Trasversales
Carlos Jiménez Villarejo

El asedio fascista a la Segunda Republica Española

Revista Trasversales número 36 octubre 2015

Conferencia impartida en el Ateneo Republicano de Galicia, el 18 de Septiembre de 2015




"No nos resignemos a una permanente injusticia. Bajar la guardia y rendirnos sería dar por buena la brutalidad de los alzados contra el conjunto de aspiraciones e ideales que encarnó la República. La herencia cívica y ética de ésta no ha muerto; sigue viva y muy viva en nuestros corazones y conciencias"

(Juan Goytisolo, en el 80 aniversario de la República)

"Defensar Madrid és defensar Catalunya" (cartel republicano catalán durante el asedio de Madrid)

Introducción

La II República Española representó el mayor esfuerzo modernizador y democratizador de España durante el siglo XX. Jiménez de Asúa, eminente penalista, y diputado a las Cortes Constituyentes lo expresó así, la República ha venido a "mudarlo todo". Quizás, era excesivo. Pero representaba la voluntad política y popular de poner fin al atraso económico, a unas relaciones laborales más propias del feudalismo, generadoras de profundas desigualdades sociales, al analfabetismo, al centralismo, al caciquismo y a unas instituciones corrompidas e incapaces de "regenerar" el país por emplear el término de Joaquín Costa. Habían sido "casi cincuenta años de farsa y corrupción" [Manuel Ramírez. La Segunda República setenta años después, p. 19. Centro de estudios Políticos y Constitucionales. En esta obra se hace una amplia cita a la obra de Lucas Mallada sobre el caciquismo en la España de la Restauración].

La República, frente a todo ello, representó por vez primera en España la implantación de una verdadera democracia, pluralidad política y sindical, Parlamento verdaderamente representativo y sufragio femenino. Además de, entre otros muchos avances, la laicidad del Estado (Estado que "no tiene religión oficial" frente al Concordato entonces vigente de 1851 que proclamaba a la Religión Católica como la única de la Nación Española), el reconocimiento de la autonomía de las nacionalidades históricas, la reforma agraria ante una clase obrera campesina empobrecida, la admisión de los matrimonios civiles, el divorcio, la consolidación del Tribunal de Jurado, etc. Además de la reforma militar, que pretendía modernizar el Ejército y garantizar su fidelidad a la República, República que, en el Decreto de 25 de abril de 1931 sobre medidas militares, pretendía crear una "clase militar… conciliable… con los derechos inherentes a la ciudadanía". Un Estado, en fin, que contenía todos los elementos de un Estado moderno y democrático. Por tanto no es extraño que en la Ley 24/06, de 7 de julio declarando el año 2006 como "Año de la memoria histórica" se dijese en su preámbulo que la II República Española "constituyó el antecedente más inmediato y la más importante experiencia democrática que podemos contemplar al mirar nuestro pasado…".

El asalto a la República

Este era el Estado asaltado por el golpe militar de 17 de julio de 1936 que destruyó el orden legal, además de legítimo, de la República y a medida que las fuerzas rebeldes fueron ocupando militarmente el territorio nacional implantando un Estado totalitario según el modelo entones creciente en Alemania e Italia.

Creo sinceramente que constituye casi una temeridad tratar de forma resumida una cuestión tan delicada y trascendente de nuestra historia después de la reciente publicación de, quizás, la mas rigurosa obra sobre La Segunda República Espa­ñola [Eduardo González Calleja, Francisco Cobo Romero, Ana Martínez Rus y Fran­cisco Sánchez Pérez. Editorial Pasado & Presente. Barcelona 2015].

En todo caso, el conocimiento del proceso histórico que condujo a dicho golpe precisa de una somera descripción de ciertos datos. La República, entre los numerosos problemas que debió afrontar, uno de los más relevantes era la ordenación de las FFAA para garantizar su lealtad. Pero, pese a las positivas medidas acordadas, como el retiro con el sueldo íntegro, siempre guardaron, como sostuvo Pierre Vilar, "un rencor de conspiradores a medio sueldo" [Historia de España. Librairie Espagnole.1963, p. 122]. No tardaron en expresar su voluntad de destrucción de la República con el levantamiento del General Sanjurjo el 10 de Agosto de 1932. Pero, desde las elecciones de noviembre de 1933, como decía aquel autor, "la agitación militar hacía ya prever otras formas más brutales de oposición". Oposición que desde aquella fecha ya se concretó más expresamente a través de las derechas españolas -incluida la Lliga catalana- como el Partido Radical y, sobre todo, la CEDA y las organizaciones fascistas como Falange y las JONS, de inspiración hitleriana. El Gobierno de ese bienio, llamado "negro", asumió como principal objetivo dejar sin efecto las principales medidas de progreso económico y social del periodo constituyente. A lo que se unía una provocación constante de terratenientes, caciques y la Guardia Civil a masas de campesinos carentes de tierra y de alimentos [Paul Preston. La Guerra Civil Espa­ñola. Editorial Base. 2006, p. 88]. Basta recordar el acto de Gil-Robles en El Escorial a finales de 1934, a los gritos de signo fascista de "Jefe, Jefe", donde afirmó:"Tomaremos el poder cuando queramos". En este clima golpista y frente al mismo surgieron reacciones, justificadas o no, pero que trataban de contener la deriva autoritaria y reaccionaria del régimen político nacido en 1931. Como amplios movimientos huelguísticos, particularmente en el campo, la sublevación obrera de Asturias de octubre de 1934 y la proclamación del Es­tat Catalá por Companys. La represión fue implacable. El Estatut fue suspendido y Companys condenado a treinta años de prisión. Particularmente en Asturias: "lo que va a entusiasmar a la derecha española fue que Franco tratase a los rebeldes asturianos como si fuesen las tribus recalcitrantes de Marruecos" [Paul Preston, obra citada, p. 92]. El total de civiles muertos por la represión fue de 940, además de 1.449 heridos de diversa gravedad. Y de 10.000 a 15.000 personas sufrieron prisión en espera de juicios militares y de las correspondientes condenas [obra citada La Segunda Repú­blica Española. p. 970].

Y, ante un orden público muy deteriorado, el Cuerpo General de Policia en 1934-35 celebraba acuerdos de información y formativos con la Gestapo [obra citada anterior, p. 1130].

En este marco, no son de extrañar las Palabras de Azaña en su Discurso el 20 de de Noviembre de 1935 en Madrid: "al régimen (la República) le han echado al cuello una cuerda para ahorcarlo y estamos pendientes de que quieran o no tirar de ella" [Discursos en Campo Abierto. Editorial Es­pasa Calpe, 1936, p. 195].

Ante la cada vez mas explícita amenaza fascista, las elecciones de Febrero de 1936 dan el triunfo al Frente Popular. Que, inmediatamente, adopta decisiones avanzadas a favor de las clases populares, como el reparto de 250.000 Ha. de tierr y la libertad de 30.000 presos políticos. La presencia de Azaña en el Gobierno y la Presidencia de la República pudo haber sido una vía para la pacificación y la reconciliación. Pero era demasiado tarde. La CEDA cayó en manos de Calvo Sotelo y el terrorismo de las milicias de Falange crearon una espiral de violencia que preparaba "la gran conspiración cívico-militar de la primavera de 1936", según los autores de la reciente obra sobre la República.


