Trasversales
José Errejón

¿SORPASSO, PARA QUÉ? Las peleas irreales en la izquierda

Revista Trasversales número 37 mayo 2016 (web)




Hay en nuestro país, desde hace muchos años, un problema de fondo entre los partidos de izquierda (1) que ha tomado carta de naturaleza en los medios de comunicación con la vulgarización del término sorpasso. Por tal se hacía alusión, al interior del PCI en los años setenta del pasado siglo, al proceso por el que se adelantaba en apoyo electoral no solo al correspondiente partido socialdemócrata sino al de la derecha (a la sazón la DC) y se le sustituía en la condición de partido hegemónico.

En la traducción en nuestro país a mitad de los noventa del pasado siglo, fue entendido más bien como la voluntad de IU y su coordinador general de entonces, Julio Anguita, de sobrepasar al PSOE como partido hegemónico de la izquierda, coincidiendo con una serie de escándalos que sacudieron a algunos personajes socialistas y en el marco de una campaña dirigida desde el periódico El Mundo y el PP de Aznar para acelerar la salida del PSOE del gobierno.

Proveniente de la problemática eurocomunista, su legitimación pretendidamente gramsciana no hacía honor, sin embargo, a la concepción de la hegemonía del sardo, que apuntaba más bien la creación de un sentido común que garantizara haber ganado la batalla antes de conquistar las instituciones.

Eran concepciones, éstas, correspondientes a la época fordista, con una clase obrera más o menos homogénea a partir de la cual era teóricamente posible pensar un bloque histórico alternativo al dominante para la transición al socialismo. Pero que aparecían extremadamente frágiles cuando los ininterrumpidos procesos de reestructuración capitalistas fragmentaban el cuerpo y la conciencia de clase obrera y la ofensiva neoliberal operaba una disolución de los agregados sociales que constituían el apoyo de la izquierda en disputa por su hegemonía.

A partir de ahí, la pretendida lucha por la hegemonía pasaba ser una descarnada lucha de aparatos por la primacía electoral, en la que las escasas diferencias de contenido programático tenían más que ver con las estrategias de campaña electoral que con diferencias de fondo en cuanto a las perspectivas con las que se abordaba el enfrentamiento con los regímenes capitalistas.

Se trata, pues, de un viejo debate, de una problemática que se corresponde poco con las necesidades y las aspiraciones de la gente que se ha rebelado contra la colonización de la vida pública por la lógica financiera y su banalización de la democracia, contra la pérdida de derechos y servicios públicos, contra la corrupción de los gobiernos y las administraciones públicas.

Hoy los problemas de la representación tiene que ver, sobre todo, con la configuración de una agenda pública en la que la identificación de los problemas y las demandas sociales, ciertamente compleja, se produce desde múltiples lugares más allá de los partidos políticos y estos están obligados a tomar en consideración esta multiplicidad si no quieren verse superados por una sociedad civil vigorosa. La producción de discursos ya no es privativa de los partidos políticos y, en consecuencia, la formación de hegemonía es mucho más difícil. Es verdad que los relatos siguen teniendo una fuerte relevancia a la hora de configurar agregados sociales y subjetividades colectivas. Pero hoy su producción escapa al control de los partidos políticos que se ven incapaces de diseñar agendas de problemas públicos que merezcan el consenso de la gente.

Así que las peleas entre aparatos partidarios por un electorado que se presume constituido de una vez por todas en los llamados “espacios” han perdido buena parte de su “legitimidad” y ahora aparecen como puras y simples peleas electorales.

Han desparecido las referencias históricas a los modelos que socialdemócratas y comunistas parecían defender para la transición al socialismo. Ninguno de los dos, seriamente erosionados por el paso del tiempo y los cambios sufridos por las sociedades tardocapitalistas, postulan hoy modelos de sociedad distintos de las capitalistas a las que, en todo caso, ofrecen mejoras en la equidad en la distribución de las rentas compatibles con la sostenibilidad del sistema.

Ninguna fuerza política se atreve hoy a enunciar postulados anticapitalistas o postcapitalistas. Los fracasos habidos de las distintas experiencias habidas y la desaparición del referente de clase dificultan cualquier tipo de postulado al respecto. La identificación del socialismo con la dominación o hegemonía de la clase obrera y la desaparición de esta última de la escena histórica (fuera cual fuera su realidad anterior) ha privado de base a los postulados socialistas, enredados igualmente en las categorías básicas del capitalismo y el Estado (mercancía, trabajo, valor, dinero, Estado).

