Trasversales
José M. Roca

Neoliberalismo: el poder nuevo de viejas ideas

Revista Trasversales número 32, junios eptiembre 2014

Textos del autor
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La variable "poder" es ineludible, pues los procesos económicos son el resultado de decisiones que, al ser colectivas (si fueran individuales buscaríamos motivaciones), dependen del poder que prevalece. Si la teoría económica es una teoría de esas decisiones, ¿cómo construirla prescindiendo de las relaciones de poder?

José Luis Sampedro, Economía humanista


El primer liberalismo

Lo que, con un notorio abuso de las palabras y como incuestionable referencia de autoridad, hoy nos presentan sus epígonos como un liberalismo renovado o neoliberalismo es una amañada reformulación, o incluso una tergiversación, de teorías aparecidas en Europa entre los siglos XVII y XIX, que, con las dificultades de un pensamiento innovador o incluso subversivo, expresaban los deseos del emergente, diverso y reducido grupo de individuos económicamente activos y cívicamente inquietos ante el orden estamental del Antiguo Régimen y el ilimitado poder de nobles, obispos, reyes y emperadores.

Pensadores como Hobbes, Descartes, Petty, Spinoza, Locke, Vico, Mandeville, Montesquieu, Hutcheson, Quesnay, Hume, Rousseau, Tucker, Ferguson, Kant, Smith, Burke, Bentham, Malthus, Say, Ricardo, Hegel, Tocqueville o Mill, entre otros, fueron colocando las bases de un pensamiento que introducía novedosas reflexiones sobre el hombre, la sociedad, el poder, la libertad, la soberanía, la política, la moral, el Estado, la propiedad, el comercio, el mercado, el trabajo, el dinero o la producción de la riqueza, que, desde puntos de vista distintos y a veces enfrentados, señalaron el camino que llevó a la ruptura epistemológica con el Antiguo Régimen, plasmada en las corrientes de pensamiento que alumbraron la Ilustración, entendida como puerta de acceso a la Modernidad y luego su posterior, prolongado y conflictivo asentamiento.

En el plano político, frente al súbdito cargado de deberes y sometido al orden estamental y al arbitrio de reyes, nobles y dignatarios de la Iglesia, el liberalismo exaltaba al individuo encarnado en la figura del ciudadano; el hombre activo, dotado de ciertos derechos innatos, naturales -la vida, la propiedad y la libertad-, que debían ser, primero, afirmados contra el Estado y luego, protegidos por él.

Pero como la experiencia mostraba la acusada tendencia del poder a volverse despótico, para evitar que el poder estuviese en pocas, poderosas y arbitrarias manos, el Estado absolutista se debía reformar para quedar limitado y dividido según los postulados de Locke y Montesquieu, y sobre todo, compartido con el nuevo sujeto, que a su vez exigía una legalidad a la que todos los ciudadanos se atuviesen, incluidos los gobernantes. Este sujeto, un varón naturalmente -los derechos de la mujer vendrían más tarde (Gouges, Wollstonecraft, Truth, Mott, Cady)-, que aspiraba a intervenir en los asuntos públicos se reservaba también un ámbito íntimo, no regulable por ley, para los asuntos de su conciencia. Y frente a la soberanía absoluta del monarca, legitimada por la religión (el poder real viene de Dios), los ciudadanos agrupados en la nación serían, finalmente, el origen del poder político -el teórico soberano moderno- y quienes ostentasen la facultad de delegarlo temporalmente en representantes designados a través del sufragio.

Ahora bien, como el primer liberalismo estaba lejos de veleidades igualitarias y, por lo tanto, del régimen democrático, la modélica encarnación del ciudadano no podía ser asumida por cualquier mortal, sino por un sujeto específico, el burgués; el hombre con posición, con renta y con razón; es decir, el ciudadano con capacidad -por riqueza personal, por cultura o por su función en la jerarquía social- de decidir con libertad, ya que no prestaba servicios a otros, y para aportar algo al Estado a través de los impuestos, y, de acuerdo con el planteamiento mercantil, recibir a cambio de esa contribución fiscal el derecho a intervenir mediante la elección de sus representantes en la gestión de los asuntos de gobierno. Lo uno por lo otro. Pagar impuestos sin tener representación en el Parlamento es tiranía, afirmaban los independentistas americanos.