La represión como elemento central de los golpistas y de la dictadura impuesta en todo el Estado

La represión se fundamentó desde sus inicios en una aplicación generalizada y analógica del delito de rebelión militar, ya prevista en el Bando de 28 de Julio y que, concluida la guerra, se aplicó "a conductas carentes por completo de relevancia política" [Nicolás García Rivas. La rebelión mi­litar en Derecho Penal. Ediciones Uni­versidad Castilla-La Mancha, 1990]. Así quedó patente en la Orden de 25-1-1940 de la Presidencia del Gobierno, constituyendo en cada provincia las Comisiones de "Examen de penas", dependientes de las "Autoridades Militares" y presididas por un "Jefe del Ejército". Orden que unificaba los criterios de los "Tribunales Militares" sobre propuestas de conmutaciones de pena. ¿Quién puede seguir hablando de jurisdicción o de poder judicial durante esa etapa? En dicha disposición volvía a atribuirse la rebelión a las víctimas de la misma cuando el Preámbulo se refiere a las "responsabilidades contraídas con ocasión de la criminal traición que contra la Patria realizó el marxismo al oponerse al Alzamiento del Ejér­cito y la Causa nacional". En la misma se des­cribían hasta ochenta y tres modalidades del delito de rebelión militar, en cuanto fueron cometidos con "ocasión de la rebelión marxista". Así estaban consideradas, por ejemplo, "la pertenencia a la masonería desde el grado 18 en adelante", haber ejercido cargos públicos en la República, delitos comunes como "las violaciones o atropellos de parecida repugnancia o crueldad" o la actitud de los militares profesionales que "fueron alma del movimiento marxista", se destacaron por estar a favor de "la revolución roja" o "favorecieron el triunfo de los rojos.

La definición del significado de la insurrección militar está comprendida en los escritos que dirigió al Consejo de Guerra que lo juzgó el insigne jurista, fiscal General del Estado y Magistrado del Tribuna Supremo, Francisco Javier Elola Díaz-Varela en el procedimiento sumarisímo 8/1939 de la Auditoria de Guerra de Barcelona. Por su fidelidad a la República fue condenado por rebelión militar a pena de muerte y fusilado en el Camp de la Bota de Barcelona el 12-5-1939. Decía así: "Surge la rebelión por el alzamiento colectivo en armas contra un poder legalmente constituido. El dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis existía un Estado con todas las condiciones jurídicas y reales a las que debía su ser el mundo internacional. Era el de la República española. Se regía por una Ley fundamental: la Constitución de mil novecientos treinta y uno. Su estructura era racionalizada. Hallábase dotada de leyes, reguladoras de su vida interior. Poseía organismos públicos en pleno funcionamiento (…). No se concibe, pués, una rebelión del Estado organizado, contra una minoría que por las razones sociales y políticas que la asistiesen para combatir el poder legal y formal se había levantado en armas contra aquél. Real y jurídicamente la rebeldía estaba en el campo de los que se levantaron contra el Estado republicano y no se consolidó como tal poder (…)." [Federico Vázquez Osuna. "Francisco Javier Elola Diaz-Varela, la lealtad de un magistrado al Estado de Derecho hasta sus últimas consecuencias". Revista Jueces para la Democracia nº 48, noviembre 2003, p. 47].

Es ya evidente el papel que representó, desde los inicios de la sublevación, la violencia y la represión como elemento central de la política. Así se ha expresado por los historiadores que han estudiado en profundidad el ejercicio concreto de la represión en el conjunto de España: "la violencia fue un elemento estructural del franquismo. La represión y el terror subsiguiente no eran algo episódico, sino el pilar central del nuevo Estado, una especie de principio fundamental del Movimiento" [F. Moreno Gómez, "La represión en la posguerra" en la obra colectiva Víctimas de la guerra civil, Madrid, 1999, p. 277].

La significación de la represión ha sido valorada en todos los análisis del franquismo desde el 18 de julio de 1936 hasta prácticamente el final de la Dictadura. Así lo resumía Arcángel Bedmar: "Si la represión física y los derechos más elementales fue la más llamativa, también funcionó una represión cotidiana, permanente y opresiva, que condenó a la marginación social, laboral, a una buena parte de la población. Cuando hablamos de represión siempre pensamos en los fusilamientos, pero existen otras formas sutiles de hacer daño que causan dolor profundo y traumático, y que acompaña a los supervivientes durante toda su existencia. A través de sus investigaciones sobre la justicia militar y civil Conchita Mir Curcó se ha acercado al espacio crudo y humillante de las nuevas estructuras de poder y de las nuevas relaciones sociales establecidas tras la victoria franquista que se adentraron en los ámbitos más privados de la vida personal –sobre todo en las mujeres- y se manifestaron por medio del control moral, la pobreza, la soledad, el subempleo, los ajustes de cuentas, la vigilancia de unos sobre otros…hasta configurar un mundo en el que vivir no era sino sobrevivir" [coordinador de la obra colectiva Memoria y olvido sobre la Guerra Civil y la represión franquista. Ayuntamiento de Lucena 2003, p. 15].

El alcance de la represión fue de tal magnitud que, como dato especialmente significativo, en la aplicación de la Ley de Responsabilidades Políticas de 1939, "has­ta el año 1966 no llegaría el indulto general, lo que suponía, a fin de cuentas, que el Estado franquista necesitó 30 años para liquidar las responsabilidades políticas que atribuía a sus enemigos" [Manuel Álvaro Dueñas, "Por ministerio de la ley y voluntad del Caudillo", La Jurisdicción Especial de Responsabilidades Políticas (1939-1945) Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006, p. 253]. No es de extrañar dado que a finales de 1941, el 9,5% de la población española había sido sometida, sancionada o no, a procedimientos de responsabilidades políticas. Era la consecuencia de lo que se calificó por el Presidente del Tribunal Nacional de Res­ponsabilidades Políticas como "una respon­sabilidad difusa de casi todos los españoles" en lo que llamaba "la inmensa catástrofe que ha representado para España la revolución roja".

Pero siempre es posible conocer más y más expresiones de ese terror que cualificaba el Estado que construían los rebeldes. Hace ya muchos años, en 1966, el profesor Elías Díaz definía como rasgo característica del Estado fascista "el uso y la exaltación de la violencia y el terror" [Estado de derecho y sociedad democrática. Ediciones Cua­dernos para el diálogo, 1966, p. 33]. Dos datos son suficientemente significativos que ilustran el alcance del acuerdo alcanzado. Por una parte, el Bando de guerra del General Queipo de Llano de 24 de julio de 1936 donde, con carácter de norma penal, se disponía lo siguiente: "Al comprobarse en cualquier localidad actos de crueldad contra las personas, serán pasados por las armas, sin formación de causa, las directivas de las organizaciones marxista o comunista que en el pueblo existan, y caso de no darse con tales directivos, serán ejecutados un número igual de afiliados arbitrariamente elegidos". Asímismo es digna de tomarse en consideración la referencia que se contiene en el prólogo de Paul Preston a una obra de extraordinaria importancia sobre la represión en Andalucía [Francisco Espinosa, La justicia de Queipo, Editorial Crítica 2006, p .XI]. En dicho prólogo se hace referencia a la carta dirigida por un fiscal, integrado en los Consejos de guerra, dirigida al general Varela en las que calificaba de "monstruosidad jurídica" la instrucción dirigida por el Auditor de guerra de dicho General a los Presidentes de los Consejos que decía lo siguiente: "Todos los apoderados e interventores del Frente Popular en las llamadas elecciones de 1936 tenían que ser procesados determinándose en el acto del juicio oral, por la impresión que en el tribunal produjese la cara de los procesados, quiénes debían de ser condenados y quiénes absueltos; todos los Mili­cianos, rojos, también, como regla general, debían ser procesados y fusilados…".


