Trasversales
José M. Roca

Perdidos (1-2)

Revista Trasversales número 29, octubre 2013

Textos del autor
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1. España sin relato

Uno de los signos más representativos de la profunda crisis política que sufre este país es el mutismo de sus principales dirigentes sobre el futuro. Es muy preocupante el silencio del Gobierno, para el que no existe el largo plazo, pues, al afirmar que no hay más alternativa que la marcada por la Comisión Europea y el FMI, admite que el futuro depende de sus instrucciones. Pero también es preocupante la afasia del principal partido de la oposición. Lo cual es otra prueba del agotamiento del sistema bipartidista que soportamos, pues parece que los miembros más representativos de la clase política carecen de un útil instrumento para gobernar, cual es disponer de un relato que proponga a la ciudadanía objetivos estratégicos sobre los que pueda opinar. Aspiran a seguir mandando pero sin dirigir; a hacerse obedecer sin decir lo que pretenden hacer ni a dónde pretenden llegar, aunque al recordar que el Partido Popular ganó las elecciones ocultando su verdadero programa, cabe pensar que esta carencia puede ser una debilidad o una habilidad. O quizá ambas cosas, efecto tanto del ventajismo y la ausencia de principios democráticos como de la mediocridad.

El Gobierno ha sustituido el relato sobre sus verdaderos fines por la mentira, el disimulo y la propaganda. Mientras recomienda paciencia y aplica la tijera a los presupuestos, la táctica del Ejecutivo es sembrar la confusión con opiniones sobre el final de la crisis y dejar pasar los días esperando que la economía de la eurozona, en particular la alemana, tiren de la maltrecha economía española y que la lentitud de la administración de justicia y la benevolencia de la Agencia Tributaria actúen a su favor en los casos de corrupción que le afectan.

Ante un incipiente remonte de la recesión y la aprobación de la ley de transparencia como bálsamo contra la corrupción, el Gobierno confía en que gente crédula y poco exigente pueda olvidar lo sucedido en toda la legislatura y le vuelva a dar su voto. Sin liderazgo y sin relato pero con un uso despótico de los resortes del Estado, la intención del silencioso Rajoy es aguantar como sea hasta las elecciones.

En el PSOE, ideológicamente confusos, vacíos de programa y perdidos en la oposición, lo han fiado todo a los efectos de una conferencia política, de la que debe surgir un dirigente que les aclare las ideas y les devuelva las ganas de hacer algo. Pero la mayoría de los ciudadanos, que ve empeorar cada día sus condiciones de vida y trabajo, se pregunta por lo que viene después y si tiene algún sentido tanto sacrificio. Y ante un porvenir muy incierto, se pregunta si hay un después, si existe algún recorrido entre el destrozo de hoy y lo que venga mañana; si tenemos alguna meta noble a alcanzar como país; si alguien tiene un boceto de lo que podría ser España de aquí a diez años, dentro o fuera de la eurozona, y si, en vez de suprimir las pocas vías de desarrollo de que disponemos, algún acertado estratega es capaz de trazar unas tenues líneas maestras, económicas y políticas, que sirvan de guía para mirar al futuro con algo de optimismo.

De poco sirven las patrioteras declamaciones -España es un gran país (pero lleno de pobres y de parados)- de la contradictoria propaganda gubernamental, que muestra a España dirigida desde fuera -como el FMI y la Unión Europea mandan, el Gobierno está exento de responsabilidad- y a continuación exalta el resultado de tan antipatriótica subordinación -España, asombro del mundo (Montoro)- y la alegría por el triunfo electoral de la Unión Demócrata Cristiana (CDU), nuestro germánico verdugo.

Falta un relato verosímil sobre lo que es este país al día de hoy y sobre cómo ha llegado hasta aquí, que salga de la socorrida culpa a los ciudadanos por haber vivido por encima de sus rentas y contenga alguna autocrítica sobre las élites que lo han dirigido, pero, ante todo, lo que la gente echa en falta son pistas sobre el día de mañana. Su ausencia señala el abismo que separa la España oficial de la España real, pues, en una situación dramática y en un continente en declive, revela la orientación que la ciudadanía demanda y que la clase política es incapaz de ofrecer.