Las clases sociales no propietarias estaban, por tanto, exentas del privilegio del voto por­que su humilde condición les hacía depender económica y culturalmente de terceros, lo cual les impedía razonar y decidir con plena autonomía, como establecía Benjamín Constant: No quisiera perjudicar ni ofender a las clases laboriosas, con frecuencia dispuestas a los más heroicos sa­crificios, y su abnegación es tanto más ad­mirable por cuanto no es recompensada ni por la fortuna ni por la gloria. Pero entiendo que el patriotismo que da el valor de morir por su patria es distinto del que hace capaz de conocer bien sus intereses. Se requiere, pues, otra condición, además del nacimiento o la mayoría de edad. Dicha condición es el ocio, indispensable a la adquisición de la cultura y el recto criterio. Sólo la propiedad capacita a los hombres para el ejercicio de los derechos políticos. Por ello, el sufragio será, inicialmente, un derecho restringido a la estrecha franja de caballeros acomodados; los únicos que según el selectivo criterio burgués son ciudadanos, el resto son simplemente habitantes, gente subalterna.

Los hombres de negocios (industriales, comerciantes, hacendados, banqueros y rentistas) y los hombres instruidos (jueces, magistrados, altos funcionarios de la administración civil y militar, nobles, jerarquías eclesiásticas, profesionales liberales) serán quienes, bien por su nivel de rentas, bien por su aportación intelectual, por sus funciones o por su magisterio moral, podrán elegir a sus representantes políticos, y también podrán ser elegidos como tales, bien a través del sufragio censitario (según sus rentas) o del sufragio capacitario (según su instrucción y cualidades profesionales).

Tenemos, entonces, que los cambios habidos en la concepción del hombre -el ciudadano-; en la legitimidad -terrenal- del poder político; en la soberanía, que reside en un nuevo sujeto -la nación-; en el sometimiento de todos -incluidos los que gobiernan- a las leyes; y en el poder político -limitado, dividido y compartido- facilitarán el tránsito hasta el denominado régimen de opinión; el sistema de gobierno fundado en la representación política surgida de la voluntad de los gobernados, emitida periódica y libremente en las consultas electorales, derecho del que, en origen, disfrutarán muy pocos, aunque la presión de las clases subalternas conducirá, no sin tensiones, hasta el régimen democrático y hará del sufragio un derecho universal.

En el campo del liberalismo económico, los precursores no sólo del sistema de producción capitalista sino de la economía como tal fueron William Petty (1623- 1687) y luego los miembros de la llamada escuela clásica, pertenecientes a la Ilus­tración escocesa, como Francis Hutcheson (1694-1746), David Hume (1711-1776) y, sobre todo, Adam Smith (1723-1790), que con su obra La riqueza de las naciones, aparecida en 1776, puso los cimientos de la economía política como una disciplina separada de otras ramas del saber. Después hay que señalar a Robert Malthus (1766-1834) y a David Ricardo (1772-1823), que con Smith forman la trilogía de la economía clásica, mientras Francia tuvo como precursores a François Quesnay (1694-1774) y a Jean Baptiste Say (1767-1832).

Ante la jerárquica sociedad estamental y el poder de los reyes, los primeros liberales concebían la sociedad civil como el conjunto de relaciones libres entre individuos laboriosos, autónomos y racionales, que, en el ámbito del mercado, trataban de alcanzar sus particulares intereses, en especial aquellos que les reportasen alguna utilidad y, desde luego, un beneficio económico. El orden social era imaginado como un resultado espontáneo, natural, de las relaciones entre individuos que respondían al modelo del hombre económico: el sujeto que organiza su vida con arreglo a los fines económicos que persigue. De lo cual resultaba que el hombre ideal, el sujeto que los liberales tenían en mente como más adecuado para su teoría, no eran el siervo, ni el campesino ni el escribano ni el artesano, sino el calculador hombre de negocios, el hombre que, ponderando la inversión y el riesgo, emprende negocios con el fin de obtener un beneficio económico.

Por lo cual, las actividades que componían el mundo de la producción debían ser liberadas de los lazos estamentales y de los privilegios reales que restringían el comercio y la manufactura, para poder ser realizadas en todo el territorio nacional según la voluntad de las partes o, como se dirá desde entonces, reguladas por la oferta y la de­manda, sin que el oprobioso Estado debiera intervenir salvo para facilitar este intercambio, promover la seguridad y garantizar que dichos acuerdos se cumpliesen sin trampas, y quitando eso, dejar hacer, dejar pasar -laissez-faire, laissez passer- a los agentes económicos en el marco del mercado.

