Trasversales
José Mª Carrascosa Baeza

¿La necesaria reforma de la Universidad?

Revista Trasversales número 33 ,  octubre 2014-enero 2015

José Mª Carrascosa Baeza es profesor de Bioquímica y Biología Molecular en la Facultad de Ciencias de la Universidad Autónoma de Madrid

josemaria.carrascosa@uam.es

Por razones editoriales hemos asignado a las dos series originales de notas numeraciones como bx (bibliografía) y nx (notas propiamente dichas)




La frase que da título a este artículo, sin interrogantes, suele repetirse como un mantra en la mayoría de artículos y estudios sobre la institución universitaria, ya sea escritos por periodistas o por miembros de la misma. Lo curioso es que esta afirmación suele hacerse a priori, sin aportar justificación alguna y dando por hecho que es una verdad indiscutible. Incluso cuando el contenido del artículo reconoce que la actual Universidad, con sus estructuras y marco presupuestario, ha desempeñado y desempeña una actividad encomiable en lo científico y en lo social, la conclusión acaba siempre siendo que se necesitan cambios de estructura radicales (b1, b2). Cabe señalar que en esta cruzada para modificar el sistema universitario convergen los nostálgicos anti-Bolonia del 'cualquier tiempo pasado fue mejor' y los modernos tecnócratas que pretenden transformar un Servicio Público en una empresa de servicios educativos para proporcionar mano de obra cualificada para 'el mercado laboral'. Los primeros, generalmente vinculados a la Universidad, suelen añorar la LRU [n1] y ejercen una feroz crítica respecto a todo lo que significa la 'innovación docente' (b3), asumen que un buen investigador es de por sí un buen profesor (aunque al mismo tiempo reclaman dar menos clases) y utilizan como referentes las mejores universidades del mundo, olvidando eso sí que, por ejemplo, la Universidad de Stanford cuenta con un magnífico servicio de pedagogía para 'enseñar a enseñar' en todas las disciplinas, o que en la Universidad de Berkeley los jóvenes instructores son invitados a asistir a cursos de habilidades docentes antes de iniciar su actividad docente como tal. El grupo de los tecnócratas, por su parte, considera que la Universidad ha de estar al servicio del mercado y defiende su carácter empresarial frente a su esencia de Servicio Público, aunque coincide con los primeros en utilizar como referente a las mejores universidades del mundo (generalmente privadas norteamericanas).

Uno de los datos en los que se suele apoyar la necesidad de reforma es la incapacidad de las universidades españolas para entrar entre los cien primeros puestos de los rankings universitarios internacionales. Los rankings universitarios surgieron hace una década aproximadamente como algo anecdótico pero pronto se comenzó a valorar su importancia, no tanto porque reflejaran una realidad de la calidad de las universidades, sino por el prestigio o valor de marca asociado y las consecuencias para atraer financiación que pudieran conllevar (b4). La aceptación universal de los criterios valorados en dichos rankings ha alcanzado una influencia más allá de toda lógica llegando a condicionar las decisiones estratégicas de las universidades con el único fin de estar en una mejor posición en la lista, independientemente de que ello suponga o no una mejora de la calidad de su servicio a la sociedad. Un claro ejemplo de ello son las propuestas de reforma formuladas por la Comisión de Expertos del Ministerio de Educación, o las elaboradas por una comisión similar para la Gene­ralitat de Cataluña (b1, b5). Aunque los criterios principales manejados en los distintos rankings están obviamente relacionados con la calidad universitaria y sus resultados no deben ser menospreciados, no cabe duda de que no están todos los que son (por ejemplo, no se tiene en cuenta la capacidad para captar fondos de investigación, ni se incluyen valoraciones que relativicen la producción científica en base a su financiación o al presupuesto de las diferentes universidades). Por otro lado, los rankings no atienden a una de las funciones propias de una universidad pública como es la de servir de ascensor social de los ciudadanos que la sufragan con sus impuestos. Si consideráramos el impacto que la universidad española ha tenido en las perspectivas de mejora social de sus estudiantes, no cabe duda que en nada tendría que envidiar a las mejores del mundo. Por consiguiente, valoremos adecuadamente los sistemas de medida de la calidad de las universidades y no extraigamos de ellos consecuencias desproporcionadas sobre la necesidad de cambios radicales en nuestro sistema universitario.

Las críticas que se ejercen sobre la universidad española actual son de diversa índole y abarcan casi todos los aspectos de su actividad. Para poder hacer un mejor análisis de la situación enfocaremos nuestra atención exclusivamente en cuatro cuestiones principales: gobernanza, selección del profesorado, financiación y productividad científica.


Gobernanza


Desde la transición democrática la forma de gobierno de las universidades españolas ha estado regulada sucesivamente por la Ley de Reforma Universitaria (1983) y por la Ley Orgánica de Universidades (2001) [n2], esta última modificada parcialmente por la Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Universidades (2007) [n3]. Dos características comunes a todas estas leyes han sido el establecimiento de un sistema democrático de gobernanza y el respeto por la autonomía universitaria, garantizando en todo caso la representación de la sociedad en el gobierno universitario a través de los Consejos Sociales. La participación democrática a todos los niveles, desde la elección de delegados de estudiantes hasta la de Rector, representa una contribución importante a la transparencia de la institución universitaria y dota de legitimidad a sus gestores en la toma de decisiones. La estructura de órganos colegiados y sus comisiones delegadas garantiza que la práctica totalidad de los asuntos de la universidad son analizados en múltiples foros que incluyen representantes de todos los estamentos. Lejos de representar un problema para el funcionamiento universitario, la gobernanza democrática ayuda a la cohesión de la institución y a la consecución de sus fines, al tiempo que representa un ejemplo de defensa de los valores democráticos en general. No hay que olvidar que la tendencia a la gestión democrática de los servicios públicos fue una característica de la transición, en contraposición con la gobernanza decidida 'desde arriba' que caracterizó al régimen anterior.

