación en el camino, sino también los fallos de origen, el peso de la escorada estructura institucional y la amañada cartografía que señalaron el camino hacia el futuro. El tránsito para después de la Transición estaba en gran parte acotado por lo acordado en ella; las líneas maestras estaban decididas, las cartas estaban en gran medida marcadas por los principales jugadores que habrían de participar en la partida, y señalarlo no es pesimismo ni una enfermiza complacencia en acentuar algunos de los peores rasgos de este país, sino dejar de creer en los milagros y en las leyendas de la modélica Transición. Ha sido bastante ilusorio esperar que las cosas fueran distintas, pues de aquellos mimbres sólo podían salir estos cestos.

A propósito de la Transición, alguien, creo que fue Vázquez Montalbán (y si no, que me perdone el verdadero autor), la comparó con el espíritu que anima las letras de los boleros: el lamento por lo que pudo ser y no fue; pero me parece que, aun siendo bella, la metáfora se quedó corta. El ejemplo musical más adecuado es el del tango, en cuyas letras late la melancolía al comprobar que se ha cumplido el destino aciago: lo que no podía ser y finalmente no fue.




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