De este modo, la limitada función del gobierno era favorecer el orden natural surgido de la libre confluencia de actores movidos por su particular interés y esperar que de ello resultase el interés general, tal como asegura la metáfora de la mano invisible utilizada por A. Smith: Al dirigir la industria de tal manera que su producto sea del mejor valor, él procura sólo su propia ganancia, y en este caso, así como en muchos otros, él es guiado por una mano invisible para promover un fin que no formaba parte de la intención. Tampoco es lo peor para la sociedad el no ser parte de ello. Al perseguir su propio interés con frecuencia promueve el de la sociedad en forma más efectiva que cuando se propone promoverlo.

Los primeros liberales emitieron sus discursos sobre el individuo y el mercado en una situación económica y política bien distinta de la actual en los países desarrollados. La pobreza era la condición general de las sociedades, la ignorancia, la superstición y la violencia eran concepciones corrientes sobre el origen de la riqueza, pues quedaba fuera de la mentalidad popular obtener oro o dinero por medio del trabajo cotidiano. La riqueza se podía conseguir con una herencia o un buen matrimonio, por medio de la magia, la alquimia, la piratería, el robo, la guerra, el bandolerismo, la usura o la búsqueda de tesoros, pero en general nadie pensaba en poder hacerse rico trabajando y produciendo más cosas de las que necesitaba.

Igualmente, la producción de los bienes destinados al mercado era escasa y, salvando las compañías que actuaban bajo real privilegio, los oferentes y los demandantes eran parejos en poderes y dimensiones. Se trataba, sobre todo, de desarrollar la producción, a lo que ayudó la incipiente revolución industrial con la división del trabajo y el uso de la energía calorífica del carbón en la manufactura, y de sacar el comercio del ámbito local para crear mercados nacionales y favorecer la concurrencia de mu­chos actores.

Por influjo de la religión calvinista -el racionalismo ascético y el ejercicio de la profesión como si fuera una vocación religiosa, según Weber- muchos de los agentes del incipiente capitalismo eran personas hacendosas y ahorradoras, e incluso algunos de sus teóricos eran personas piadosas, que detestaban el egoísmo sin frenos morales y no podían imaginar cuáles serían los resultados de aplicar los supuestos más extremados de sus teorías. Otros, más pesimistas (Malthus, Ricardo), los advertían, pero, dada la pobreza reinante, consideraban que lo importante era producir riqueza aunque su distribución no fuera equitativa.

Así explica Galbraith, en La sociedad opulenta, el origen de tales ideas: En un mundo que había sido pobre durante tanto tiempo nada era más importante que obtener un incremento de la riqueza. El remedio -liberar a los hombres de las restricciones y la protección de la sociedad feudal y mercantilista y dejar que actuasen por sí mismos- era sano, como ya se iba poniendo de manifiesto. No era aquel un mundo compasivo. Muchos sufrieron y muchos quedaron destruidos bajo la severa e imprevisible autoridad de la competencia y del mercado. Pero siempre han perecido muchos por una u otra razón. En tanto que ahora, algunos comenzaban a florecer. Esto era lo que se debía tener en cuenta.

Pero desde que el liberalismo apareció en Occidente como filosofía política y teoría económica han transcurrido siglos y las circunstancias han cambiado de forma ostensible: las sociedades no son las mismas, tampoco los regímenes políticos y mucho menos los sistemas productivos, ya que entonces se trataba de afianzar, por un lado, el papel de los individuos frente al omnipotente Estado absolutista, aboliéndolo o reformándolo, y, por otro, de ampliar el mercado y asentar el incipiente capitalismo en el marco de la primera revolución industrial, protegiendo su incierto crecimiento con el mimo de una flor delicada. Y aquel aserto sobre la armonía alcanzada con la libertad de oferentes y demandantes, que, al afirmar los derechos de los individuos ante el sistema de estamentos, ponía el acento en el interés particular y convertía el egoísmo -el culto de cada cual a sí mismo- en una virtud apropiada a la emergente actividad mercantil, hoy alimenta la codicia, una extendida y malsana pasión humana, que no logra ser moderada, como antaño, por la fuerza de la costumbre, la influencia de la religión y por los lazos comunitarios, ni, claro está, por la propia estructura productiva, entonces poco desa­rrollada.