Resulta sorprendente que la mayoría de las propuestas actuales sobre el sistema de gobernanza aboguen por acabar con las elecciones para el cargo de Rector y su sustitución por un sistema de designación por parte de un grupo de 'ilustrados' (al estilo de la etapa franquista), con el argumento de que la gestión democrática implica que el Rector está atado de pies y manos para tomar decisiones, encontrándose cautivo de sus votantes. Por el contrario, la designación 'digital' (a dedo) del Rector dejaría a éste hacer y deshacer con libertad, rodearse de decanos y directores de departamento afines, y no tener que rendir cuentas a la Universidad sino a la Sociedad, representada, eso sí, sólo por el grupo designador. Este modelo, claramente inspirado en el mundo empresarial y en el de las universidades americanas, divide a la comunidad universitaria en dos grupos asimétricos, el de los gobernantes, que 'saben qué es lo que hay que hacer', y el de los gobernados, que han de limitarse a cumplir con su trabajo sin opinar sobre la organización del mismo ni tener derecho a participar. Además de poco democrático, se trata de un modelo que poco tiene que ver con la tradición universitaria europea como la alemana o la francesa, sistemas estos que han probado sobradamente su eficacia. El nuevo modelo que se propone olvida que, además de buenos resultados en investigación, transferencia y docencia, la Universidad es ante todo un ámbito de formación y entre los valores formativos que ha de transmitir los valores democráticos representan una competencia transversal que no debería ocupar un lugar menor. Las futuras élites intelectuales del país deberían formarse en la participación en los asuntos que les conciernen y en la asunción de responsabilidades desde los inicios de su proceso formativo.

Los nuevos modelos propuestos parten de la base de la superioridad de la gobernanza ejecutiva al estilo empresarial que sólo rinde cuentas ante un Consejo Social u organismo similar de un modo análogo a como los directores ejecutivos de una corporación lo hacen ante sus consejos de administración. Pero la realidad es que no hay datos que avalen dicha superioridad y existen suficientes ejemplos de cómo ese sistema ha llevado a la quiebra a multitud de empresas cuyos perjudicados son por lo general los trabajadores, es decir, aquellos que no tenían ni voz ni voto, y la sociedad en su conjunto (los recientes rescates de la banca son ejemplos claros en este sentido). Por el contrario, el sistema actualmente vigente obliga a los rectores y a sus equipos de gobierno a rendir cuentas con periodicidad aproximadamente mensual ante el Consejo de Gobierno, en el que se sientan representantes de todos los estamentos, y ante el Consejo Social, además de estar sometidos a la inspección de las autoridades económicas. Este modelo de gobernanza compartida actúa como think tank colectivo y garantiza decisiones en beneficio de la docencia, la investigación y la formación de los estudiantes, al fin y al cabo los objetivos del Servicio Público universitario.

Otro de los argumentos repetidos machaconamente por quienes optan por la reforma de la gobernanza es el de que la Univer­sidad no es propiedad de los universitarios y que su Servicio Público le ha sido delegado por la sociedad, llamando la atención sobre los límites que habría de tener la autonomía universitaria. La línea de razonamiento en este caso da por cierta la premisa de que los que se autogestionan piensan sólo en sus intereses corporativos y no en el bien común y que esta es la razón de su ineficacia. Para los que así opinan bastaría el refrán español que dice 'cree el ladrón que todos son de su condición'. No sé si existen muchos ámbitos en los que la mejora del servicio que se presta represente un aliciente de la magnitud que se observa en la esfera universitaria. Curiosamente, entre estas voces están especialmente representadas las que reclaman una mayor presencia en los consejos sociales de miembros nombrados por las comunidades autónomas ba­jo la asunción de que el poder político representa los intereses de la sociedad, y aquellas que directamente asumen que la 'sociedad' es equivalente a 'los empresarios con prestigio' (b6). La autonomía universitaria, consagrada en la Constitución Es­pañola y en la vigente LOMLOU, de igual modo que cualquier otro status de ente autónomo, tiene la virtud de preservar a la Universidad de interferencias de carácter político-ideológico que oscilan con los vaivenes electorales, y permitirle así desa­rrollar una planificación de largo recorrido. El sistema actual no está reñido con la inclusión en la actividad universitaria de las necesidades de la sociedad, ya sean de origen empresarial, científico-técnico, de solidaridad, de atención a la diversidad funcional, etc. Por otro lado las estadísticas reflejan en qué medida, con este sistema, la universidad ha mejorado su nivel de producción científica desde la LRU hasta niveles superiores a los que le correspondería en base al porcentaje de PIB invertido en la misma, y ha contribuido a poner a disposición de la sociedad un elevado número de licenciados y doctores. ¿Por qué y para qué habríamos de modificar el actual sistema de gobernanza? No existe base empírica para ello y sí el riesgo de abandonar una senda razonablemente exitosa sólo por motivos ideológicos.