La destrucción del orden republicano

En ese marco de represión generalizada, los rebeldes dictaron disposiciones normativas, con independencia de su denominación formal, entre las que habrían que incluir Bandos como el citado, todas ellas dictadas por el General Franco desde su posición de Dictador que concentraba todo el poder. Represión a través de la cual, por recuperar hoy las palabras del profesor E. Díaz "los derechos humanos son… salvajemente negados y ultrajados" y destruidas fría y formalmente todas las conquistas democráticas de la República.

La razón de fondo es muy clara. La guerra civil solo concluyó el 1 de Abril de 1939 formalmente. "La dictadura de Franco va a emprender desde ese mismo día una guerra continuada, sórdida e igual de cruel que la conflagración bélica, contra el opositor político, es decir, contra todo aquel ciudadano que había formado parte del entorno político que daba o había dado apoyo a la legalidad democrática del Gobierno republicano" [Marc Carrillo, La violència de la legalitat represiva franquista, Fundació Carles Pi i Sunyer, Barcelona 2008, p. 21 (traducido del catalán)].

Todo lo que se ha expuesto hasta aquí permite extraer, entre otras, dos principales conclusiones. La primera, que un planeamiento tan minucioso de la destrucción de la República solo era posible llevarlo a cabo desde un proyecto tan antiguo como firme. Es una cuestión ya decidida por los especialistas. Basta ahora una cita para ilustrar lo que decimos. Según las palabras del General Mola en la Base Quinta de la Instrucción Reservada 1, de abril de 1936, la acción había de ser "en extremo violenta, para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego, serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades y sindicatos no afectos al Movimiento, aplicándose castigos ejemplares a dichos individuos, para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas" [Moga Romero, V., Las heridas de la historia. Testimonios de la guerra civil en Melilla. Barcelona, Alboran Bellaterra, 2004, p. 115]. La segunda, fue que el empleo del derecho para la subversión del orden constitucional condujo a su completa desnaturalización. El Derecho siempre ha cumplido una doble función, la de garantía frente al poder, para asegurar la protección de los ciudadanos, y la de control del poder para evitar o limitar sus abusos. Pues bien, el anterior análisis desvela, en toda su brutalidad, cómo el derecho, al servicio del fascismo, queda totalmente desvirtuado y se constituye en un instrumento de cobertura del poder absoluto y de desprotección de los ciudadanos. Por eso, fue un orden, hasta el final, radicalmente ilegítimo que no podía adquirir ninguna clase de legitimidad.

Ilegitimidad que se mantuvo pese a los vanos intentos de los rebeldes de trasladar a la República, desde los inicios del golpe, una supuesta ilegitimidad justificadora del golpe militar. Como así lo intentaron en la Orden del Ministerio del Interior de 21 de diciembre de 1938, por la que se crea una Comisión de veintidós miembros, constituida por juristas fieles a las motivaciones y objetivos de los sublevados, con el encargo de "demostrar plenamente la ilegitimidad de los poderes actuantes en la República española en 18 de Julio de 1936" mediante la emisión del correspondiente informe. Ahí están nombres como Federico Bellón Gómez, Magistrado del Tribunal Supremo; Federico Castejon, Catedrático de Derecho Penal; Antonio Goicoechea y Coscuyuela; presidente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas; Álvaro de Figueroa y Torres, José Mª Trias de Bes, Wenceslao Rodríguez Oliveros, José Gastón y Marín, Eduardo Aunós Pérez, etc. Todos dispuestos a "demostrar al mundo", según la exposición de motivos, que ante el sacrificio en la "España roja (de) más de cuatrocientos mil hermanos nuestros", dato de evidente y notoria falsedad, "los órganos y personas que en 18 de Julio de 1936 detentaban el Poder adolecían de tales vicios de ilegitimidad en sus títulos y en el ejercicio de los mismos que, al alzarse contra ellos el Ejército y el pueblo, no realizaron ningún acto de rebelión contra la Autoridad ni contra la Ley". La finalidad de tal Comisión y de su informe era acabar con la calificación de la España Nacional como "facciosa, rebelde y antijurídica".

Pero todo sus intentos fracasaron porque nunca pudieron justificar la realidad desnuda del fascismo que implantaron y de su política permanente de exterminio y de aniquilación de lo que llamaban la "escoria" de España.

En relación a los Bandos de Guerra de 17 y 28 de julio de 1936 deben hacerse algunas puntualizaciones. Dichos Bandos no se ajustaron en absoluto a las normas previstas para la declaración del estado de guerra en la Ley de Orden Público de 28 de julio de 1933. En primer lugar, porque no era la autoridad legitimada para hacerlo y, entre otras previsiones, porque la declaración legítima del estado de guerra no permitía que la autoridad que lo hiciera pudiera crear ni ampliar los delitos ya existentes ni agravar las penas ya establecidas.

Además de su radical nulidad formal, el Bando ya establecía, para una amplia serie de actos estimados como delictivos, que "serán perseguidos en juicio sumarísimo", "por la jurisdicción de Guerra", precisando que a dicha jurisdicción corresponderá conocer de "todos los delitos comprendidos en los títulos V, VI, VII y VIII del tratado segundo del Código de Justicia Militar", además de "los delitos de rebelión, sedición, y sus conexos" y de otros equiparados a los anteriores a los efectos de su represión. Incluye finalmente los delitos comprendidos bajo el epígrafe de "Delitos contra el Orden Público" del título 3º del Código Penal ordinario. Este planteamiento, además de infringir abiertamente el ordenamiento vigente-el procedimiento sumarísimo solo estaba previsto "para los reos de flagrante delito militar que tengan señalada pena de muerte o perpetua"- atentaba contra los principios básicos de la seguridad jurídica y de no analogía "in malan partem".

Era la primera manifestación de la interminable cadena de violaciones de las normas jurídicas vigentes. El origen de lo que algún autor ha denominado, "mascaradas jurídicas en que eran violados los principios y fundamentos básicos de todo estado civilizado" [Reig Tapia, A., Ideología e Historia: Sobre la represión franquista y la Guerra Civil. Madrid, Akal 1986, p. 138].

Basta repasar algunas de las más graves.

a) La ilegalización de partidos y sindicatos

Una de las primeras medidas derivadas del Bando de Guerra de 17 de julio y, sobre todo, del de 28 de julio de 1936 fue la inmediata supresión del sistema democrático representativo y del pluralismo político expresado por los partidos políticos.