Al contrario, transcurridos más de dos siglos desde que fueron formulados tales asertos, las circunstancias han permitido poner de actualidad los preceptos del primer liberalismo y aplicarlos a la producción y al comercio en su forma más extrema, pero ya desprovistos del componente utópico, religioso o incluso humanístico que tuvieron en su origen.


El renovado poder de viejas ideas

Keynes dedica los párrafos finales de su obra de 1936 -Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero- a señalar la importancia de las ideas: Las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto cuando son correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree. En realidad, el mundo está gobernado por poco más que esto. Los hombres prácticos, que se creen exentos por completo de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto.

El autor británico señala la importancia de las ideas más aceptadas en un momento dado por quienes dirigen la economía o la política, pero no hay que entender este párrafo únicamente en el sentido general que Marx atribuye a las ideas en el célebre pasaje de La ideología alemana -"Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante"-, sino también en el sentido gramsciano, de cómo, en ciertas circunstancias, una fracción de la clase social dominante logra imponer sus ideas sobre las ideas del resto de esta clase y las de las clases o fracciones aliadas y, por supuesto, sobre las ideas de las clases subalternas, dando lugar a lo que él llama sabiduría convencional, a las ideas comúnmente aceptadas. Aunque sea, como es el caso, pidiéndolas prestadas a varios economistas difuntos.

En 1996, Castoriadis (1999, 65) lamentaba tener que volver a tratar asuntos que ya ha­bían sido anteriormente abordados y zanjados: Puede parecer extraño seguir discutiendo sobre la 'racionalidad' del capitalismo contemporáneo en una época en la que el paro, según cifras oficiales, afecta en Francia a tres millones y medio de personas, y a más del 10% de la población activa en los países de la Comunidad Eco­nómica Europea, y en la que los gobiernos europeos responden a esta situación reforzando las medidas destinadas a combatir la inflación, como la reducción del déficit presupuestario. Pero esto resulta menos extraño, o más bien la extrañeza se desplaza, si se tiene en cuenta la increíble regresión ideológica que afecta a las sociedades occidentales desde hace ya prácticamente veinte años. Cosas que, con razón se consideraban bien establecidas, como la devastadora crítica de la economía política académica por parte de la escuela de Cambridge entre 1930 y 1965 (Sraffa, Robinson, Kahn, Keynes, Kalecki, Shakle, Kaldor, Pasinetti, etc.) ya no son discutidas o refutadas, sino simplemente silenciadas u olvidadas. Mientras tanto, están en boga inventos ingenuos e inverosímiles, como la llamada "economía de oferta" o el "monetarismo", que ensalzan el neoliberalismo, presentan sus aberraciones como evidencias del buen sentido común, la libertad absoluta de los movimientos del capital arruina sectores enteros de la producción de casi todos países y la economía mundial se transforma en un casino a escala planetaria. En otra conferencia (ibíd., 165) añadía: Simultánea a la ofensiva de Reagan y Thatcher contra los sindicatos y el nivel de los salarios, esta regresión ha permitido que los sacamuelas de Chicago resuciten antiguallas refutadas hace ya mucho tiempo (como la teoría cuantitativa del dinero), que los "expertos" del Fondo Monetario Internacional sigan añadiendo clavos al ataúd de los países pobres y que, en Francia, el señor Guy Sorman (asesor del primer ministro Alain Juppé) se convierta en el apóstol de la Ilustración económica. Economistas difuntos devueltos a la vida por empeño de fanáticos neoliberales, para volver a poner sobre el tapete teorías criticadas, orilladas por nefastas y superadas por la experiencia, que al aplicarse han provocado sucesivas crisis y sirven de poco ante lo que tenemos encima: la mayor crisis económica desde 1929 y las medidas aplicadas para superarla, que acentúan sus peores efectos sociales y marcan una vía que lleva a la destrucción de la vida en el planeta.


Neoliberalismo: una palabra engañosa

Hoy, el neoliberalismo, más que una teoría económica fundada en un sustrato racional apoyado en una base empírica, es una fe casi religiosa defendida con intolerancia y fanatismo; una fe de carbonero, como decía Unamuno, divulgada por la prensa especializada e inculcada en selectas universidades y carísimas escuelas de negocios a las sucesivas generaciones de carboneros con títulos de máster, trajes de Armani y contratos blindados, que desde hace años dirigen las instituciones económicas internacionales y los sectores productivos más punteros del capitalismo, en particular el dinámico sector de las finanzas.