Selección del profesorado


Otro de los aspectos frecuentemente controvertidos del mundo universitario es cómo ha de seleccionarse el profesorado y eso incluye temas como si ha de tener o no carácter funcionarial, el procedimiento mismo de reclutamiento o su origen nacional o internacional. A esta cuestión subyace siempre el tema de la endogamia, que todos los críticos consideran la madre de todos los males, pero sin definir exactamente a qué se refieren y englobando bajo ese término muchas prácticas diferentes, algunas de las cuales ni mucho menos rechazables (b7). Así, por ejemplo, los investigadores del CSIC critican sus dificultades para transformarse en profesores de universidad olvidando que lo opuesto es casi imposible, los que intentan acceder desde fuera del sistema hablan siempre de 'plazas dadas' sin considerar si los oponentes tienen buen curriculum o no (b8) [n4], y los que ya han conseguido el máximo status en la carrera universitaria se ponen dignos y hablan de la incapacidad de nuestro sistema para incorporar a un premio Nobel al mismo (si bien cuando se abre la posibilidad de incorporarlo en alguno de sus departamentos también se deciden por el 'candidato de la casa' que, por supuesto, es excelente). Muchas de las críticas de este tipo confunden interesadamente endogamia con mediocridad y tienen un gran componente de hipocresía.

El acceso al cargo de profesor universitario en España ha pasado desde un régimen claramente feudal, como el que se daba en la universidad franquista con departamentos con un solo catedrático, a otro bastante más abierto que ha ido reformulándose a medida que las necesidades del sistema lo demandaban. Anteriormente a la LRU las plazas de profesor se dirimían en unas oposiciones basadas esencialmente en el conocimiento del temario de cada disciplina y en cuyo resultado, y sin menoscabo de la valía de los candidatos, el equilibrio de poder entre los escasos catedráticos de cada área tenía una influencia notoria.

El cambio político de los años 70 y la incorporación a la universidad de muchos profesores con experiencia investigadora adquirida en el extranjero (PNNs y Profe­sores idóneos) cambió sustancialmente el ambiente y la proyección social de la institución universitaria. La LRU racionalizó el panorama de acceso a la función docente estableciendo dos únicas categorías, Cate­drático y Profesor Titular, y los departa­men­tos pasaron a tener varios catedráticos entre su personal lo que ya de por sí desfeudalizaba en parte su estructura. Por otra parte, la autonomía universitaria otorgó a las universidades la capacidad de convocar los concursos que a su juicio fuesen necesarios para el cumplimiento de su labor docente e investigadora. De los cinco miembros que constituían las comisiones de cada concurso, tres se designaban por sorteo entre los funcionarios de los cuerpos docentes correspondientes, lo que, en principio, era un mecanismo antiendogamia. Este mecanismo no siempre funcionó adecuadamente; no hay que olvidar que en una Universidad de impronta feudal todavía prevalecía el argumento de 'no voy a decirle a Don Fulano a quien tiene que meter en su casa'. Otra cuestión que influyó muy negativamente en esa fase fue la no exigencia de una habilitación o acreditación previa para presentarse a un concurso de Pro­fesor Titular, lo que posibilitaba incorporar a personas 'de la casa' con escasa actividad investigadora, en un claro ejercicio de en­do­gamia. Pero al mismo tiempo también posibilitó el 'fichaje' de investigadores que se encontraban en el extranjero y que, aun sin experiencia docente, resultaron decisivos para dar impulso a la naciente actividad investigadora de nuestra Univer­sidad. La LRU también incluyó un mecanismo que vuelve a proponerse ahora, co­mo era la obligación de haber estado en otro centro de investigación antes de poder presentarse a un concurso en la universidad en la que se había obtenido el doctorado, requisito que la picaresca española logró desvalorizar. Puede decirse que fue una ley necesaria para la transición desde una universidad docente a una universidad también investigadora.

En el año 2001 la LOU reorganizó el sistema de acceso a la función docente, introduciendo un sistema de habilitación nacional que corregía las carencias, ya apuntadas, de la LRU. Sin embargo, el sistema diseñado convertía una habilitación en un proceso competitivo, prácticamente similar al de las viejas oposiciones de la universidad feudal, convocado por el Ministerio de Educación una vez al año y con un número limitado de plazas. Los tribunales de habilitación se conformaban con miembros, que podían ser también del CSIC, a los que se les exigía una determinada solvencia investigadora basada en su número de sexenios. La autonomía de las universidades quedaba limitada a elegir entre los que la comisión nacional había seleccionado. Como era previsible, las universidades acabaron por sacar plazas a concurso sólo cuando sus miembros alcanzaban la habilitación nacional, especialmente en el nivel de catedrático. Los detractores del sistema universitario actual identificarían en esas prácticas la presencia de la inefable endogamia. Otros, sin embargo, las considerarían como un mecanismo de defender la autonomía universitaria y la capacidad de hacer política científica propia frente a la imposición de incorporar a alguien que, aun siendo un gran investigador, cultiva una temática que nada tiene que ver con las líneas estratégicas de un departamento y cuya incorporación impide además la mejora de las líneas de investigación propias. ¿Endogamia o autonomía para la planificación estratégica? Cada uno tendrá una respuesta pero lo que es bien cierto es que ninguna universidad de las llamadas de excelencia consentiría que un sistema centralizado nacional le dijera que seleccionara entre unos pocos candidatos para cubrir sus plazas.