Así lo dispuso el Decreto nº 108 de 13 de septiembre de 1936, firmado por el general Cabanellas como presidente de la Junta de Defensa Nacional. La medida provisionalmente adoptada en esa fecha fue definitivamente establecida en los arts. 2 y 9 de la Ley de 9 de febrero de 1939 en la que, además de declarar "fuera de la Ley" todos los partidos y agrupaciones que "han integrado el llamado Frente Popular", decide las causas de responsabilidades políticas, las sanciones y los tribunales y procedimientos a través de los cuales se liquiden "las culpas de este orden contraídas por quienes contribuyeron con actos u omisiones graves a forjar las subversión roja, a mantenerla viva durante más de dos años y a entorpecer el triunfo, providencial e históricamente ineludible, del Movimiento Nacional".

b) La eliminación de las libertades de expresión e información

Los sublevados fueron inmediatos y tajantes en la supresión de dichas libertades, incompatibles con su planteamiento totalitario. El derecho a la libertad de expresión y de información fue uno de los elementos definitorios de la Constitución de 1931, conquista histórica como derecho de la persona y como expresión del pluralismo ideo­lógico y político. El Art. 34 de la Cons­titución afirmaba que "toda persona tiene derecho a emitir libremente sus ideas y opiniones", excluía expresamente la "previa censura" y atribuía solo a los Jueces la competencia para "recoger" o "suspender" los periódicos.

La formalización jurídica de la supresión absoluta de ese derecho tiene lugar por la Ley de 22 de abril de 1938 aprobadas por el General Franco y Serrano Suñer como ministro del Interior. El preámbulo de la misma es un compendio o síntesis de la concepción del "Estado Nacional" como "instrumento totalitario" a que se refería el Fuero del Trabajo de ese mismo año. Después de variadas consideraciones sobre el "libertinaje de los periódicos" o el "libertinaje democrático", plantea "despertar en la Prensa la idea de servicio al Estado… constituyéndose en apóstol del pensamiento y de la fé de la Nación española recobrada a sus destinos". Para ese fin,"no podía admitirse que el periodismo continuara vi­viendo al margen del Estado", atribuyéndole unas funciones de evidente corte fascista, como "las de transmitir al Estado las voces de la Nación y comunicar a ésta las órdenes y directrices del Estado y de su Gobierno". Más claridad no cabía.

En consecuencia, el artículo primero dispone que "Incumbe al Estado la organización, vigilancia y control de la institución nacional de la Prensa periódica". Desde este presupuesto, se establece "la censura" y la intervención del Estado en la "designación del personal directivo" que se confía al ministro del Interior y al Servicio Nacional de Prensa y, subsidiariamente, al Gober­nador Civil. En el ejercicio de esta competencia, el ministro podrá "remover" al director de un diario cuando "estime que su permanencia al frente del periódico es nociva para la conveniencia del Estado" (artículo décimo tercero).

c) La invalidación de las leyes y disposiciones de las Autoridades republicanas

La sublevación militar, en cuanto constituyó un núcleo de poder fáctico en las zonas en que el Ejército de Ocupación fue dominando, tomó las decisiones oportunas para privar automáticamente de toda validez y efectividad en dichas zonas a la legalidad constitucional y, particularmente, a la dictada con posterioridad al 18 de julio. Así lo dispuso el Decreto de 1 de noviembre de 1936. Es significativo su fundamento: "La naturaleza del movimiento nacional no necesita de normas derogatorias para declarar expresamente anuladas todas cuantas se generaron por aquellos órganos que revestidos de una falsa existencia legal mantuvieron un ficticio funcionamiento puesto al servicio de la anti-patria". De acuerdo con ese preámbulo, el Decreto dispone que "se declaran sin ningún valor o efecto todas las disposiciones que, dictadas con posterioridad al 18 de julio último no hayan emanado de las autoridades militares dependiente de mi mando, de la Junta de Defensa Na­cional de España o de los organismos constituidos por ley de 1º de octubre próximo pasado". Y en el Art.2, se encomendó a la Comisión de Justicia de la Junta Técnica del Estado que "se examinarán cuantas leyes, decretos, órdenes, reglamentos y circulares sean anteriores a dicha fecha y se estimen por su aplicación contrarias a los altos intereses nacionales, proponiéndome su derogación inmediata". Es decir, se pone en marcha el procedimiento para la derogación generalizada de toda la legalidad republicana, en un ejemplo de poder absoluto del General Franco.

d) Incautaciones de bienes

De conformidad con lo acordado en el Art. 2 del citado Decreto nº 108, sobre ilegalización de partidos y sindicatos, se acordó "la incautación de cuantos bienes muebles, inmuebles, efectos y documentos pertenecieren a los referidos partidos u organizaciones, pasando todos ellos a la propiedad del Estado". En desarrollo de dicha disposición se dictaron otras complementarias como el Decreto-Ley de 10 de enero de1937 y la Orden de la misma fecha, así como posteriormente la Ley de Respon­sabilidades Políticas, en ejecución de las sanciones económicas previstas en la misma. Estas medidas tenían como finalidad despojar a dichas organizaciones de cualquier bien o derecho, inhabilitándolas absolutamente para el ejercicio de cualquier actividad, al tiempo que obtener recursos económicos para el ejército sublevado. En el citado D.L. se crea la Comisión Central Administradora de bienes incautados por el Estado y las Comisiones Pro­vinciales presididas por el gobernador civil, un magistrado y un abogado del Estado, todos nombrados por el Presidente de la Junta Técnica del Estado, es decir, la máxima instancia ejecutiva de los rebeldes. En primer lugar, se establece el deber de los "Bancos y cajas de ahorros", "Delegados de Hacienda" y "Registradores de la Pro­piedad" de colaborar con la Comisión de Justicia de la Junta Técnica del Estado para suministrar la información de que dispusieren sobre valores y bienes muebles o inmuebles de las entidades declaradas ilegales.

e) La derogación del Estado laico y su sustitución por el Estado confesionalmente católico

Uno de los mayores avances de la Constitución de 1931, como signo de modernidad, fue la afirmación por el Art. 3 de que "El Estado Español no tiene religión oficial", precepto que fue complementado por los arts. 26 y 27 que incluyeron medidas que establecieron el régimen de libertad de conciencia y religiosa, compatibles con otras decisiones. Entre otras, someter las actividades de las congregaciones religiosas a una ley especial y suprimir los privilegios económicos de que gozaba la Iglesia Católica. La Constitución del Esta­do aconfesional y la separación de la Igle­sia y el Estado así como la libertad de cultos fue, en ese momento, un avance histórico. Ciertamente se trataba de poner fin a los privilegios de una Iglesia Católica, aliada de forma activa a los sectores militares y civiles más reaccionarios de la sociedad española. Pero las minorías religiosas, por ejemplo los protestantes españoles y la comunidad judía, fueron favorecidos por un sistema que hasta esa fecha no solo los excluía de cualquier apoyo institucional sino que estaban estigmatizados. Por ello, la minoría protestante recibió con alborozo el advenimiento de la República llegando a decir: "Que Dios guíe al Gobierno Provi­sional de la República y que pronto se levante España a la altura a la que debió de estar siempre…". La lealtad a la República la pagaron

caramente con una represión escasamente conocida, salvo por las propias confesiones religiosas y los historiadores, ante la que guardó silencio la Jerarquía católica, padeciendo, primero en las zonas ocupadas y luego en toda España, procesos políticos, "con sus secuelas de asaltos, detenciones, violencias, torturas y asesinatos" [Bautista Vilar, J., "La persecución religiosa en la zona nacionalista durante la Guerra Civil. El caso de los protestantes españoles" en Abellán Pérez, J. [et al.], Homenaje al Profesor Juan Torres López. Murcia, Universidad de Murcia/Academia Alfonso X El Sabio, 1987, p. 1753].