Tampoco PODEMOS ha sido capaz de enunciar postulados de superación del capitalismo ni tan siquiera de crítica del mismo. Con un politicismo radical que desdeña la crítica de las categorías centrales del capitalismo, su tarea parece ser la producción de un relato capaz de agregar todos los diferentes reclamos que vienen “de abajo” y de generar un sentido común llenando de sentido los significantes vacíos tales como pueblo, democracia, soberanía, etc. Su populismo es, en el fondo, al herencia de un eurocomunismo insepulto y de la teoría de la autonomía de la política, cénit de lo que un día se llamó “marxismo occidental”, expresiones ambas de la impotencia de una izquierda para pensar la realidad del capitalismo en su lógica esencial y para imaginar los caminos de su superación práctica.

Así que, por momentos, parecería que PODEMOS solo pretendería llevar a buen término la frustrada obra eurocomunista del PCE, reintentada por Anguita en los 90 especialmente en lo que al sorpasso del PSOE se refiere.

Este proyecto adolece de un confuso idealismo por lo demás extensible a la mayoría de la izquierda. Es la idea según la cual bastaría sustituir a los “oportunistas socialdemócratas” por “honrados comunistas” para que se abrieran de par en par las “amplias alamedas”. Que casi un siglo después de la fundación de la IIIª Internacional, sus seguidores no hayan sido capaces de encontrar una explicación más materialista a los continuos reveses del proyecto socialista que la traición de los dirigentes oportunistas socialdemócratas dice bastante de la indigencia teórica que ha inspirado esta corriente.

Poco importan las experiencias en las que ministros comunistas, cuando no gobiernos enteros, han detentado el poder sin que ello supusiera el menor avance en la perspectiva socialista. Una y otra vez, los nuevos dirigentes eurocomunistas han confiado en sus buenas intenciones para ganarse el favor de las clases populares, primero, y acceder al gobierno, después. Cuando lo consiguen, sus políticas, por supuesto, difieren escasamente de al de los socialdemócratas; el ejemplo de Siryza, formada a partir del partido eurocomunista Synapismos, es bien elocuente al respecto.

Se ha podido ver, asimismo, al comparar los contenidos programáticos de podemos con los del PSOE en las elecciones del pasado 20d; bien fuera en políticas fiscales (incrementar el peso de los impuestos en la financiación del gasto público), económicas (sustituir las políticas austeritarias por débiles políticas de estímulo a la demanda), sociales (implementar alguna modalidad de renta básica), las diferencias se han tenido que encontrar bien en los ritmos de aplicación (con desventaja para PODEMOS por su evidente inexperiencia y desconocimiento del funcionamiento de las instituciones), bien en el énfasis retórico puesto al enunciarlas. Hasta el punto que los dirigentes de PODEMOS se veían obligados a utilizar de forma reiterada el ·”argumento” de que el POSE decía una cosa en campaña distinta de cuando gobernaba. Tal “sagacidad” solo servía para instrumentar una retórica de moralismos en buena parte inspirados por el desconocimiento de los aparatos del Estado que ha llegado a niveles grotescos con la presentación de la “Ley 25”.

Carentes de diferencias programáticas significativas, los aparatos pugnan por poner en juego estrategias de comunicación diferenciadoras que mejoren su competitividad en el mercado de la política. Como en el resto de los mercados, la oferta de los partidos políticos guarda escasa relación con las necesidades de la gente, se trabajan sobre todo los fetiches, los imaginarios reprimidos. La competitividad se gana a través de información privilegiada, por buenas estrategias de marketing y aprovechando “rentas de situación políticas”.

Estas carencias ponen de manifiesto el vacío de significado real en el que se produce esta intención de sorpassar al PSOE. Y aparece en realidad, ante los grupos sociales a los que se pretende representar, como una intención exclusiva de un aparato, un interés particular (el de los militantes y los cuadros de un determinado partido), no el interés de un grupo o grupos sociales que se quiere elevar a interés general.