La LOMLOU de 2007 corrigió el tema de la habilitación, que pasó a denominarse acreditación, haciéndolo no competitivo y no presencial. Un acreditado es alguien con méritos suficientes para concursar a los cuerpos docentes, solventando de este modo las carencias de la LRU. Y las universidades mantienen su autonomía para convocar concursos en función de sus necesidades estratégicas. El aspecto más criticado del nuevo sistema se encuentra en la acreditación realizada por la ANECA (Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad) que, en opinión entre otros del Comité de Expertos, no presenta garantías académicas ni jurídicas para la selección de los mejores (b9). Me centraré exclusivamente en lo académico. Las deficiencias del baremo de acreditación son, por supuesto, opinables. La crítica respecto a la escasa valoración de la investigación está fundamentada, como siempre, en que para dar clase hay que ser un buen investigador y que sólo por serlo ya se sabe dar clase. Es­ta premisa no es universalmente aceptada y la experiencia demuestra más bien lo contrario; basta acudir a congresos internacionales para darse cuenta de que las mejores conferencias suelen corresponder a investigadores que son también docentes. En la universidad actual se necesitan buenos investigadores, y de entre ellos parece lógico seleccionar a los que cuentan también con experiencia docente. Es más, nuestro sistema de incorporación de talento investigador incluye el programa Ramón y Cajal. En el mismo se da a los seleccionados la oportunidad de elegir la Universidad que deseen para consolidar en el plazo de cinco años su línea de investigación, al tiempo que se introducen en la actividad docente y de hecho nadie resulta rechazado en su acreditación por falta de docencia. Por consiguiente, el argumento de que nuestro sistema ahuyenta a los mejores es sencillamente una falacia; a quien ahuyenta es a los que no quieren dar clase. Otras críticas como la de que nuestro sistema no permite incorporar a premios Nobel sin experiencia docente son sencillamente absurdas y deberían abordarse en otro ámbito como la asignación de financiación específica para incorporar investigadores a la Universidad, algo que no incluye la propuesta de reforma más que en el marco del mecenazgo privado. En cualquier caso, las deficiencias del baremo pueden ser corregidas y la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) ha mostrado su disposición a estudiar y negociar la propuesta de modificación del baremo de acreditación hecha por el ministro Wert. Lo que en ningún caso está justificado es volver a la acreditación presencial y competitiva, para la que además se propone una estructura de dos ejercicios ya superada y muy centrada en la docencia (b10). Esta reforma sólo es justificable si se quiere volver a limitar la autonomía universitaria como en la ley de 2001. En mi opinión, la LOMLOU ha fijado en sus justos términos lo que es una acreditación, que no debe ser un proceso competitivo, y que era la mayor deficiencia de la LOU. Por lo demás, mantiene una estructura de profesorado muy coherente, con etapas formativa, postdoctoral y contrato laboral permanente bajo la figura de Profesor Contratado Doctor. Por cierto, nada excluye que se puedan contratar extranjeros y si el procedimiento de acreditación de la ANECA se simplificara, que ha de hacerse, o se aceptaran evaluaciones similares llevadas a cabo por agencias homologadas de otros países, nada impediría internacionalizar nuestro profesorado. De lo que nadie quiere hablar, y que en mi opinión es la razón principal del poco atractivo de las universidades españolas para los extranjeros, es de la escasez de salarios y de dinero para investigación, de los límites a la tasa de reposición y de la ausencia de contratos de investigación con posibilidad de permanencia indefinida y poca actividad docente. Para conseguir eso no hay que hacer reformas, sino tener la voluntad política de establecer prioridades en ese sentido y abolir todos los decretos que desde 2012 constriñen a las universidades en su autonomía y en su presupuesto.

Un último comentario sobre la vía de la 'contratación directa e indefinida' sin necesidad de acreditación (b11). Dando por supuesta la buena intención de los proponentes, esa vía abre una puerta inmensa a la arbitrariedad (incluso salarial) y podría utilizarse para contratar grandes expertos y también a aquellos que no lograran superar la acreditación. ¡Ojo con los atajos!


Financiación


El gasto en universidad en España es sensiblemente inferior (1,2% del PIB) a la media de los países de la OCDE (1,5% del PIB), y está muy lejos del objetivo del 3% del PIB establecido por el Parlamento Europeo. Por ello el Comité de Expertos remarca que la financiación de las universidades públicas es escasa y debería incrementarse notablemente, además de dotarla de un carácter estable y plurianual que permita desarrollar acciones estratégicas a medio y largo plazo. La financiación de la universidad española corre a cargo en un 80% de los presupuestos públicos, porcentaje similar al de otros países europeos como Francia, y que se contrapone con el 35% de fondos públicos que reciben las universidades americanas, británicas o japonesas. Este hecho permite al Comité de Expertos plantear que la alternativa futura para financiar mejor nuestras universidades pasa necesariamente por el incremento de los fondos privados. Sin entrar a discutir ese aspecto, a la vista de la escasez presupuestaria antes mencionada cabe concluir que la corrección de estos porcentajes no debería venir de la disminución de la financiación pública actual, la cual debería incrementarse notablemente, independientemente de la captación de otros fondos externos por parte de las universidades.