La República, a tenor de aquellos preceptos constitucionales aprobó, entre otras normas, la Ley del Divorcio y la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas. El planteamiento expresado por dichas disposiciones fue objeto de una ofensiva total por los sublevados desde el inicio del golpe, constituyendo uno de los fundamentos de su pretendida legitimidad. Las normas dictadas para el desmantelamiento del Estado aconfesional fueron varias pero algunas de ellas merecen ser consideradas ya que expresan meridianamente la plena colusión de la Jerarquía católica con los golpistas y el apoyo indiscriminado de aquella a la represión fascista durante la guerra civil y a partir del 1 de abril de 1939. Ya implantada la Dictadura, la Ley de 9 de noviembre de 1939 deroga la de 6 de abril de 1934 y restablece el Presupuesto del Clero, que había sido suprimido por el Art. 26 de la Constitución, con un preámbulo digno de mención: "El Estado Español, consciente de que su unidad y grandeza se asientan en los sillares de la Fe Católica, inspiradora suprema de sus imperiales empresas y deseoso de mostrar una vez más y de una manera práctica su filial adhesión a la Iglesia", decide restablecer dicho Presupuesto "al abnegado clero español, cooperador eficacísimo de nuestra victoriosa Cruzada", reconocimiento formal y expreso del apoyo prestado por la jerarquía católica que, naturalmente, alcanzó al conjunto de la política represiva. Luego veremos como los párrocos participan activamente en la represión política.

Posteriormente, el Gobierno de Franco y la Santa Sede celebran el Convenio de 7 de junio de 1941, sobre el ejercicio del privilegio de presentación para el nombramiento de obispos, acordándose la vigencia parcial del Concordato de 1851 que en su Art. 1 decía lo siguiente: "La Religión Católica, Apostólica, Romana que con exclusión de cualquiera otro culto continúa siendo la única de la Nación Española, se conservará siempre en los dominios…", expresión suprema de la definitiva implantación del nacionalcatolicismo en España.

f) La reorganización de la Administración de Justicia

Los golpistas, en su asalto al Estado democrático de la República, tuvieron como uno de sus objetivos básicos el final de la división de poderes como elemento definitorio del mismo. Ya hemos señalado y, como veremos más adelante, la destrucción de ese principio adquirió toda su fuerza con la constitución por los rebeldes de los Con­sejos de Guerra desde 1936 y desde 1939 y 1940 por los Tribunales Especiales de Represión Política.

Así se apreciaba desde el inicio de la sublevación, en las disposiciones dictadas por la Junta de Defensa Nacional. En el Decreto núm. 91 de 2 de septiembre de 1936, de dicha Junta, se plantea la destitución de Jueces y Fiscales municipales por su "actuación negligente, contraria al Movi­miento Nacional o poco patriótica". La conducta de aquellos Jueces, dice el Decreto, aconseja dictar medidas que "permitan coordinar en estos momentos la misión de la Junta Nacional con la de los Tribunales de Justicia". El Decreto citado ya expresaba lo que fue el planteamiento de Blas Pérez González, Fiscal del Tribunal Supremo, en las Memorias de 1940 y 1941 [Lanero Táboas, M., Una milicia de..., op.cit., pág. 94-98]. La autora, comentando dichas Memorias y reproduciendo el análisis del Fiscal entiende, según su perspectiva que «El interés del Estado está por encima del prejuicio liberal de la separación de poderes»]. No podía haber una norma más expresiva. Días después, el Decreto núm. 108, de 13 de septiembre de 1936, determina que "los funcionarios públicos" "podrán ser corregidos, suspendidos y destituidos de los cargos que desempeñen cuando aconsejen tales medidas sus actuaciones antipatrióticas o contrarias al movimiento nacional". A partir de ese momento la política judicial de los rebeldes se concentra en asegurar el efectivo funcionamiento de los Consejos de guerra a los que incorpora a jueces, magistrados y fiscales ordinarios.

g) Las depuraciones

Otro de los procedimientos empleados por los facciosos para hacerse con la Admi­nistración del Estado fue el desalojo de ella de quienes se habían destacado, en mayor o menor grado, por su activa colaboración o, simplemente por su lealtad a la República. Ya vimos cómo inmediatamente después de la sublevación se adoptaron medidas de esa naturaleza en el Decreto 108, de 13 de septiembre de 1936. Pero ante la inminente derrota de la República, se pone ya en marcha el mecanismo legal que permitirá a la Dictadura excluir de la función pública, sin que medie sanción penal, a quienes "incumpliendo sus deberes contribuyeron a la subversión y prestaron asistencia no excusable a quienes por la violencia se apoderaron, fuera de toda norma legal, de los puestos de mando de la Administración".

Así comienza la regulación contenida en la Ley de 10 de febrero de 1939. En dicha Ley se establece el procedimiento para "la investigación de la conducta seguida, en relación con el Movimiento Nacional, por los funcionarios públicos" y se disponen "las sanciones de carácter administrativo que corresponda al comportamiento de tales funcionarios y que convengan al buen servicio del Estado".

h) Las jurisdicciones represivas

Debe partirse de un presupuesto fundamental. La Constitución de 1931 proclama que "La Justicia se administra en nombre del Estado" y que "Los jueces son independientes en su función" (Art. 94). En el Art. 95, establece que "La jurisdicción penal militar quedará limitada a los delitos militares, a los servicios de armas y a la disciplina de todos los institutos armados". La jurisdicción militar aplicaba, con algunas adaptaciones, el Código de Justicia Militar de 27 de septiembre de 1890, con la finalidad de adaptarlo a los principios y normas de la nueva Constitución. Estábamos, pues, ante una jurisdicción con unas competencias limitadas al ámbito militar y un régimen orgánico y procesal claramente determinado en función de dichas competencias.

La función decisiva y central de la jurisdicción militar en la represión resulta con toda evidencia de las disposiciones que tienen su origen en el Bando de Guerra de 28 de julio de 1936 de la Junta de Defensa Nacional que "hace extensivo a todo el territorio Nacional" el estado de guerra ya declarado en otras provincias. Tanto esta jurisdicción como los posteriores Tribu­nales especiales ejecutan con toda precisión y frialdad una política de exterminio de los republicanos y de los demócratas, combinando la eliminación física, ya mediante las ejecuciones extrajudiciales y las ejecuciones de las penas de muerte, el encarcelamiento masivo y la discriminación de los vencidos en todos los ámbitos.

El funcionamiento de los Consejos de Guerra ha sido objeto de numerosos estudios, sobre todo en su primera fase. Valgan como referencia de todos ellos los siguientes: Núñez Díaz-Balart, M. y Rojas, A.,, Consejo de Guerra. Los fusilamientos en el Madrid de la posguerra (1936-1945). Madrid, Compañia Literaria, 1997; y Benet, J., Doménec Latorre, afusellat per catalanista. Barcelona, Edicions 62, 2003.

La acentuación, la exasperación de la represión a través de la jurisdicción militar fue revalidada por el Decreto número 79 de la Junta de Defensa Nacional, de 31 de agosto de 1936, con la siguiente justificación: "Se hace necesario en los actuales momentos, para mayor eficiencia del movimiento militar y ciudadano, que la norma en las actuaciones judiciales castrenses sean la rapidez…". Y, para ello, establece en el Art. 1º: "Todas las causas de que conozcan la jurisdicciones de Guerra y Marina se instruirán por los trámites de juicio sumarísimo que se establecen en el título diecinueve, tratado tercero, del Código de Justicia Militar, y título diecisiete de la Ley de enjuiciamiento militar de la Marina de Guerra". No será preciso para ello que "el reo sea sorprendido «in fraganti» ni que la pena a imponerse sea la de muerte o perpetua".