Capitalismo invertido

Los problemas de la sociedad española son otros, corresponden al fin de un ciclo dominado por el espejismo de la prosperidad generada por la expansión del negocio inmobiliario y el sobrendeudamiento de hogares y empresas. Y al término del cual, las débiles bases en las que se asentó el tímido Estado del Bienestar (lo que hemos venido llamando el régimen del 78), se han resquebrajado profundamente sin que haya venido a sustituirlo un nuevo modelo de convivencia que actualizara las bases del contrato social. Esa situación de crisis, acentuada por los efectos de la crisis global desatada en 2007, se ha llevado por delante los consensos en los que se basaba el funcionamiento del sistema político y la propia estabilidad del orden social y se vive entre las clases populares, como la generalización de las adversidades que afectan a la vida cotidiana y despiertan el recelo sobre la injusticia inherente a uno y otro, y un justificado rencor hacia esos grupos sociales cuyos privilegios más contrastan con el infortunio d la mayoría.

Una situación de injusticia estructural que lleva camino de profundizarse y para la que los remedios clásicos de la política económica parecen revelarse como poco eficaces. Porque responde a deficiencias que están en la entraña misma de funcionamiento del sistema económico y social que gestionan el Estado y el régimen político. El problema nuclear no es, con todo, la injusticia del sistema en cuanto a la distribución de sus cargas y sus recompensas. El problema hay que buscarlo en su lógica de funcionamiento que, si un día pareció ofrecer unas condiciones de vida y trabajo a la mayoría social a cambio de renunciar al producto del trabajo y la cooperación social y al protagonismo y el control sobre sus vidas, hoy no es capaz de seguir ofreciendo esas compensaciones y excluye a una parte creciente de la población del trabajo y la integración social mientras que condena a los ocupados a una vida cada vez más dura para compensar el déficit de ganancia que la exclusión del trabajo genera.

Las soluciones de aquella época no son practicables hoy. Los límites del sistema ya no son solo la contradicción entre el incremento de sus fuerzas productivas y el carácter privado de sus relaciones de producción, ni siquiera, con ser muy importante, la incapacidad de la demanda agregada para absorber el volumen creciente de productos puestos en el mercado, de realizar el valor producido

Desde hace cuatro décadas el capitalismo sobrevive huyendo hacia adelante, creando capital ficticio sobre la expectativa de un valor aún no generado. Ese es, por cierto, el origen de las burbujas financierasa. La ley del valor, las relaciones sociales de intercambio basadas en la métrica del tiempo de trabajo, ya no funcionan como mediación social universal. El dominio fetichista de la mercancía y el dinero se muestra incapaz de integrar a sectores enteros de la población que contempla como los bienes comunes son privatizados y comercializados cuando no desvalorizados y destruidos. La pobreza y la exclusión se convierten en la perspectiva más posible para un parte creciente de la población.

Estas cuatro décadas nos han mostrado que la crisis no es una patología o una interrupción en el funcionamiento del sistema económico, la crisis es una forma de gobierno de las poblaciones. En los setenta del pasado siglo ya se teorizó por algunos sectores de la izquierda radical (la gente de la autonomía italiana pero también algunos teóricos alemanes) el Estado crisis, una modalidad de ofensiva permanente del capital y el Estado contra las clases subalternas consistente en descargar sobre las mismas los costes crecientes de las continuas y recurrentes reestructuraciones del aparato productivo. La crisis de rentabilidad de las inversiones en capitales productivos y el consiguiente desplazamiento de las mismas hacia las finanzas ha inaugurado otro tiempo, el dela financiarización, en el que se produce el enseñoramiento de los capitales ficticios.

Lohoff y Trenkle lo han llamado “capitalismo invertido” porque su régimen de acumulación está constituido por la anticipación de la futura producción de valor. Desde el giro de finales de los 70, minado en su propia lógica por la tercera revolución industrial, el capitalismo solo ha podido sobrevivir consumiendo pro adelantado su crecimiento futuro a través de la producción de capital ficticio, ahora especialmente por la compra por los bancos centrales de deudas públicas y privadas. Desde 2007, 11 billones de euros han sido inyectados en la economía mundial para tratar de animar la actividad económica, a pasar de lo cual las perspectivas no son muy halagüeñas de acuerdo con el último informe del FMI, que reduce el crecimiento global cuatro décimas sobre sus previsiones de otoño del 2015.

Si a pesar de esta terapia de choque (2), la actividad económica no se recupera sino que se consolidan las señales de estancamiento (“estancamiento secular” lo llaman ya los economistas sistémicos) habrá que convenir que el capitalismo está tocado en su lógica interna y que la creación estatizada (3) de capital ficticio solo habrá servido para prolongar su agonía y el sufrimiento para millones de personas en todo el mundo.