Lo que se presenta como nuevo liberalismo es sobre todo la justificación de las depredadoras actividades del capital financiero, cuyos atroces efectos sociales quedan muy lejos de la armonía que debería resultar de la libre concurrencia de intereses particulares en el mercado desregulado, que no sólo no reparte la riqueza existente de forma eficiente, y aún menos dispensa la felicidad anunciada, sino que crea miseria y destrucción allí a donde llega. Según Eurostat, desde el comienzo de la crisis en 2007 hasta 2012, la población en riesgo de pobreza o exclusión social ha pasado en la Unión Europea de una media del 24,4% en 2007 a un 25,0% en 2012. En España, en el mismo tiempo, ha pasado del 23,3% al 28,2%.

Cada día más, la "mano invisible" está manchada de oprobio y de sangre. Y lo que muestran sus epígonos como nuevo liberalismo no es más que una mala imagen del primer liberalismo, una especie de cadáver de Adam Smith a lomos del negocio bursátil; un pensamiento dogmático y bien promocionado, pero disecado, apolillado y re­pintado de color salmón, que, en un mundo donde la producción de bienes y servicios se ha desarrollado como nunca y donde son posibles cotas de bienestar jamás imaginadas, no sólo no ha resuelto uno de los problemas más persistentes de la humanidad, como satisfacer el hambre y salir de la pobreza, que debería ser su objetivo fundamental como teoría económica, sino que ha producido nuevas generaciones de pobres, ha extendido la miseria dentro de los países ricos y, en una evolución cada día más inhumana y, por lo tanto, menos legítima, sigue concentrando en manos de muy pocos la riqueza producida por muchos. En Informe Anual de la Riqueza en el Mundo indica que, en 2012, en plena crisis, la riqueza de los 12 millones de personas con mayores fortunas ha aumentado el 10%, hasta llegar a los 46,2 billones de dólares, debido a la recuperación del mercado inmobiliario y financiero.

El neoliberalismo es ahora la colección de recetas que sirve de referencia a las organizaciones patronales, la monocorde letanía que recitan los dirigentes de las instituciones económicas y financieras internacionales, la manida cantinela de los consejeros, directivos y altos ejecutivos de grandes empresas, la brújula de los máximos gestores de los bancos y entidades financieras, de los brokers y los traders de la Bolsa, de los especuladores, de las agencias de rating y de los capitanes no de empresa, como se decía antes, sino capitanes piratas, que en su exclusivo interés desvalijan su propio barco, su propio banco, su propia empresa o su propio país, sin el menor atisbo de escrúpulo, pues esta doctrina precisa para expandirse corromper a las élites políticas y económicas.

El neoliberalismo es el manual de quienes piensan que los negocios privados deben contemplar beneficios pero nunca pérdidas, que, en el caso de haberlas, deben ser asumidas por el Estado con cargo a los fondos públicos. Es también la brújula que guía a los gobernantes, ya que la instauración y el mantenimiento de ese orden económico que beneficia a una minoría es imposible de llevar a cabo sin la coactiva acción del Estado sobre la población subalterna.

De ahí viene el esfuerzo, que, desde hace cuarenta años, clubes empresariales, asociaciones patronales, instituciones económicas y financieras internacionales y los partidos políticos y gobiernos que lo han asumido como guía, han dedicado a difundir este esquema y a pregonar la necesidad de reducir el tamaño del Estado, en especial su vertiente asistencial y su función equitativa, para facilitar la extensión de un hipotético mercado sin reglas, poniendo incluso en riesgo la propia existencia de la sociedad, si la entendemos como algo más que las relaciones mercantiles, pues los neoliberales parecen llevarnos a la siguiente disyuntiva: o mercado o sociedad, en la que ellos han apostado por el mercado.

Esas ideas, adoptadas como programas de gobierno, han inspirado las políticas de privatización de bienes y servicios del Estado, la exaltación de la gestión privada sobre la pública, la prevalencia del interés de las empresas sobre las necesidades de la sociedad, los intereses de las organizaciones patronales sobre los de los trabajadores, la desregulación de los mercados, especialmente el laboral y el financiero, y la libre circulación de mercancías, pero sobre todo, la libre circulación de capitales.