La estructuración de la jurisdicción militar para dichos fines, tanto orgánica como procesalmente, tiene lugar mediante un Decre­to del general Franco, el nº 55, de 1 de noviembre de 1936, que, por tanto, deja sin efecto las disposiciones vigentes en el Código de Justicia Militar e implanta el procedimiento "sumarísimo de urgencia" en vigor hasta la Ley de 12 de julio de 1940, que restableció el sumarísimo ordinario con escasísimas diferencias entre ellos. El Decreto se dicta, según el preámbulo, ante la previsión de la ocupación de Madrid para garantizar "la rapidez y ejemplaridad tan indispensable en la justicia castrense". En dicho Decreto se establece la composición de los Consejos de Guerra, que admite la participación de "funcionarios de la carrera judicial o fiscal", "el cargo de defensor será desempeñado en todo caso por un militar" y la competencia de los Consejos de Guerra abarcará a "los delitos incluidos en el Bando que al efecto se publique por el general en jefe del Ejército de Ocupación". Asimismo se dictan normas procesales como las siguientes, que representan la reforma y supresión de las ya escasas garantías contempladas en el C.J.M. para los procedimientos sumarísimos:

«A) "Presentada la denuncia o atestado se ratificarán ante el instructor los comparecientes ampliando los términos en que esté concebida aquella si fuere necesario. B) Identificados los testigos y atendido el resultado de las actuaciones, más la naturaleza del hecho enjuiciado, el Juez dictará auto-resumen de las mismas comprensivo del Procedimiento, pasándolas inmediatamente al tribunal, el cual designará día y hora para la celebración de la vista. En el intervalo de tiempo que media entre la acordada para la vista y la hora señalada se expondrán los autos al fiscal y defensor a fin de que tomen las notas necesarias para sus respectivos informes. C) Si se estimara conveniente por el Tribunal la comparecencia de los testigos de cargo, se devolverán los autos al Juez que los transmite, quien, oído el defensor, aceptará o no los de descargo. D) Pronunciada sentencia se pasarán las actuaciones al Auditor del Ejército de Ocupación a los fines de aprobación o disentimiento».

Es una descripción sumaria del significado y función de la Jurisdicción Militar que se completa con la Circular del Alto Tribunal de Justicia Militar, de 21 de noviembre de 1936, dada en Valladolid, según la cual "Se entenderá limitada la posible interposición de recursos a aquellos procedimientos que no tengan carácter de sumarísimos".

Finalmente, por Decreto nº 191, también del general Franco, de 26 de enero de 1937, dado en Salamanca, "Se hace extensiva a todas aquellas plazas liberadas o que se liberen la jurisdicción y procedimientos establecidos en el Decreto nº cincuenta y cinco".

Así se generaliza e impone una jurisdicción militar que infringe todas y cada una de las reglas orgánicas y procesales entonces vigentes. Los Consejos de Guerra así constituidos, máxime por el procedimiento sumarísimo, en modo alguno podían calificarse como Tribunales de Justicia. Eran, pura y simplemente, una parte sustancial del aparato represor implantado por los facciosos y posteriormente por la dictadura.

Dichos Decretos y su modelo represor estuvieron vigentes hasta que fueron derogados por la Ley de Seguridad del Estado de 12 de Julio de 1940. Esta Ley afirmaba que "… se impone la fórmula tradicional en nuestro Ejército de que el ejercicio de la Jurisdicción esté unido al mando militar". Además, se restablece "en todo su vigor el C.J.M. con la redacción que tenía antes del 14/4/1931". Y establecía que todos los "delitos derivados del Movimiento Nacio­nal", aunque no fuesen flagrantes y la pena establecida fuera la de muerte o de reclusión perpetua, se tramitasen por el procedimiento sumarísimo, reiterando que el defensor siempre será un militar con categoría de oficial. Describiendo de forma claramente ilustrativa del carácter de esa llamada "jurisdicción" quién disponía de la iniciativa procesal: "Los Capitanes Generales y Autoridades Militares con jurisdicción propia, podrán, si la escasez de personal lo aconseja, constituir los Con­sejos de Guerra que deban fallar los procedimientos en tramitación por delitos cometidos contra el Movimiento Nacional…".

El mantenimiento de la jurisdicción militar, como máxima expresión de la represión, se mantuvo hasta 1975. Así lo acreditan múltiples disposiciones.

Los procesos vigentes el 18 de julio de 1936, eran radicalmente ilegítimos por varias causas. En primer lugar, no merecen la calificación de Tribunales de Justicia en cuanto fueron siempre constituidos, ya desde el Decreto 55 del general Franco, por el Poder Eje­cutivo, es decir, por la máxima instancia de los sublevados contra la República. En segundo lugar, los militares miembros de dichos tribunales carecían de cualquier atributo de independencia, propio de un juez, en cuanto eran estrictos y fieles servidores de los jefes de que dependían y compartían plenamente los fines políticos y objetivos represivos de los sublevados. Basta la lectura de cualquier sentencia de las dictadas por esos Tribunales en las que destaca su absoluta falta de objetividad e imparcialidad tanto en la exposición de los hechos como en los fundamentos jurídicos, si es que así pudieran calificarse, en los que asumen expresamente como legítimos los motivos y fines del golpe militar. En tercer lugar, era incompatible su posible independencia con la disciplina castrense impuesta por todos los jefes. Pero, sobre todo, en los procedimientos sumarísimos, también en menor grado en los ordinarios, concurría una total vulneración de todas las garantías y derechos fundamentales. La instrucción del procedimiento era inquisitiva y bajo el régimen de secreto, sin ninguna intervención del defensor. El juez militar instructor practicaba diligencias con el auxilio exclusivo de las Fuerzas de Seguridad, Comisarías de investigación y vigilancia y otros cuerpos policiales y militares, limitándose la relación con los investigados, siempre en situación de prisión preventiva, a la audiencia de los mismos, naturalmente sin asistencia de letrado. El instructor acuerda una diligencia de procesamiento en la que relata los hechos y su calificación penal y, finalmente, emite un dictamen que, conforme al Art. 532 del C.J.M., resumía los hechos, las pruebas y las imputaciones y que elevaba a la Autoridad militar superior que solía ser el general jefe de la División correspondiente. Resumen que prácticamente es el documento que va a fundamentar la acusación y la sentencia ya que las diligencias practicadas por el instructor no se reproducían en el plenario con una manifiesta infracción del principio de inmediación en la práctica de la prueba y la correspondiente indefensión de los acusados.

La Autoridad militar indicada era la que resolvía elevar a plenario el procedimiento con la fórmula "Autoriza su vista y fallo en Consejo de Guerra de plaza" dando traslado al fiscal militar para formular acusación. Y es a partir de la acusación y sólo desde entonces cuando los acusados podrán nombrar defensor de entre una lista que le facilita la Autoridad Militar. Y, "por un término que nunca excederá de tres horas" (plazo establecido entonces en el Art. 658 del C.J.M.) los autos se ponen de manifiesto al defensor para que en ese plazo estudie la causa, obtenga nuevas pruebas, formule escrito de defensa y prepare el informe. Es la suprema expresión de la indefensión absoluta cuando, además, las penas que se solicitaban, con muchísima frecuencia, eran las de reclusión perpetua o muerte. Ya hemos dicho que ante la sentencia dictada en este procedimiento no cabían recursos y que sólo ganaban firmeza, (conforme al Art. 662 del C.J.M.) "con la aprobación de la Autoridad Judicial del Ejercito o Dis­trito, de acuerdo con su Auditor".