Los efectos se dejan sentir en la débil economía española. A pesar del ingente volumen de recursos públicos destinados al salvamento de una parte del sistema financiero (recordar el dato del coste de Bankia), las entidades de crédito no han sido capaces de desempeñar la primordial función de lubricar el aparato productivo. Los “regalos” del BCE se quedan en los grandes bancos y empresas, que estimuladas por la política de masivas compras de activos, multiplican sus emisiones de renta fija, en una demencial dinámica circular de dinero ficticio que no afecta para nada a la economía productiva.

La ralentización en el ritmo de la tan cacareada recuperación económica ya manifiesta sus efectos en términos de empleo. Por primera vez desde 2013 aumenta la cifra de desempleados en este primer trimestre del año y es posible que la tendencia se acentúe. Pero ahora el sector público no podrá acudir en auxilio del sector privado, trabado como está por las restricciones de las políticas austeritarias y por la enorme carga de la deuda. Es en vano postular políticas keynesianas cuando el Estado se encuentra en la presente situación y es, sencillamente, iluso pensar que los mercados financieros van a aflojar la presión.

Que las “necesidades” de supervivencia del sistema bancario en su conjunto (too big to fail) ha llevado a los Estados a un esfuerzo presupuestario que les ha endeudado para mucho tiempo es algo difícil de negar. Y que de ese esfuerzo sean beneficiarios, en primera instancia, pequeños círculos de poder financiero que recompensan de forma generosa a los políticos que lo han hecho posible, parece asimismo fuera de toda duda.

El argumento hegemonista podría aquí ampliarse a la configuración de una racionalidad que se ha probado como la capaz de asegurar esos equilibrios y acuerdos que se consagran en el contrato social de una época. Que en la nuestra dicho contrato se basa en los criterios de racionalidad del capital financiero no parece que precise de muchas pruebas. Lo verdaderamente relevante es que dicho contrato, dicha racionalidad, manifiesta efectos- y muy pertinentes- en la vida de millones de personas.

En la actualidad cada vez se pone más en evidencia el papel de los Estados nacionales como gendarmes del orden deudocrático en el que el capital financiero provee de recursos financieros a los Estados para que estos provean a su vez los bienes y servicios precisos para la reproducción social, muy en primer lugar, la satisfacción de los intereses de la deuda contraída por estos Estados a través de los impuestos de los contribuyentes.

Que estos recursos financieros tengan su origen en el ahorro capitalizado en fondos de inversión y fondos de pensiones y, más en general, que se trate de una punción sobre el plusvalor arrancado a la fuerza social de trabajo poco parece importar. Las prestaciones sociales y los servicios públicos que un día constituyeron el corazón del Estado del bienestar hoy son mantenidas a través del engorde y sostenimiento del Leviatan financiero por los Estados. Después de las sucesivas crisis capitalistas a partir de las de los años setenta del pasado siglo y el desplazamiento de las inversores hacia el sector de las finanzas, la plusvalía arrancada por el capitalismo productivo no ha sido capaz de mantener el flujo de ingresos suficientes para el sostenimiento del Estado del Bienestar y lo que quedaba de estos se han visto obligados a recurrir en forma creciente al endeudamiento para poder mantener el nivel de gasto público suficiente para poder garantizar la paz social.

El demencial orden deudocrático está basado en el axioma too big to fail. El temor compartido por la totalidad de los gobernantes es que una quiebra de alguno de los grandes del sistema financiero, bancos o compañías de seguros, podría precipitar un derrumbe en cadena del sistema financiero que a su vez determinaría la entrada en default de los Estados incapaces de hacer frente a sus obligaciones esenciales, en una secuencia catastrófica con signos claros de descomposición social.

El discurso de la izquierda que atribuye a la avaricia de los poderosos y a la mala fe de los gobernantes del PP y del PSOE la situación de crisis que hemos padecido y en la que parece vamos a recaer, no pasa de ser un discurso tranquilizador, animado por el mantra de la importancia de la voluntad política. Hay una evidente racionalidad, por dolorosa que sean sus efectos para los sectores populares, en sostener por todos los medios la estructura de confianza de la economía (y la sociedad) financiarizada. Es una racionalidad tan demencial como la lógica que inspira la sociedad basada la mercancía y el dinero. Su pervivencia tiene que ver con los fracasos acumulados por la totalidad de los proyectos que pretendían superarla y que han quedado atrapados en esa misma lógica, apuntando a una más justa distribución de sus beneficios.