No obstante, las decisiones tomadas por los poderes públicos en los últimos años no han ido precisamente dirigidas a solventar estas carencias, sino más bien, al contrario, aprovechando la crisis, a agudizarlas y a tratar de rediseñar la naturaleza del Servi­cio Público universitario. Así, muchas co­munidades autónomas han decidido establecer subidas abusivas de las tasas académicas cuyo montante esperado deducen de las transferencias corrientes con cargo a presupuestos, una estrategia de 'copago' que recae sobre los usuarios del Servicio Público y que ni siquiera garantiza el mantenimiento de la financiación tal como lo demuestra la disminución continuada de los presupuestos de las universidades. Por otra parte, se habla de incrementar el presupuesto universitario mediante la captación de fondos de investigación y al mismo tiempo se reducen los fondos de los programas nacionales lo que supone de por sí una merma importante para las arcas de la universidad y deja a ésta a merced de la obtención de fondos europeos o privados que a lo sumo conseguirán equilibrar la pérdida de fondos nacionales. Por último, ni siquiera la tan discutida ley de mecenazgo (que permitiría obtener fondos de donaciones privadas) ha sido desarrollada, lo que deslegitima la supuesta estrategia de mejorar la financiación mediante recursos privados.

Como Servicio Público, la universidad debería estar financiada por los presupuestos generales en base a sus costes estructurales (principalmente gastos de personal, mantenimiento de edificios, impartición de estudios y una financiación básica para investigación, no contemplada como tal hasta el momento, pero que sería acorde con el carácter docente-investigador del profesorado). Es cierto que los costes estructurales pueden incrementarse sin control, pero para evitarlo están los gobiernos regionales (o en su defecto el Gobierno central) que han de regular el tamaño de las plantillas y autorizar la implantación de nuevos títulos. Dicho esto, la financiación pública adicional que corresponda podría perfectamente estar basada en índices objetivos de calidad docente y de resultados de investigación y transferencia. Sin necesidad de reformas estructurales, las universidades han colaborado activamente en programas de evaluación de las prácticas docentes del profesorado y de la actividad investigadora, o en el diseño de estrategias conducentes a la creación de los campus de excelencia internacional, todo ello sin que haya tenido una repercusión significativa en la aportación de fondos públicos hasta el momento por falta de voluntad política y no por las reticencias de la comunidad universitaria.

Nuestro ordenamiento legal desde la LRU considera a las universidades con capacidad para contratar con entes externos, ya sean servicios de I+D, asesorías técnicas, servicios docentes, contratos de investigación, etc. Todas estas posibilidades estaban contempladas con el fin de mejorar la capacidad de las universidades para el cumplimiento de sus fines y mejorar su competitividad, y en ningún caso para financiar los servicios básicos de las enseñanzas oficiales como ahora se nos pretende hacer asumir. Las universidades hace ya muchos años que captan fondos privados de un modo creciente y para ello bastan el marco legal existente y las estructuras democráticas de gobierno. La mayoría han establecido Oficinas de Transferencia de Resultados (OTRIs) y fundaciones con mayor o menor éxito en la consecución de estos fines.

Quizás el elemento más débil en esta estrategia ha sido el de los consejos sociales, curiosamente el órgano al que se pretende dotar de un mayor protagonismo en la gestión universitaria. La insistencia en que se necesita un cambio en el modelo de gestión para incrementar la captación de fondos privados carece de evidencia empírica y no es más que el reflejo de planteamientos ideo­lógicos que buscan aumentar la dependencia de la universidad pública del sector privado.

Otro de los temas recurrentes que acaparan la atención de los reformistas de la financiación universitaria es el del análisis de la eficiencia de los servicios prestados por las universidades, utilizando para ello la contabilidad analítica. La contabilidad analítica, herramienta muy utilizada en el mundo em­presarial, es de muy difícil aplicación a un Servicio Público que por naturaleza es subvencionado. Pero la demanda de su implantación no es ajena a una discusión ideológica profunda mediante la cual se pretende convertir una universidad en una empresa de servicios educativos de titularidad pública, como si se tratara de un fabricante de galletas o de automóviles. Determinar el coste de producción de un egresado [n5] es perfectamente posible pero, como es obvio, establecer el valor del título otorgado es tarea casi imposible, incluso aunque los precios no estuviesen subvencionados.

Pretender que el valor depende exclusivamente de la demanda de dichos 'servicios educativos' es ignorar el potencial valor para la sociedad de cada uno de los titulados, que incluye no sólo su empleabilidad sino también valores menos tangibles como el incremento cultural de la ciudadanía, su índice de felicidad, etc., algo que se escapa al criterio economicista pero que es parte de la esencia de la institución universitaria.

Quizás podría llevarse a cabo una evaluación comparativa del 'valor' de los títulos de cada universidad acudiendo a la famosa nota de corte, que serviría de indicador de las preferencias de los estudiantes, o al nivel de estudiantes extranjeros o procedentes de otras comunidades matriculados en cada título. Si queremos analizar el valor de la investigación básica la tarea parece más ardua. Aunque su coste está claro, su valor es imposible de calcular teniendo en cuenta que es la propia institución la que solicita los fondos para realizar la investigación que considera oportuna.

