Trasversales
JOSÉ ENRIQUE MARTÍNEZ LAPUENTE

El 'efecto Coriolis' en la escritura de Concha García


Revista Trasversales número 31 febrero 2014

José Enrique Martínez Lapuente (Monforte del Cid) funda y dirige la revista de creación literaria Garimau en 1983. Participa con artículos de opinión, crítica literaria y artes plásticas en revistas y periódicos españoles. Desde hace 30 años trabaja para la industria editorial como corrector de estilo, traductor y redactor. Es autor de los libros "El extraño viaje" y "El cuaderno perdido", publicados por Ediciones Carena.

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Ciudad que se oye como un verso.

Calles con luz de patio.

Jorge Luis Borges

«Montevideo», Luna de enfrente


La obra de Concha García comprende registros que integran, cada uno de ellos, una varie­dad proteica de temas, atmósferas, emociones, sentimientos, imágenes e impulsos que articulan un corpus cuyo estudio ha despertado el interés de no pocos críticos españoles y americanos. No es éste el momento ni el lugar de hacer un balance, siquiera sea somero, de sus muchos talentos narrativos en el ámbito del universo poético. Doctores tiene la Ciencia, y profetas la Academia, para encarar esa labor, tan delicada como apasionante. No obstante, y con independencia de lo aportado a lo largo de sus muchos poemarios, el libro que hoy nos ocupa, La lejanía (Cuaderno de Montevideo) [Concha García, Ediciones Carena, 2013], constituye no sólo un palpitante dietario poético sino una guía para comprender mejor y, en consecuencia desvelar, algunas claves de su escritura.

Los manuales al uso, o enciclopedias virtuales tan en boga en nuestros días, nos explican el ‘efecto Coriolis’ como esa acción que la rotación de la Tierra ejerce sobre los objetos que se mueven en su superficie, la cual hace que en el hemisferio Norte esos objetos curven su dirección de movimiento hacia la derecha, y, en el hemisferio Sur, hacia la izquierda. Así, cuando un objeto inicia un movimiento apuntando en una dirección concreta en el hemisferio Norte (la bala disparada por un cañón sería un buen ejemplo de ello), la trayectoria real resulta, sea cual sea esa dirección, curvada hacia la derecha respecto a la dirección inicial. Por supuesto, idéntico efecto, pero de signo contrario, lo obtendremos en el hemisferio Sur.

Esta breve introducción a una noción científica de dominio común se hace necesaria cuando, apenas abierto este libro de Concha García, nos encontramos con esta meditación deslumbrante:

Abro el grifo del lavabo y dejo correr el agua para observar si realmente desagua en sentido contrario al del hemisferio norte. Cuando era una niña tenía la fantasía de que en el hemisferio sur encontraría a mi doble. [...] Veo que sí, que el agua gira al contrario de las agujas del reloj. Este fenómeno tiene el nombre de “efecto Coriolis”. Busco intensamente a mi doble y recuerdo que hace unos años, en Buenos Aires, cami­naba despistada en un centro comercial cuando, al bajar una escalera, me vi reflejada en un gran espejo. Por un instante pensé que yo era aquella otra [Concha García, La lejanía (Cuaderno de Mon­tevideo), Ediciones Carena, Bar­ce­lona, 2013, p. 19].

En La lejanía (Cuaderno de Montevideo) el agua del recuerdo gira, exactamente, en el sentido inverso al de las manecillas de un reloj: no es el pasado quien responde a las invocaciones del presente; es «lo real de este instante que se esfuma» [Ibídem, p. 23], el presente, quien vuelve al pasado y en él se disuelve:

Washington, Cerrito, Piedras, 25 de Mayo... Nombres desconocidos que merodean en mi memoria preguntándome por su significado y me llevan al final de aquella calle de mi infancia. ¿Dónde está aquel cielo azul? ¿Es este mismo cielo que como una corona bri­llante e invisible refulge en el río de la Plata? [Ibídem, p. 26].

Este libro se abre, entre otras, con una cita más que oportuna de Samuel Beckett. Esa cita nos recuerda que “no viajamos por el placer de viajar; somos imbéciles, pero no hasta ese punto”. Concha García parece confirmar lo ajustado de la misma cuando confiesa:

La primera vez que estuve en el Río de la Plata fue en un sueño: había dormido en la bodega de un transatlántico antiguo y me acababa de levantar. Noté un balanceo suave en todo el cuerpo. De repente me encontré en cubierta. Vi el horizonte en plano inclinado y el agua no era marrón sino azul, como la del mar Mediterráneo. La impresión que me dejó aquella imagen todavía enfatiza los colores de aquel día soñado. Todo relato vuelve a la niñez. Atraviesa varios lugares hasta que se convierte en un espacio visible y reconocible [Ibídem, p. 12].