Por otra parte, en la composición de los Consejos de Guerra, en múltiples ocasiones, se cometieron manifiestas infracciones formales que los invalidaban como tribunales de justicia, como, por ejemplo, que el vocal ponente careciera de los requisitos legales exigibles. Así ocurrió en varios miles de procedimientos que determinaron numerosas condenas a muerte y posteriores ejecuciones. Consejos de Guerra que, se­gún expresó el Fiscal General del Estado en el recurso interpuesto contra la sentencia dictada por uno de aquellos tribunales (la condena de Julián Grimau),"carecía de potestad jurisdiccional para enjuiciar a persona alguna".

Otros instrumentos esenciales de la represión constituidos por la dictadura fueron el Tribunal de Represión de la Masonería y del Comunismo y los Tribunales de Res­pon­sabilidades Políticas. Eran igualmente radicalmente ilegítimos tanto por su origen, como por su composición y, sobre todo, por constituirse organismos de naturaleza administrativa dotados de competencias penales y, por tanto, con facultades para la imposición de sanciones penales.

La Ley de 1 de marzo de 1940, creadora del primero de aquellos tribunales, es la máxima expresión de la arbitrariedad jurídica al servicio de la represión ideológica y política. En primer lugar, crea figuras delictivas tan indeterminadas como "pertenecer a la masonería, al comunismo y demás sociedades clandestinas..." que se oponen a todos los principios inspiradores de un derecho penal basado en el respeto a la persona humana, como los principios de tipicidad y legalidad. En el preámbulo de la misma se hace constar, como expresión de la ideología dominante que la Ley tiene como finalidad hacer frente a "la terrible campaña atea, materialista, antimilitarista y antiespañola que se propuso hacer de nuestra España satélite y esclava de la criminal tiranía soviética". Y para ello exige a cuantos hayan pertenecido a la masonería o al comunismo presentar, en un breve plazo, una "declaración retractación que contenga especialmente cualquiera de las circunstancias estimadas como agravantes o atenuantes". En cualquier caso, la Ley no contiene prácticamente ninguna norma procesal y, desde luego, el trámite previsto no contempla ninguna clase de garantías para los acusados. El procedimiento era completamente inquisitivo, sin asistencia letrada y el juicio se celebraba a puerta cerrada.

En la citada Ley, la conducta delictiva principal se define como "toda propaganda que exalte los principios o los pretendidos beneficios de la masonería o del comunismo o siembre ideas disolventes contra la religión, la patria y sus instituciones fundamentales y contra la armonía social…". Se consideran masones "…todos los que han ingresado en la masonería…" y "se consideran comunistas los inductores, dirigentes y activos colaboradores de la tarea o propaganda soviética, trotskistas, anarquistas o similares". Se regulan ciertas circunstancias agravantes que permitirá elevar la pena a reclusión mayor. La Ley establece penas gravísimas de reclusión menor y mayor para las conductas que describe, además de las penas de separación o inhabilitación perpetua para ciertos cargos públicos o privados, confinamiento y expulsión. Para la persecución y castigo de los autores de dichos delitos constituye un Tribunal Especial que designa y controla el Jefe del Estado y el Gobierno. El Jefe del Estado nombra al Presidente y a sus miembros, que debían ser "un General del Ejer­cito", "un Jerarca de Falange Española Tra­dicionalista y de las JONS" y dos letrados. Es la más rotunda negación del Estado de Derecho. Es más, es el propio Consejo de Ministros el que se constituye en órgano jurisdiccional penal en la medida en la que la apreciación de "excusas absolutorias" de los apartados b) y c) del artículo décimo –consistentes en "haberse sumado a la preparación o realización del Movimiento Nacional con riesgo grave y perfectamente comprobado" y "haber prestado servicios a la Patria que, por salirse de lo normal, merezcan dicho título de excusa"- corresponde a él, es decir, apreciar y valorar si los sometidos a dichos procedimientos son merecedores o no de las sanciones penales previstas en la Ley. Es el Poder Ejecutivo constituido en Poder Judicial con unas amplias competencias penales y procesales.

Los rasgos de este Tribunal quedaron perfectamente perfilados en la Observaciones de su Presidente de 17 de diciembre de 1940: "Habrá que huir de la excesiva preocupación legalista que llenará el procedimiento de requisitos formales, plazos, trámites, escritos, vistas y recursos… No vaya a incurrirse en el pueril error de trasladar al procedimiento que para esa ley se establezca, los preceptos legales de nuestra Ley de enjuiciamiento Criminal ni aún siquiera los preceptos que la inspiran, tan distintos de los que exige la represión de la masonería…y nada de exigir la intervención de letrado, ni de consentir debates orales, ni de vistas públicas" [Gil Vico, P., "La red. La coacción legal como estructura y garantía en la posguerra española" en Cuadernos republicanos, nº 57, (2005), pág. 83-84].

De similar naturaleza son los Tribunales establecidos por la Ley de 9 de Febrero de 1939, de responsabilidades políticas. El preámbulo es, como tantas veces, expresión de la superación y rechazo de los parámetros de un derecho sancionatorio democrático. Por ello, afirma que "los propósitos de esta ley y su desarrollo le da un carácter que supera los conceptos estrictos de una disposición penal encajada dentro de unos moldes que ya han caducado". Lejos pues de cualquier principio de proporcionalidad y justicia, la Ley establece "sanciones" y "medidas de seguridad" como la inhabilitación, "el alejamiento del hogar" y la "pérdida de nacionalidad". "Los Tribunales… estarán compuestos por representantes del Ejército, de la Magistratura y de la Falange Española Tradicionalista y de las JONS que darán a su actuación conjunta el tono que inspira al Movimiento Nacional". Los procedimientos, continúa el preámbulo, "se regulan con normas sencillas" y, finalmente, se proclama que la Ley ha de ser "uno de los más firmes cimientos de la reconstrucción de España". "Es bien conocido que el régimen desarrolló una amplia y exhaustiva legislación sobre responsabilidades políticas que le sirvió para marginar a la mayor parte de los vencidos en la guerra e, incluso, en muchos casos, para privarles de su puesto de trabajo. No es extraño que un régimen que basa buena parte de su legitimidad en la victoria en una guerra civil despliegue una legislación discriminatoria de los vencidos" [Aguilar Fernandez, P., Memoria y olvido de la Guerra Civil española. Madrid, Alianza, 1996, p. 136].