La ausencia de un relato que vincule el oscuro presente con alguna certeza sobre el futuro es aún más perceptible porque, durante décadas, hemos vivido obnubilados por un discurso triunfalista en dos versiones, socialdemócrata y conservadora, que se ha venido abajo en poco tiempo.

De triunfo en triunfo

El discurso canónico sobre la Transición fue la piedra angular del triunfal relato acuñado luego. Tras una guerra fratricida y una dictadura de cuarenta años, el acuerdo de la izquierda y la derecha hizo posible un régimen democrático. Aún a costa de importantes concesiones a los herederos del franquismo, bajo la vigilancia de los militares y la presión del terrorismo, la reforma de la dictadura permitió instaurar en España un régimen político homologable con los de su entorno europeo. Eso, al menos, lo hicimos bien, dijeron quienes pilotaron el cambio. Tan bien, que hicimos virtud de la necesidad y lo convertimos en un modelo: de la temerosa reforma surgió una transición ejemplar, que fundó unas instituciones tan perfectas que a día de hoy resultan intocables.

Los dirigentes políticos que pilotaron la Transición compartían un consenso básico para superar el franquismo, que era establecer un régimen democrático, reconciliar el país consigo mismo y vincular España a Europa, aunque a la derecha sólo le interesaba la relación económica, pues conservaba la antimoderna noción franquista de España como excepción -la reserva espiritual de Occidente- por su tradición católica y recelaba del modelo cultural europeo y de sus valores políticos y morales.

Los límites políticos de la reforma (con instituciones franquistas intocables), la dureza de la crisis y las medidas para superarla (Pacto de la Moncloa, primera reconversión industrial), generaron el primer desencanto, porque, si en lo político, la democracia recién estrenada no era ilusionante, en lo económico y social no llegaba con un pan bajo el brazo, sino con planes de reconversión industrial, desempleo y depreciación salarial.

Había también dos sombras amenazantes: el ruido de sables y el ruido de bombas. Dos sombras tan alargadas como la del ciprés de Gironella. La primera mostró el 23 de febrero de 1981 lo que daba de sí la conjura franquista. La otra sombra persistió. Fundado el nuevo régimen, o remodelado el viejo, y abortado el intento de golpe militar, tuvimos motivos para sentirnos satisfechos, pues habíamos superado la prueba de fuego de la democracia. Sin embargo, quedaba en el aire una pregunta inquietante: ¿Quién detuvo el cuartelazo? No fueron los ciudadanos, ni los sindicatos ni los partidos de la izquierda. Lo cual dejaba en evidencia las febles bases sobre las que se erigía la democracia en España. Sin embargo, todo se dio por bueno ante la halagüeña perspectiva de alcanzar las cotas de bienestar de los europeos si éramos admitidos en el club de los países ricos.


2. Triunfalismo de izquierda


El gobierno del PSOE.

Tras la crisis de UCD y el fallido cuartelazo de 1981, el PSOE llegó al Gobierno en 1982 y renovó la mayoría absoluta en 1986. Ambos eventos -la estabilidad institucional y la alternancia en el gobierno- eran pruebas de que el régimen político salido de la Transición se consolidaba, lo cual, unido a la entrada en el Mercado Común y a la permanencia en la OTAN, ofrecía garantías al capital extranjero para invertir en España con seguridad (la Bolsa subió el 108% respecto al año 1985).

Entramos en el Mercado Común aceptando nuestra condición subalterna como país de servicios, lo cual exigió nuevos sacrificios: la reconversión de la banca, que costó 1,6 billones de pesetas, la mal llamada reconversión industrial (minería, siderurgia, metalurgia, astilleros) y revisar a la baja las cuotas de producción de cereales, agrios, vino y aceite, las capturas de pesca y el tamaño de la cabaña ganadera, en favor de nuestros socios, para dedicarnos a los servicios.