¿Qué se busca con la contabilidad analítica? Una posibilidad es el cierre de titulaciones con baja demanda, dado su alto coste, lo que justificaría a posteriori la supresión de plazas de profesorado (olvidando que las titulaciones se han implantado a coste cero para la Administración) ya que su necesidad se evalúa exclusivamente en base a los servicios docentes prestados y no los de investigación. Otra posibilidad sería precarizar las condiciones salariales del profesorado implicado para ajustar los costes de impartición de esos títulos. Cualquier alternativa sería mala para el conocimiento, la oferta educativa y por consiguiente, para la sociedad.


Productividad científica


El artículo 40.1 de la Ley Orgánica de Uni­versidades establece que 'la investigación es un derecho y un deber del personal do­cente e investigador de las universidades'. Parece obvio señalar que el cumplimiento de un deber requiere disponer de los recursos adecuados para ello, es decir, una financiación específica que en la universidad española nunca ha existido. Si hablásemos de disfrutar un derecho, la perspectiva sería diferente pues es cierto que los poderes públicos ponen a disposición de los profesores universitarios fondos de investigación por los que pueden competir y, si los obtienen, disfrutar de ese modo del derecho a investigar. Esta asimetría explicaría perfectamente uno de los datos sobre la implicación investigadora del personal docente universitario que revela que un 57,6% del mismo tiene un sexenio reconocido o ninguno (b12). También es importante señalar que el reconocimiento de sexenios es menor en disciplinas como las ingenierías, economía, ciencias de la educación o sociales, en las que la actividad científica y su proyección hacia la sociedad se materializa en formas diferentes del clásico artículo de investigación (por ejemplo, libros, informes, asesorías, etc.) que es el formato por excelencia considerado por las comisiones de evaluación de la actividad investigadora, por lo que muy probablemente la implicación científica del profesorado sea sensiblemente mayor que la que reflejan los sexenios.

Conviene señalar que en la universidad medieval a la que puso fin la LRU del año 1983 el panorama investigador, salvo honrosas excepciones, era desolador y a día de hoy todavía están presentes en los cuerpos docentes universitarios vestigios de aquella ausencia de cultura investigadora. Sin embargo, desde la aprobación de aquel mar­­co legal las cosas han cambiado muy sen­siblemente y la universidad actual aporta alrededor del 70% de toda la producción científica española, producción que a su vez se ha incrementado notablemente (b13). Así, en número de publicaciones, España aporta el 11,3% de todas las publicaciones europeas, sólo superada por las cuatro grandes potencias (Reino Unido, Alemania, Francia e Italia) y el 3,4% de la producción mundial, todo ello con una in­versión en I+D+i del 1,38% del PIB, muy por debajo del 2,3% que es la media de la OCDE. Este salto no ha acontecido de la noche a la mañana y por sí solo sino que responde a políticas y estrategias demandadas desde las universidades y que encontraron sensibilidad en los legisladores correspondientes. Quizás la principal de estas políticas fue la creación de los Planes Na­cionales de investigación, con sus convocatorias de financiación de proyectos evaluados por una Agencia Nacional de Eva­luación y Prospectiva (ANEP), una de cu­yas virtudes fue la de extender la financiación al máximo número de propuestas posibles de calidad evidente. El resultado de esa estrategia no pudo ser más fructífero, dando lugar a la creación de una auténtica red de investigadores por todo el país que a su vez colocó a los grupos españoles en el mapa de la investigación mundial.

Otro factor que ha contribuido a esta mejora de la productividad científica han sido las sucesivas reformas legislativas en la selección del profesorado ya comentadas, y la implantación del programa Ramón y Cajal, que garantizan que para incorporarse a una plaza de profesor permanente hay que haber demostrado capacidad para hacer investigación, contactos internacionales y estancias en otros centros distintos de aquel en el que se hizo el doctorado. Estamos, por tanto, ante una situación en la que la Universidad cuenta con profesorado que anhela cumplir con su deber de investigar, y proclive a ejercer ese derecho mediante la solicitud de financiación para sus propuestas de investigación. Ambos factores po­drían explicar perfectamente el auge de la productividad científica de las universidades españolas.

Pero no todo ha sido un camino de rosas en estos años. Probablemente con buena voluntad e intentando emular a los mejores países en investigación, al comienzo del nuevo siglo surgió la idea de que la investigación atomizada en pequeños grupos era ineficiente y que era preciso dar un salto cualitativo importante financiando nuevos centros de excelencia y redes de grupos de investigación para favorecer la colaboración entre los mismos. El problema de esta estrategia es que se ha llevado a cabo sin incrementar la dotación presupuestaria sino más bien detrayendo los recursos antes repartidos entre muchos y concentrándolos en unos pocos que serían los responsables de hacer la ciencia de calidad que el país necesitaba, al tiempo que se menospreciaba a los pequeños grupos por falta de competitividad. Estas medidas olvidan que en los países más avanzados los grandes centros de investigación que cuentan con unos presupuestos extraordinarios conviven con un amplio tejido investigador, menos dotado presupuestariamente, que desempeña su papel en la creación de conocimiento y en la formación de recursos humanos de los que luego se nutren los centros de excelencia. La estrategia de concentración de re­cursos puede que haya dado algunos frutos me­nores pero que en ningún caso compensan la tremenda destrucción causada en el te­jido investigador español, destrucción que se ha seguido promoviendo aun en ma­yor medida aprovechando la crisis econó­mi­ca y que incluso ha llegado a afectar a los propios centros de excelencia como el Príncipe Felipe de la Comunidad Valen­cia­na.