En efecto, “fue en un sueño”, es decir, en una dimensión imaginaria, onírica y desco­nocida, pero no menos real de lo que entendemos por realidad, donde Concha García realizó un deseo: el de buscarse en esa otra que aparece y desaparece en un juego de espejos y de la que breve, fugazmente, tuvo cumplida noticia en la visión efímera, huidiza, experimentada ante el azogue de una luna en un centro comercial de Buenos Aires. Es en ese momento de su experiencia cuando tiene lugar, mediante la práctica de la escritura, el encuentro con esa doble que aparece en el hemisferio Sur y que es el resultado, la sedimentación, de todo cuanto ha sido deseado, perdido, soñado, sentido, visto, recordado y vuelto a perder en la masa verbal del texto. En este sentido podemos decir, sin temor a equivocarnos, que no es la escritora Concha García, sino esa otra que mora y discurre en los secretos rumores del sueño, la autora del texto que nos ocupa. Sin embargo, para desplegarse plenamente, esa experiencia tiene lugar desde el núcleo palpitante de la vivencia en el corazón de la gran ciudad del Sur: Montevideo. No puede ser sino de esa manera, entre otras razones porque, ubicada en Barcelona, esa escritura, en la medida en que busca y persigue su objeto, éste se desplaza, tal y como describe el ‘efecto Coriolis’, hacia el hemisferio opuesto, hacia el profundo Sur, hacia ese espacio abierto a la aventura de la libertad; del conocimiento en libertad.

Es importante resaltar este aspecto para comprender ese fenómeno, por otra parte bien conocido, de desplazamiento: en la medida en que su poesía busca la razón de su origen, de su vigilia y desvelos, ésta parece escaparse de las manos que escriben para apuntar hacia un destino oculto, ignorado, cada vez más distante y, sin embargo, paradójicamente, cercano: metonimia que trata de designar, bajo la evocación de otros paisajes, gentes, encuentros, cielos poblados de nuevas promesas, lo indecible de su deseo. Poesía, sí, que se articula sobre la superficie de un campo proyectivo cuya trama significante, anudada alrededor de una constante línea de fuga, explora, hasta descubrirlos como propios, territorios inicialmente lejanos y extraños.

En un primer momento, lo extraño de ese territorio aparece desde el centro mismo de su experiencia. Se constata que el fenómeno que tenía lugar en su punto de origen, ese objeto que se busca y se escurre como agua entre los dedos, y que no simboliza otra cosa que el sentido de la propia existencia, acontece de nuevo, siguiendo, casi al pie de la letra, la pauta establecida desde el punto de partida en otro tiempo. Así, esa voz que desanuda con dolor los entresijos de sus recuerdos, confiesa emocionada:

Escucho el aleteo de las aves que llegan con la primavera mientras noto el sol y la luz en mi cuerpo. Pero la luz de aquel tiempo ya no es. Se repite la sensación. Al desvanecerse el pasado en escenas desordenadas y fragmentarias, se pone de manifiesto que el recuerdo no acerca aquellos días a lo real de este instante que se esfuma. Entonces la memoria me hace mucho daño y no sé dónde dejarme caer para consolarme. Me angustio [Ibídem, p. 23].

La angustia, precisamente. Que aparece en escena como una invitada no deseada cuando la vida desfila ante nuestros ojos como “una situación de provisionalidad, un dete­nimiento forzado de momentos estelares de desasosiego” [Ibídem, p. 20].

La angustia, esa aparición de lo real, innominada e innominable, que deja el presente vacío. Vacío de sentido y de historia (que hace de la historia, de la historia de cualquiera, una historia sin sentido), y que, como un agujero negro, abduce la materia dinámica y viva de nuestra existencia en aras de un funesto designio, ignorado e ignorante de nuestra suerte en la espiral de un círculo infinito.

