Trasversales
Léodile Béra (André Leo)

La ciudadana

Revista Trasversales número 30 noviembre 2013 (web)

Publicado el 5 de febrero de 1881 en La tribune des femmes.

Ese ciudadano del futuro, ese ser verdaderamente libre, creador de su propio destino, participante en la gestión del mundo, ¿quién será? ¿Quién, una vez alcanzada la edad adulta, tendrá derechos de ciudadanía?

Afortudamente, muchas mentes se sorprenderán de que se plantee tal pregunta y la declararán ociosa, al tratarse de un principio tan general y tan formal como el derecho individual. Sin embargo, ¿cuántos hay que al hablar de ciudadano sólo tienen en cuenta a un tipo de ser, el hombre, el tipo masculino que, para ellos, sería el único representante de la humanidad pensante y activa?

Aún son muchos aquellos para los que la costumbre domina sobre la reflexión y que atormentados por la lógica de este principio sólo lo aceptan quejumbrosos e intentando atenuar sus efectos por medio de todo tipo de combinaciones o correcciones ingeniosas en las que la forma domina sobre el fondo.

Dicho en positivo y para que la respuesta a la pregunta tenga como resultado una selección más restringida, ¿cuántos hay que, sin vacilaciones, ven en la mujer a un ser humano dotado de facultades humanas en su plenitud e investida de todos los derechos que la humanidad confiere?

La cuestión de la mujer es una de las que hasta ahora han manifestado más la insuficiencia del siglo XIX, su ligereza, la confusión de sus ideas y el egoísmo de sus instintos. Ha mostrado que la democracia, en términos generales, no ha salido aún de esa fase instintiva de cualquier reivindicación, fase en la que el emancipado reclama su propio dominio, en lugar de una libertad que desconoce, y se indigna ante cualquier impugnación de sus propios esclavos.

El burgués enemigo personal de los monarcas, el proletariado que se toma en serio el título de soberano que se adjunta a su papeleta de voto, tienen una necesidad absoluta de poseer un reino en su casa, pues sin él se creerían, como poco, deshonrados. Sin renunciar a las mismas burlas despectivas por las que los amos de los pueblos defienden su derecho divino, los rebeldes y emancipados de ayer ponen toda su soberbia, toda su indignación apasionada, toda su admiración y todo su desprecio al servicio del derecho masculino, también divino y con igual origen. ¿Para qué remontarse hasta los orígenes cuando tienen la ley de su parte? ¿Para qué razonar cuando los hechos les dan la razón?

La cuestión del derecho de las mujeres data de la gran revolución, o, lo que es lo mismo, de la filosofía del siglo XVIII. Sólo podía proceder del derecho individual. Las mujeres lo sintieron en esa época y se lanzaron a la filosofía y a la revolución con entusiasmo. La Revolución sólo pereció cuando fue abandonada por ellas, desanimadas y decepcionadas.

Su causa fue entonces entendida y apoyada por un pequeño número de pensadores, empezando por Condorcet, pero esa era la élite de la Revolución, mientras que los violentos y ambiciosos, es decir, los falsos revolucionarios, Hebert y Chaumette, Robespierre y los jacobinos, devolvieron a las mujeres a sus ruecas, casas y atavíos. Allí retornaron y comenzó la preparación del Directorio.

Esta división persiste desde entonces. Todo lo que sigue y mantiene el espíritu de la Revolución acepta o proclama el derecho de la mujer, y todo lo que, bajo el disfraz de la forma y la letra revolucionaria, oculta el espíritu del pasado, sus intrigas o instintos, persigue a esta causa con su odio y sus ataques. Bonaparte la prohibió y la insultó en la figura de Madame de Stael. El derecho de la mujer fue ahogado, como todos los demás, en la guerra y el militarismo.

Sin embargo, hay mujeres en los ejércitos, a pesar de la opinión pública, de la ley, de la naturaleza, es decir, a pesar del instinto de conservación, que también existe en el hombre aunque la opinión pública le obliga a superarlo pese a todo. Esas mujeres son empujadas por el entusiasmo revolucionario, por esa ley natural, inevitable, que las llena con los mismos sentimientos, las mismas pasiones que la sociedad a la que pertenecen y cuyos intereses les son comunes.

Desde el momento en que la idea socialista se formula y se plantea en Francia, el derecho de la mujer renace. Mientras que los burgueses, bajo nuevas formas, monarquizan, feudalizan y se reparten el botín tomado a la nobleza y al clero, y mientras los revolucionarios formalistas se dedican a enmendar invocando fechas y evocando sombras, el socialismo retoma el pensamiento de la revolución, su razón, su profunda reivindicación: el derecho de todos. Busca la realización de la justicia, sin la cual no la justicia no es nada, y hace planes para la sociedad del futuro. A menudo se confunde, sus opiniones son confusas, mezcla la autoridad con la libertad, el privilegio con la igualdad.

Saint- Simon cae en la teocracia. Fourier quiere construir una nueva ciudad con toda la basura del pasado. Cabet termina comportándose de forma monárquica. Pero ninguno admite una esclavitud natural o un privilegio innato. Las jerarquías, de las que aún no saben desembarazarse, proceden, al menos, de la elección. La mujer es sacerdotisa aquí, bacante allá, ¡ay! Todo está compartido.

El verdadero socialismo, la verdadera tradición revolucionaria, que persigue la realización de ese gran lema, "Todos los hombres (todos los seres humanos) son libres e iguales en derechos", se mantiene firmemente apegado a esta base de igualdad. Aunque su apego inicial a la libertad fue muy débil, no ha dejado de avanzar en ese sentido.

Es cierto que hay dos tendencias que se consideran socialistas y rechazan el derecho de las mujeres: la escuela positivista y la escuela proudhoniana. Pero ésta, propiamente hablando, no es una tendencia, puedes carece de una doctrina homogénea y cada vez se muestra más como burguesa y reaccionaria; en cuanto a aquella, bajo el barniz de nuevas ideas y bajo el nombre del socialismo, conserva las ideas autoritarias del pasado y está dividida en dos sectas, siendo la más racional la que tiene una doctrina menos precisa y reducida prácticamente a un método filosófico con tendencias aristocráticas.

Para ser socialista no basta con emitir opiniones sobre las cuestiones sociales, pues si así fuese los propios enemigos del socialismo serían socialistas. Es socialista quien, animado por un nuevo espíritu y adversario del pasado, trata de realizar las promesas de la revolución y pasar de sus ideas a los hechos, para aplicar el nuevo derecho, es decir, la participación equitativa de todos: la Igualdad.