La desindustrialización, llevada a cabo contra la resistencia de los trabajadores -Sagunto, febrero 1983; Bilbao, noviembre 1984; Reinosa, abril 1987; huelga general, diciembre 1988-, se justificó como un ajuste necesario para racionalizar la economía y hacerla competitiva. Lo importante era estar en el Mercado Común, después ya veríamos. Y además nos iban a pagar por ello. Y llegó el dinero, claro, pero creó la perspectiva de cobrar por no trabajar porque trabajo no había; la reconversión industrial era convertir a los empleados en parados. Para reconvertir el sistema productivo eran necesarios otros dirigentes políticos y otra clase empresarial, de los cuáles carecíamos. Pero con todo, España era, por fin, un país europeo, moderno y funcional aunque con un Estado del bienestar más mediocre, lo que permitió quitarse el complejo de inferioridad: ya éramos un país como los otros, incluso mejor, pues habíamos superado varias difíciles pruebas en poco tiempo. Y Franco era una anomalía en un país con una trayectoria similar a los de su entorno.

Con un gobierno joven, estable y progresista y el clima de opinión preparado por la frivolidad de la “movida”, el pensamiento débil y los valores de la “revolución conservadora” que llegaban de Estados Unidos y Gran Bretaña, España entraba de golpe en la postmodernidad sin haber sido plenamente moderna. “A España no la va a reconocer ni la madre que la parió” había vaticinado Alfonso Guerra. Y tenía razón: quemar etapas es lo nuestro.

Mientras el homo faber estaba parado, el homo y la mulier ludens ocuparon la calle. España estaba de fiesta; era un país alegre, que estaba de moda. Cool Spain. Con otro golpe de péndulo, de la dictadura a la movida, España seguía siendo different.

Pronto surgieron públicamente los signos que mostraban la superación de la crisis: grandes financieros, nuevos emprendedores, meteóricos empresarios, la nueva especie de los ricos de izquierdas, la gente guapa exhibiendo su poder y su riqueza, las rápidas fortunas (“pelotazos”), los escándalos, los empresarios “chungos” (De la Rosa, los Albertos, Conde, Ruíz Mateos, Cisneros, Piqué, Prado, Santos, etc) y la corrupción en los partidos políticos (Filesa, Guerra, RENFE en el PSOE, caso Naseiro en el PP, Prenafeta en CiU, tragaperras en el PNV) y en la cooperativa PSV de la UGT, pues en España era fácil hacerse rico, según el ministro de Hacienda. Incluso era posible morir de éxito, advertía un satisfecho Felipe González.

La rápida erosión del tibio proyecto socialdemócrata, la prepotencia y los abusos de la nueva élite social aglutinada en torno al Gobierno y la utilización partidista que hizo el PSOE de las instituciones del Estado para entorpecer la investigación sobre la corrupción y el terrorismo de Estado, facilitaron la tarea de oposición del Partido Popular. No obstante, junto a estos vicios, asociados en buena medida al crecimiento económico de la segunda mitad de los años ochenta, el PSOE creó muchas infraestructuras, aumentó las prestaciones sociales y la oferta pública de viviendas relativamente baratas y extendió, aunque de forma más modesta que en Europa, tres servicios públicos -sanidad, educación y pensiones- a toda la población. Si bien es cierto que en los últimos años, extraviado ya el impulso reformista y perdido el contacto con la sociedad, se limitó a aferrarse a lo ya realizado y a defenderse de las acusaciones de corrupción, deteriorando la vida pública.

No importa el color del gato, con tal de que cace ratones, fue una frase del dirigente chino Deng Siao Ping, el pequeño timonel que hizo de la China comunista un gran país capitalista, y que Felipe González utilizó para mostrar el pragmatismo del desvaído programa socialdemócrata, pero, ¿qué opinaban los ratones?

La etapa triunfal socialista culminó en los grandes fastos y grandes gastos de 1992, debidos a la celebración de tres eventos con gran repercusión mediática: la Exposición Universal de Sevilla, ciudad unida a Madrid por la primera línea de tren de gran velocidad (AVE), los Juegos Olímpicos de Barcelona y el Vº Centenario del Descubrimiento de América. Este alarde económico -no de uno, sino de tres grandes eventos simultáneos (somos postineros)-, concluyó en una recesión, que obligó al Gobierno a efectuar un duro ajuste económico y a devaluar la peseta.

En 1996, “los ratones” decidieron cambiar de “gato”: el PSOE, encastillado en el poder pero falto de ideas, desgastado y salpicado por varios casos de corrupción y por otros asuntos muy feos (GAL, Roldán), perdió las elecciones generales por un corto margen de votos, que sus dirigentes interpretaron como una derrota dulce; no supieron ver el amargor a largo plazo que encerraba la precaria victoria de Aznar.


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