Si el motivo para diseñar esta estrategia fue el conseguir un mayor impacto de nuestra producción científica, es evidente que se ha obtenido un fracaso rotundo. Aunque los principales beneficiados de la misma, aque­llos que han recibido sobrefinanciación procedente de diversas fuentes, nunca han estado interesados en analizar mediante índices objetivos la eficacia de este modelo, en otros países sí se ha llevado a cabo. En un reciente artículo publicado en la revista de acceso libre PLOS One, sobre los resultados de investigación de grupos universitarios canadienses pertenecientes a las áreas de ingeniería y de ciencias naturales, se pone de manifiesto que la financiación sólo está levemente correlacionada con un incremento del impacto científico de los resultados, y cuando se analiza el impacto por dólar invertido los resultados son completamente desoladores. Las conclusiones del estudio son demoledoras: 'las estrategias de financiación enfocadas hacia la diversidad son claramente más productivas que aquellas enfocadas hacia la excelencia' (b14). Sin embargo, la estrategia científica actual en España parece dirigirse obstinadamente hacia la concentración de recursos en pocos centros y universidades que serían las únicas con consideración de research universities, y a dejar al resto del sistema público universitario convertido en meros colleges docentes con poca o ninguna capacidad investigadora, algo que resulta contradictorio con el lamento de que sólo la mitad de nuestro profesorado esté implicado en tareas de investigación, y con el mandato legal de que todo el profesorado tiene el deber y el derecho de investigar. La concentración de recursos en pocos grupos es apoyada normalmente por los científicos de mayor éxito, que fueron a su vez quienes propugnaron este cambio de modelo para satisfacer sus aspiraciones de disponer de una financiación de orden similar a la de sus principales competidores internacionales y quienes, como beneficiarios del modelo, lo defienden y alimentan en cuantos foros son requeridos sin percatarse que ellos sólo son la punta del iceberg de la ciencia que sobresale apoyada en el tejido científico que queda por debajo y que cuando éste se diluya también se producirá su hundimiento (b15).

Otro de los mantras habitualmente repetido por los apóstoles de las reformas hace referencia a la escasez de transferencia del conocimiento generado en las universidades hacia el sector productivo, algo que, al parecer, se resolvería con un cambio de gobernanza. Pero resulta que también en este terreno la Universidad, por sí sola, ha llevado a cabo una transformación muy valorable, generando estructuras para la transferencia de los resultados de investigación al sector productivo, la formalización de patentes y su explotación (algo que hasta el momento conlleva más gastos que beneficios para las universidades), la firma de contratos con el sector privado, de cátedras de patrocinio, etc., y todo ello se ha hecho en el marco legal actual y partiendo de una ausencia casi absoluta de cultura en este campo. Muchas universidades, con el apoyo de las administraciones, han generado parques científicos e incubadoras de empresas de base tecnológica surgidas de la actividad investigadora universitaria. Para hacerse una idea de la importancia de estas cifras, y en datos de 2011 (últimos aportados por la RedOTRI), mientras que la financiación de la investigación básica alcanzaba algo menos de 1000 millones de euros, los contratos de I+D, consultoría y asistencia técnica supusieron unos 470 millones. Además se solicitaron 615 patentes y se crearon 131 empresas spin-off (b16). Muchas universidades han creado también centros de emprendimiento para orientar a los estudiantes en la realización de proyectos empresariales basados en la aplicación de los conocimientos y competencias obtenidos durante sus estudios.

¿Quiere esto decir que vivimos ya en el mundo perfecto? Ni mucho menos, pero lo que es evidente es que sin reformas la universidad ha ido recorriendo con naturalidad el camino de la proyección hacia la sociedad de su ámbito investigador. Serán necesarios algunos cambios, quizás incentivos a la investigación aplicada, sin olvidarnos de que ésta debe siempre convivir con la investigación básica que es la que sirve para formar a los investigadores que luego nutrirán las empresas de base tecnológica, las grandes y pequeñas empresas o los centros de investigación de alto nivel. No parecen, por tanto, necesarias las reformas de calado que se proponen desde la administración, las cuales van más bien en un sentido que devalúa la universidad mayoritariamente al status de college docente, y sería muy interesante recuperar la filosofía de los años 80 respecto a la financiación de la ciencia y, de ese modo, el tejido investigador, actualmente en fase de demolición.