Pero ahora los plazos se van agotando y las soluciones intermedias (como lo fue, ahora es fácil comprenderlo así, la etapa fordista y el capitalismo del bienestar) han demostrado su ineficacia. A ocho años del comienzo de la última crisis, todas las señales apuntan a que estamos en los prolegómenos de otra y ahora los Estados han agotado en buena medida su capacidad de mantener a flote el tinglado financiero.

Se puede entender el pánico de los políticos en ejercicio ante la envergadura del problema que se nos viene encima, y la tentación de huir hacia adelante con alguno de los mecanismos ya utilizados por el capitalismo en su ya larga historia de crisis. La guerra con su secuela de destrucción de capital y fuerza de trabajo ha sido una de los más eficaces en la recuperación de la dinámica de acumulación; no parece una casualidad la proliferación de conflictos bélicos que sacuden hoy a las sociedades contemporáneas.

Hay una guerra nunca declarada pero siempre viva, es la que practican hoy los sectores que comandan la economía global contra la población proletarizada y en trance de proletarización. Cuando la tasa media de ganancia no puede ofrecer expectativas para los dueños del capital y la masa de población excluida aumenta hasta niveles alarmantes, la propia supervivencia de estos sectores es un bien que los dueños de las finanzas están en disposición de intercambiar por modalidades diversas de servidumbre de la población bajo la vigilancia del capataz/Estado.

Así que el espacio para la política se contrae inevitablemente. No se trata de buenas o malas intenciones, se trata de la imposibilidad de compartir bienes que el capitalismo está mostrando en su fase de declive. La época de los grandes pactos sociales, de los compromisos históricos se ha pasado, durara lo que durara y fueran cuales fueran sus logros históricos.

Ya antes de la crisis del 2008 se ha visto a los Estados prescindir o cuanto menos reducir de forma significativa las funciones sociales desplegadas en la época del Estado del Bienestar. Pero es partir del “comienzo” (4) de esta crisis cuando los Estados, bajo la presión de los mercados financieros, están echando por la borda como lastre inútil, la mayor parte de estas funciones y concentrando su actividad en dos funciones a partir de ahora definidoras de su esencia.

De un lado y de parte de los partidos de la izquierda, las políticas destinadas al relanzamiento de la actividad económica a través de toda suerte de incentivos, subvenciones, exenciones fiscales, etc conducentes a traer a los inversores en una competición cuya consecuencia es la efectiva desfiscalización del capital y la presión a la baja de los costes ambientales y salariales. Los partidos de la derecha aceptan de buen grado esta política desfiscalizadora pero ponen el acento más en lo que llaman las “reformas estructurales” (en la práctica, la deflación de los salarios, sostenimiento de las entidades financieras y reducción del salario indirecto por la vía de los recortes del gasto público social.

De otro, la gestión de las consecuencias sociales de las continuas y reiteradas crisis económicas, manifestadas entre otras en el aumento de la población excedente, inútiles para la economía (esto es, para ser explotada, para consumir o para endeudarse). La importancia de esta gestión de poblaciones inútiles es una modalidad de la biopolítica que tan fecundamente han estudiado, entre otros Foucault y Agamben y que, en la obra de este último, apunta al campo como modelo de gestión y al Estado de excepción como la normalidad de los Estados contemporáneos.


NOTAS

1. Ahora que el calendario ya ha borrado las discusiones en torno a la validez de la utilización de esta terminología “topográfica” y para no perder demasiado tiempo.

2. Hay que señalar que el BCE ha elevado la cifra de compra de activos, públicos y privados, a comprar hasta 80.000 millones/mes hasta marzo de 2017 y todo apunta a que después de esa fecha, se prolongará de alguna manera esta “dosis de mamut” en la inyección monetaria.

3. Es digna de ser reseñada la contradicción a la que ha abocado las tesis neoliberales. Partiendo de una ofensiva desreguladora y liberalizadora de los movimientos de capital, que confiaba en que la supresión de trabas a la creación de nuevos productos financieros estimularía la actividad económica, han concluido en una continua y acrecentada apelación al Estado para mantener a flote un sistema financiero que ha estado al borde de la bancarrota repetidas veces desde 2007.

4. Es digna de ser reseñada la contradicción a la que ha abocado las tesis neoliberales. Partiendo de una ofensiva desreguladora y liberalizadora de los movimientos de capital, que confiaba en que la supresión de trabas a la creación de nuevos productos financieros estimularía la actividad económica, han concluido en una continua y acrecentada apelación al Estado para mantener a flote un sistema financiero que ha estado al borde de la bancarrota repetidas veces desde 2007.



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