Estos Tribunales fueron también de naturaleza administrativa en cuanto el Tribunal Nacional depende "de la Vicepresidencia del Gobierno" y los miembros de los Tri­bu­nales Regionales, presididos por "un Jefe del Ejército", eran nombrados por el m­i­nisterio que correspondiese. Los "jueces instructores" eran, naturalmente, militares. Resulta necesario describir cual es el fundamento de las responsabilidades que se exi­gieron al amparo de esta Ley: "contribuir a crear o a agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España desde el primero de octubre de mil novecientos treinta y cuatro…" y, desde el dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, haberse opuesto "al Movimiento Na­cional con actos concretos o con pasividad grave". A partir de estas conductas, más es­pecificadas en el art. 4º, esos tribunales, in­tegrados por responsables políticos de la dictadura, por falangistas y por militares, con la colaboración de la magistratura, es­ta­ban facultados para imponer sanciones de orden penal como las penas -en la Ley se denominan "sanciones"- de inhabilitación absoluta y especial, extrañamiento, relegación a las posesiones africanas, confinamiento, destierro y pérdida total o parcial de bienes, y pérdida de la nacionalidad es­pañola, sanción ésta que se atribuye al "Gobierno", a propuesta del Tribunal, constituyéndose así en Tribunal Penal. Es decir, medidas gravemente privativas y restrictivas de derechos. Las sanciones podían te­ner una extensión según su mayor o menor gravedad de seis meses y un día a seis años.

La enumeración de las causas de responsabilidad es exhaustiva llegando a constituir dieciséis supuestos que consisten en actos, expresos o tácitos, de lealtad a la República o de oposición a la sublevación militar. El "cimiento" que así se construye tiene, como corresponde a un Estado fascista que me­nosprecia los principios liberales de un de­recho sancionatorio, su base más fundamental en la negación del principio non bis in idem reconociéndose como una causa de responsabilidad política "haber sido condenado por la jurisdicción militar por alguno de los delitos de rebelión, adhesión, auxilio, provocación, inducción o excitación a la misma, o por los de traición en virtud de causa criminal seguida con motivo del Glorioso Movimiento Nacional".

También es significativa la composición de los tribunales en sus diferentes niveles.

El Tribunal Nacional se integra "por un Presidente, dos Generales o asimilados del Ejército o de la Armada, dos Consejeros Nacionales de Falange Española Tradi­cionalista y de las JONS, que sean abogados, y dos Magistrados de categoría no inferior a Magistrados de la Audiencia Territorial". Todos eran "de libre nombramiento del Gobierno". Los Tribunales Regionales "se constituirán con un Jefe del Ejército, que actuará de Presidente; un funcionario de la Carrera Judicial de categoría no inferior a Juez de ascenso y un militante de Falange Española Tradicionalista y de las JONS que sea abogado". Los tres serán nombrados por la Vicepresidencia del Gobierno, a propuesta del ministro de Defensa, los Jefes del Ejército; del de Justicia, los Funcionarios Judiciales, y del Secretariado de Falange Española Tradi­cionalista y de las JONS los militantes de dicha organización.

Entre las competencias del Tribunal Nacio­nal se encuentra, como expresión de la peculiar interpretación del principio de la independencia que debiera presidir la actuación de cualquier tribunal sancionador, que pueda "dirigir e inspeccionar la actuación de dichos tribunales (regionales)… dictando las disposiciones que estime oportunas con el fin de procurar que en las resoluciones exista unidad de criterio". Entre las competencias de los Tribunales Regionales se encontraba, entre otras, la de dictar sentencia en los expedientes, admitiéndose el recurso del condenado ante el Tribunal Nacional. Los Juzgados Instruc­tores provinciales, eran "Oficiales de Complemento u Honoríficos del Cuerpo Jurídico Militar o de la Armada o profesionales de cualquier Arma o Cuerpo del Ejército que posean el título de abogado", "jueces" que eran nombrados, a propuesta del Ministerio de Defensa por la Vice­presidencia del Gobierno. Por último, es de resaltar el singular papel jugado en este procedimiento por los juzgados civiles especiales constituidos por un juez de Primera Instancia o magistrado de la Carrera Judicial nombrados por la Vice­presidencia del Gobierno a propuesta del Ministerio de Justicia, jueces civiles especiales que tenían atribuidas competencias esenciales en relación a las sanciones económicas, a los embargos y medidas precautorias y a la venta de los bienes que les ordenaba ejecutar un órgano político cual era la Jefatura Superior Administrativa de Responsabilidades Políticas.

En cuanto al procedimiento, la iniciativa correspondía en primer lugar a la jurisdicción militar mediante los testimonios de las sentencias dictadas por ella, a la decisión de cualquiera autoridad civil o militar, agentes de policía y Comandantes de la Guardia Civil y a la denuncia escrita y firmada de cualquier persona natural o jurídica. En cuanto a la instrucción del procedimiento, en la que estaba completamente ausente el derecho de defensa y las reglas más básicas de la contradicción, consistía sustancialmente en practicar como diligencias la citación del inculpado para comunicarle los cargos que se le imputasen, otorgándosele un breve plazo para aportar la prueba que interesase a su defensa y la solicitud de informes por el Juez Instructor "al Alcalde, Jefe Local de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, Cura Párro­co, Comandante del Puesto de la Guardia Civil del pueblo en que aquél tenga su vecindad o su último domicilio acerca de los antecedentes políticos y sociales del mismo, anteriores y posteriores al 18 de julio de 1936"

Los efectos represivos de esta ley fueron de una enorme magnitud para la aniquilación profesional y económica de los vencidos. Basta consultar una obra, ya fundamental sobre la materia, en la que se estiman como expedientes "incoados y pendientes" tramitados por los Tribunales regionales hasta septiembre de 1941 en 229.549 [Álvaro Dueñas, M., Por ministerio de la ley y voluntad del Caudillo. La jurisdicción especial de Responsabilidades Políticas (1939-1945). Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales 2006, pág. 265].

La dictadura mantuvo la plena aplicación de dicha ley hasta la de 19 febrero de 1942 en la que introdujo leves correcciones. Por una parte, para mitigar la aplicación de la misma a supuestos más limitados, lo que era compatible con continuar calificando peyorativamente como "delincuentes" a quienes eran sometidos a la misma, tal como se expresa en el artículo segundo de dicha ley. Y, en segundo lugar, renunciaba a la composición castrense y falangista de los Tribunales Regionales que eran sustituidos, a los propios fines de la ley, por las Audiencias de la Jurisdicción Ordinaria y los Jueces Instructores Provinciales y Civiles Especiales eran igualmente reemplazados por los Jueces de Primera Ins­tancia e Instrucción. Así, la Magistratura era ya plenamente partícipe de la represión política. Al igual que el Ministerio Fiscal, que se incorpora al procedimiento atribuyéndole la iniciativa para la incoación de "expediente de responsabilidad política" según se desprende de diversos preceptos de la ley. Pero esa apariencia de normalización, es exactamente eso, una apariencia, ya que se mantiene un procedimiento fundado en la indefensión que ahora aplican taxativamente jueces y fiscales al servicio de los objetivos represivos del Régimen. El análisis de esta jurisdicción lo resume de forma excelente el autor ya citado M. Álvaro: "A falta de otras fuentes de legitimación, el régimen franquista cifró su supervivencia, en buena medida, en el mantenimiento de unos aparatos represivos y un discurso ideológico que a lo largo de sus cuatro décadas de existencia pudieron cambiar en lo formal, pero poco en lo sustancial: la Cruz y la espada, conjunción sagrada que encarnaba la misión histórica de proteger a la Nación de la anti-España" [Álvaro Dueñas, M., Por ministerio de..., op.cit., p. 256].

Y despidamos este acto con estos versos de Celso Emilio Ferreiro:

"Adictos da saudade

que levades a la luz polos vieiros

¡Saúde¡ a todos,

compañeiros¡"

Larga noche de piedra. Los libros de la Frontera. Barcelona. 1976. Poema "Esperanza", p. 60.