A modo de conclusión


Tras los intentos de acabar con los servicios de carácter público de sanidad y educación primaria y secundaria, le toca ahora el turno a la educación superior pública, la cual está siendo objeto de una campaña de difamación en toda la prensa basada mayormente en cuestiones anecdóticas (como la ausencia de los primeros puestos de los rankings universitarios) o en afirmaciones dogmáticas y falsas (como la ineficacia del sistema de gobernanza) sobre las que la evidencia contrastada habla más bien en sentido contrario. Ante la resistencia de la Universidad a abandonar sus ta­reas esenciales como la creación de conocimiento y su transmisión, los poderes públicos actuales y el sector privado van gestando su proyecto de ponerla al servicio de este último, transformándola en una empresa de servicios educativos que además se autofinancie (es decir, deje de ser un Servicio Público) mediante actividades que generen beneficios (por ejemplo, investigación aplicada, patentes, asesorías, etc). Para ello no se privan de utilizar todos los recursos a su alcance como propuestas de cambio del marco legal, reducciones presupuestarias e incremento de tasas académicas, limitaciones a la tasa de reposición, o modificaciones en la estructura de los estudios que desvían la atención del profesorado del cumplimiento de sus auténticas funciones. Y todo ello, hay que decirlo, con la connivencia de algunos Caballos de Troya pertenecientes a la propia institución universitaria. El panorama que nos plantean es el de una institución decadente, ineficaz y que sólo se mira a sí misma sin pensar en la sociedad que la costea. Como he tratado de dibujar en las páginas anteriores, nada está más lejos de la realidad. Superada la universidad franquista, la universidad democrática ha demostrado ser capaz de responder a los retos de la sociedad posibilitando una formación de nuestros jóvenes de calidad contrastada internacionalmente y que supera con creces lo que les es ofrecido por el sector productivo nacional, teniendo lamentablemente que llegar a la emigración en muchos casos. Esta universidad democrática también ha conseguido poner a la investigación española en el mapa internacional. Pero, además, ha sido capaz de ir adaptándose a las nuevas necesidades, a realizar investigación aplicada, promover empresas de base tecnológica, adaptar los planes de estudio al Espacio Europeo de Educación Superior, e incluso asumir la evidente necesidad de contribuir a la 'formación a lo largo de la vida'. La Uni­versidad no necesita un cambio legal que nos convierta en una institución post­demo­crática y sin autonomía. Lo único que necesita es que le dejen trabajar.


Notas


n1. Ley Orgánica de Reforma Universitaria de 25 de agosto de 1983 (BOE de 1 de septiembre de 1983)

n2. Ley Orgánica de Universidades de 21 de diciembre de 2001 (B.O.E de 24 de diciembre de 2001

n3. Ley Orgánica de modificación de la Ley Orgánica de Universidades de 12 de abril de 2007 (BOE de 13 de abril de 2007)

n4. Las conclusiones de este estudio son contundentes: 'Nuestros resultados indican que los miembros vinculados a una facultad no alcanzan una posición permanente con menos méritos científicos que los procedentes de otras instituciones. Los resultados cuestionan la asunción, mayoritariamente basada en evidencias procedentes de los Estados Unidos, de que la movilidad mejora la carrera científica'.

n5. Lenguaje utilizado desde una perspectiva empresarial de la universidad, totalmente rechazable en tanto que habla del valor de producción de personas. Deberían eliminarse también conceptos como clientes (en lugar de estudiantes), servicios educativos (en lugar de docencia o enseñanzas), etc, y a lo sumo reservarlos para las actividades universitarias relacionadas con la captación de fondos privados como los títulos propios, la formación continua o los contratos de investigación.


Bibliografía


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b2. Mª Amparo Camarero, 'Las cosas que la universidad debe cambiar', El País 15 de enero de 2013

b3. José Adolfo de Azcárraga, 'La Universidad que viene: profesores por puntos', El País 4 de marzo de 2011

b4. Antonio Zorzano, 'Sobre la percepción internacional de las universidades españolas', Revista de la Sociedad Española de Bioquímica y Biología Molecular nº 151, marzo de 2007

b5. La mejora de la gobernanza universitaria en Cataluña: Retos, Propuestas y Estrategias, Generalitat de Catalunya 2012

b6. Rafael Puyol, 'La reforma que España necesita', ABC 4 de mayo de 2014

b7. E.García de Blas y A.J. Mora, 'La endogamia enferma el campus', El País 24 de marzo de 2014

b8. Laura Cruz-Castro y Luis Sanz-Menéndez, 'Mobility versus job stability: assessing tenure and productivity outcomes', Research Policy 2010, 39: 27-38

b9. Propuestas para la reforma y mejora de la calidad y eficiencia del sistema universitario español, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, 12 de febrero de 2013, pág. 19

b10. Propuestas para la reforma y mejora de la calidad y eficiencia del sistema universitario español, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, 12 de febrero de 2013, pág. 23

b11. Propuestas para la reforma y mejora de la calidad y eficiencia del sistema universitario español, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, 12 de febrero de 2013, págs. 21 y 24-25.

b12. Manuel Trillo, 'Más de la mitad de los profesores de universidad apenas investiga', ABC 4 de mayo de 2014

b13. Manuel Trillo, 'Los males crónicos de la universidad', ABC 4 de mayo de 2014

b14. Jean-Michel Fortin y David J. Currie, 'Big science vs. little science: how scientific impact scales with funding', PLOS ONE 2013, 8(6): e65263

b15. Pere Puigdomenech, 'Ciencia para después de un rescate', El País 25 de julio de 2012

b16. Rebeca Yanke, 'Dos años sin datos de I+D', El Mundo G.U. Campus (Sup. Extra) 9 de abril de 2014





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