Un famoso tesorero de
nombre desconocido va a pasar una temporada, que
esperamos sea larga, en una de las celdas de luxe que
tienen las prisiones madrileñas a causa de la creciente
afluencia de cacos de gama alta. Se sospecha que puede
tener hasta 48 millones de euros (unos 8.000 millones de
pesetas) en paraísos fiscales, y el juez le acusa de
haber cometido los delitos de estafa, evasión fiscal,
falsedad y cohecho mientras desempeñaba cargos de
responsabilidad en el Partido Popular.
Unido a esta organización conservadora como gerente
desde 1982, el tesorero desconocido realizaba tan
subrepticiamente sus ilícitas actividades, que a lo
largo de tantos años nadie pudo darse cuenta de sus
fechorías, en un partido que, según José María Aznar, su
dirigente más preclaro, era incompatible con la
corrupción, y que es, además, un celoso guardián de la
moral católica. Así que sabiendo como se sabe que robar,
o quedarse con dinero ajeno, es, por lo menos, pecado,
este fallo en la vigilancia partidaria sólo se puede
atribuir a la ilimitada confianza que los diversos
presidentes del partido le habían otorgado y que el
tesorero ha traicionado llevando un múltiple sistema de
cuentas: la contabilidad A para Hacienda, que tampoco
exige mucho, la contabilidad B para el Partido y la
contabilidad de la C a la Z, para él mismo.
En un partido de triunfadores, que gobierna para los
ricos y que hace de la acumulación de riqueza la máxima
expresión del mérito personal, nadie se sorprendía del
puntual reparto de sobres con un dinero que sólo podía
ser blanco, blanquísimo, pues se vivía en un ambiente de
alegre camaradería y honesta opulencia en la España que
iba bien. Y si España iba bien, la Bolsa iba bien y la
construcción iba bien, no había razones para dudar de
que el Partido Popular navegara viento en popa. Si el
presidente del Gobierno decía que la bonanza económica
se debía a él -el milagro soy yo-, en un partido
católicos creyentes, nutrido por gentes ingenuas y
sencillas, ¿por qué no iban a admitir que hubiera otros
milagros que se debían al tesorero?, quien, cada mes,
con puntualidad británica, reproducía el milagro de la
multiplicación de los sobres y los sueldos, para asombro
y júbilo de sus camaradas. ¿No era esa una señal de la
Historia o incluso un reconocimiento divino? ¿Qué
razones había para dudar de la voluntad del altísimo?
¿No había apoyado a Franco en la cruzada, por qué no
había de apoyar a sus herederos en la economía? ¿Acaso
existía alguna advertencia en contra de la Conferencia
Episcopal? ¿O alguna pastoral admonición de monseñor
Rouco Varela? Nihil obstat! Pues santo era ese dinerito
complementario, recibido por servir a España.
El tesorero desconocido para unos era el conseguidor,
para otros el repartidor de sobres, para unos terceros
el recaudador de inocentes dádivas; algunos le conocían
por el del abrigo con solapas de terciopelo, pero Rajoy,
que desde que descubrió su traición, quedó traumatizado
y no puede pronunciar su nombre, se ha referido a él
simplemente como “el asunto”. Así pues, “el asunto”
-presunto, claro está-, ya está en la trena, a donde ha
tardado casi 5 años en llegar, desde que Baltasar
Garzón, que en santa gloria esté como juez, le implicó
en el caso Gurtel al escuchar la grabación de una
conversación telefónica en la que el cabecilla de la
trama decía: “Yo, Paco Correa, he llevado a Bárcenas a
Génova y a su casa más de mil millones…Y sé cómo los
saca de España”. El Innombrable ya está en la trena,
haciendo compañía a Correa; ya veremos cuántos más le
siguen al trullo.