Trasversales
José M. Roca

Perdidos (IV): del milagro al apocalipsis

Revista Trasversales número 30, noviembre 2013 (web)

Textos del autor
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Con la llegada del PSOE al Gobierno, en 2004, y el desplazamiento del Partido Popular a la oposición aparecen los factores coyunturales, que, unidos a los factores estructurales -la crisis económica, la corrupción y la crisis institucional- que emergen en el período, pondrán término al relato triunfal sobre el porvenir de España.

El primero de estos factores vino dado por la ambigüedad del programa del Gobierno y la falta de liderazgo del Presidente, fruto de una crisis mal resuelta en el partido. El segundo, fue la fiereza de que hizo gala el Partido Popular desde la oposición. Aunque Rajoy compartía con Zapatero sus escasas dotes de líder y estadista, como los acontecimientos se encargarían de mostrar, la labor de oposición permitía reducir los efectos negativos de esa carencia, que en Zapatero se acentuaban por su espasmódica manera de gobernar.

La titubeante acción del Gobierno y la instalación del Partido Popular en una oposición salvaje crearon una etapa de gran crispación política, en la que los “peperos” no admitieron haber sido derrotados limpiamente en las elecciones, cuyo resultado atribuyeron a una vasta conjura que culminó en los atentados de 2004. Una idea monstruosa que aún siguen defendiendo, por supuesto, sin prueba alguna que avale tal infamia.

Así, frente a una derecha crecida y rencorosa, apoyada por una Iglesia igual de vengativa, Zapatero contó con el parco auxilio de un partido dócil, pero “muy verde” en varios sentidos. En primer lugar, por la bisoñez política de la mayoría de los miembros del Gabinete, tras el relevo generacional producido en el XXXV Congreso. En segundo lugar, por la debilidad programática de la Nueva Vía, gaseosa versión española de la descafeinada Tercera Vía de Gidens, Schroeder y Blair, fruto de la seducción de la socialdemocracia europea por el neoliberalismo, y en tercer lugar, por los efectos de la crisis interna, mal resuelta con repetidos relevos en la secretaría general (González, Almunia, Chaves, Zapatero), pero sin efectuar un balance autocrítico de los años de gobierno de Felipe González ni una revisión de la transformación habida en el partido, tras haberse adaptado a la estructura del Estado y devenido en una máquina dispensadora de empleos, prebendas y cargos y en un disciplinado séquito del Jefe del Gobierno y Secretario General. Si a eso se unen los rasgos personales del Presidente y su estilo de gobernar y la renuncia a disputar a la derecha la hegemonía sobre la sociedad, tenemos un cuadro aproximado de la situación.

En el primer mandato, el moderado triunfalismo de Zapatero, que asumió el modelo de crecimiento económico legado por Aznar y no combatió el discurso neoliberal dominante, estuvo neutralizado por el catastrofismo del PP, que pasó de predicar el milagro aznariano a predecir el apocalipsis provocado por su sucesor en la Moncloa.

El discurso socialista fue débil y contradictorio, aun en los mejores momentos de la legislatura, y el de la derecha, claramente destructivo. Poco podía hacer el discurso basado en el “buenismo” y en el talante para negociar, frente a la potente, crispada y continua perorata del Partido Popular, simple y demagógica pero efectiva, desplegada ante la retirada de las tropas españolas de Iraq, el juicio del 11-M, la ley antitabaco, la ley de Costas, la ley de Dependencia, la de igualdad de género, la regularización de inmigrantes, la negociación con ETA, la discusión del Plan Ibarretxe, la ley de Memoria Histórica, la reforma de varios Estatutos de Autonomía, especialmente el de Cataluña, las medidas de corte social-populista y la investigación de los muchos casos de corrupción que le afectaban. También hizo patente su oposición, en todos los foros posibles y en la calle, a la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, a la reforma de la ley sobre el derecho al aborto, la investigación con células madre, la reforma educativa y la asignatura de Educación para la Ciudadanía, en la que estuvo acompañado, y a veces precedido, por la Conferencia Episcopal, que, desde los púlpitos y sus medios de propaganda, se sumó al incendiario discurso del PP sobre la destrucción de la familia, de la moral católica, de la escuela, la “balkanización” de España o la entrega de Navarra a ETA.

Zapatero se había manifestado partidario de un cambio tranquilo, pero la feroz oposición del Partido Popular, que se comportó como un partido antisistema al deslegitimar las instituciones del Estado que no pudo manejar, volvió a mostrar que en España no puede haber tranquilidad si no gobierna la derecha.

Pasado el primer impulso reformador, dio la impresión de que el Gobierno navegaba sin brújula ni cartografía, impresión que se acentuó en la segunda legislatura, una vez que nos alcanzó la crisis económica internacional y que reventó nuestra burbuja inmobiliaria y financiera, ante la que el Gobierno desplegó una larga serie de ocurrencias y rectificaciones, que taparon los aciertos y dieron la impresión de hallarnos ante una improvisación permanente y una excesiva preocupación por el corto plazo y las sondeos de opinión.

Obligado, finalmente, por los devastadores efectos de una crisis cuya gravedad había negado, Zapatero, con un golpe de timón de 180 grados -toda la caña a estribor-, asumió sin pestañear el programa de austeridad que, desde mayo de 2010, le impuso la derecha europea, con lo cual facilitaba en la práctica el triunfo del Partido Popular, que arreció en sus críticas, acusando al Presidente del Gobierno de ser el único causante de la crisis económica y, por tanto, el nefasto gobernante que había hecho fracasar el milagro de Aznar.

Al mismo tiempo, frente al desgobierno de un hombre mediocre, que suscitaba el recelo de los inversores (“la prima de riesgo se llama Zapatero”), en el Partido Popular trataban de vender lo invendible: a Rajoy como líder. El hombre que hacía las cosas “como Dios manda” sabía cómo devolver la confianza a los mercados financieros. Como antes, como siempre, la salvación de España dependía de un providencial hombre de derechas; el nuevo milagro se llamaría Mariano Rajoy.

En 2011, Zapatero se despidió tras haber pactado urgentemente con Rajoy la reforma del artículo 135 de la Constitución, que, por imperativo mandato de la troika (el FMI, la Comisión y el Banco Central Europeo), dejó atada y bien atada la política de austeridad selectiva destinada a rebajar las condiciones de vida y trabajo de los asalariados y a poner fin a nuestro modesto Estado del bienestar. Utilizando una metáfora del año 1998, cuando se firmó el Pacto de Estella, la reforma de la Constitución fue la pista de aterrizaje para que Rajoy llegara al Gobierno y pudiera aplicar con mano de hierro el programa de recortes en materia social, que había ocultado en la campaña electoral.

Desde mayo de 2010, Zapatero intentó convertirse en un patriótico redentor, que se inmolaba políticamente por el bien del país pero sin preguntar a los ciudadanos si le querían acompañar a tal purgatorio. Y concluyó su mandato clavándonos en la cruz de la salvación de los bancos y cobrándonos, además, el madero, el martillo y los clavos, mientras él quedaba a salvo de ese sacrificio gracias a los privilegios de su cargo, previstos en la Ley Orgánica 3/2004, de 28 de diciembre, que convierte a los expresidentes y exvicepresidentes del Gobierno en consejeros natos del Consejo de Estado, con alta remuneración (76.000 euros anuales) y carácter vitalicio.


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