Sólo cuando la ficción del presente, de su retórica hueca, se constata como un pomposo artificio para mayor gloria de la ini­qui­dad y la mentira, entronizadas en el altar de una identidad aleatoria y mezquina que el Poder consagra como trascendente o divi­na, la Vida se libera de falsas ataduras. Entonces, y sólo entonces, la otra que nos habla desde el espejo puede decir esto: “Camino como si volviese a nacer: todo me es ajeno” [Ibídem, p. 16]. Y puede decirlo, en efecto, porque la cualidad de su palabra puede captar aquello que la historia oficial no cuenta, todo cuanto permanece como no dicho en el muro del silencio. Así, cuando esa voz que destila sus vivencias al calor del recuerdo entra por vez primera en la plaza Zabala, nos confía, como en un relámpago, esta revelación radiante:

Me siento frente a la estatua del fundador de Montevideo Bruno Mauricio de Zabala. Hay que mirarla dando un rodeo para descubrir las alegóricas figu­raciones, construidas en piedra y hierro, que te sugieren un pasado basado en la Conquista, en la muerte al enemigo y la expulsión de los habitantes originarios; y por último, en una obe­diente clase trabajadora que ha cons­truido sus propios símbolos humi­llantes bajo las órdenes de otros con muchísimo más poder. [...] el rostro de bronce del héroe me parece altivo sobre la cabalgadura hierática. Ambos, hombre y caballo, forman un conjunto compacto y teme­rario. La verja que rodea la plaza está pintada en color verde. Miro de nuevo hacia el cielo azul que refulge en el brillo de la cabalgadura del jinete. ¿Cómo se funda una ciudad? ¿Siempre echando a los que ya estaban? ¿Tam­bién se funda así un territorio? ¿Un país? Quizás por eso no me ubico. ¿Cómo lo hicieron para que los demás se doble­guen y obedezcan, para que admiren y teman al mismo tiempo? [...] Esta cabalgadura con el jinete es pura ficción. ¿Todos los símbolos de una ciudad son ficción? Entonces, no estoy tan equivocada. Mis paseos son reales [Ibídem, pp. 22-23].

Llegados a este punto de la exposición, podríamos, como lectores, seguir el movimiento inverso sugerido por el ‘efecto Coriolis’ y preguntar con esa voz que tanto nos emociona a lo largo de su relato: ¿Cómo se funda un sujeto? ¿Qué hacer para seguir fiel al rumbo del propio deseo y no doblegarse ni obedecer ante el miedo que nos infunde lo terrible, a veces, del po­der ajeno? Éstas, y otras preguntas, hallan su respuesta en la ficción que constituye toda realidad como férrea construcción de la fantasía. Y aquí es donde el movimiento que comenzó en el hemisferio Norte se de­tiene para completar, en el hemisferio Sur, su recorrido. Por fin ese movimiento ha en­contrado el objeto de su búsqueda como algo definitivamente perdido, y que sólo la asunción de su pérdida permite la conexión con lo real del mundo: “Habito en una invención y a fuerza de creer en ella la hago real” [Ibídem, p. 37].

La vida, pues, gracias a esa invención, invención que es producto de una pérdida, puede brotar otra vez. También el amor. Porque vida y amor no son otra cosa que invenciones del Universo. A cambio sólo nos pide aceptar su objeto como algo perdido de antemano, algo que habrá que buscar y construir a lo largo del tiempo y sin garantía de permanencia alguna. Sólo entonces la “rueda del miedo”, rescoldo del pasado, presente también en la ciudad de Montevideo, deja de prefigurar un destino inexorable. La experiencia, al fin, puede librarse íntegramente a su vuelo y habitar el mundo que la rodea: plazas y calles, monumentos, bares, restaurantes, comercios, gentes del campo y la ciudad, recuerdos de otra vida en otro tiempo, se iluminan bajo otra luz. Otra luz, otro tiempo. El tiempo de la infancia recobrada, la luz que abre su vientre por vez primera para alumbrar el mundo... la escritura que lo crea, la paz que lo redime, el instante de la revelación, puro como un rayo sublime en la faceta del diamante que lo recibe.

Desde la lejanía, desde una de las capitales del Nuevo Mundo, el movimiento inverso que experimentan los objetos por la acción de la rotación de la Tierra ha producido, en la escritura de Concha García, entre otros, este libro, donde las palabras —lúcidas, de una belleza cruel, por momentos salvaje— duelen. Duelen con el dolor que da la vida verdadera, el tiempo irrepetible de todo cuanto “fue una vez y ahora nunca más” [Ibídem, p. 9]; el justo tiempo humano que vuelve a nacer y renacer para encontrar en las páginas de este diario la espuma de los días, las olas del mar, el mar de la vida.


© José Enrique Martínez Lapuente

Barcelona, 28 de Noviembre de 2013