Con independencia de la originalidad y la profundidad de los textos de sus teóricos y de la fidelidad al pensamiento de los precursores, el neoliberalismo ha devenido en una serie de tópicos, que sus seguidores recitan con la devoción de catecúmenos, tales como: cuanta más riqueza acumulan los estratos altos de la sociedad más riqueza cae en cascada hacia los estratos bajos, la riqueza la crean los empresarios, la empresa privada es la organización más eficiente, el crecimiento ilimitado del beneficio es legítimo, la responsabilidad del empresario acaba en la empresa, la gestión privada es más eficaz que la pública, la protección laboral entorpece la creación de empleo, los salarios altos generan inflación, el salario mínimo destruye empleo, el crecimiento depende de la competitividad y ésta de los trabajadores, la productividad depende de los salarios, los sindicatos frenan la innovación de las empresas, los subsidios disuaden de buscar empleo, los trabajadores con empleo fijo son privilegiados, reducir los impuestos genera inversión, facilitar el despido genera empleo, las pensiones por jubilación son una carga para los que trabajan, el gasto social es un despilfarro, la economía debe librarse de la política, el mercado libre asigna mejor los recursos, el Estado del Bienestar no se puede mantener, la protección social genera parasitismo, el mercado global nos beneficia a todos, etc.

A pesar del prefijo neo, es vetero, es viejo, pues trata de instaurar el desigualitario orden neoestamental que conviene a la actual aristocracia del dinero, de fijar un desigual orden económico a perpetuidad, de acentuar la asimetría en el reparto del poder y la riqueza, y lejos de promover nuevos derechos y cambios progresistas, el neoliberalismo inspira reacciones conservadoras y saltos hacia atrás, pues merma derechos políticos de los ciudadanos, suprime derechos laborales de los trabajadores, olvida a los más necesitados de ayuda y trae consigo una nueva distribución de la riqueza a favor de los más ricos, con lo cual genera nuevas legiones de condenados de la Tierra. Según la revista Forbes, en un estudio sobre los 100 españoles más ricos, efectuado a partir de fortunas superiores a los 300 millones de euros, 30 familias acumulan, en plena crisis, un capital de 32.000 millones de euros, de ellas hay tres que suman 22.000 millones de euros.

Como teoría de la libertad humana, que suele ser su bandera más querida, y como defensa práctica de la autonomía de los individuos, el neoliberalismo es una auténtica impostura, pues somete las personas a las necesidades del capital; alienta la entrega colectiva al desorden social impuesto por los más fuertes, que también son los más ricos, pues, si el primer liberalismo pretendía transformar a los súbditos en ciudadanos limitando el poder regio, el neoliberalismo actual pretende transformar a los ciudadanos en súbditos de un nuevo tipo de poder absolutista formado por las instituciones mundiales del gran capital (el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mun­dial, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, la Organización Mundial del Comercio y el Banco Central Europeo (BCE), entre otras), a cuyos designios se subordinan casi todos los gobiernos.

Hoy día, el neoliberalismo es una teoría que proporciona a la reducida élite que dirige el mundo la cobertura ideológica necesaria para llevar a cabo la ambiciosa tarea de colocar la soberanía popular en lugares muy alejados del alcance de los ciudadanos y reducir a ceniza tres siglos de luchas por tratar de extender, de modo efectivo en pocos países pero con innegable aceptación internacional, un extenso catálogo de derechos individuales y colectivos; derechos reconocidos como universales, adquiridos para todas las personas sin distinción, pero en gran medida promovidos y conquistados por el esfuerzo de las clases, naciones y colectividades subalternas, pagando un altísimo precio en penalidades y vidas truncadas.

Desde el punto de vista ético, el neoliberalismo es una despiadada doctrina moral que justifica como inevitables las actividades lucrativas de los más ricos y como socialmente convenientes sus perniciosos efectos.

Tal como se practica por sus actuales seguidores, es un simple dogma con la pretensión de tener una base científica, la desi­gualdad natural de las personas y el innato egoísmo de los seres humanos, que otorga legitimidad económica y política a los intereses de los grupos económicos más poderosos; es el ideario que ampara el comportamiento depredador de las élites y les permite dormir tranquilamente, sin problemas de conciencia que perturben su descanso. Es el opio de los ricos para hacerles soportar su odio a los pobres, pues todavía se creen virtuosos y se permiten darnos clases de moral.




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