Trasversales
José M. Roca

Lecturas del 20-D-2015

Revista Trasversales número 37, febrero 2016

Textos del autor
en Trasversales



En el dinámico proceso político en que estamos inmersos, cada cual extrae de los acontecimientos las consecuencias que le parecen más significativas o, quizá, las que sin serlo más le preocupan. En mi caso, y admitiendo que puedo estar mal informado, percibo que hasta ahora los partidos de la izquierda, enredados en declaraciones, ofertas, rechazos y tanteos para configurar las Cortes y formar el nuevo gobierno, parecen, lógicamente, muy preocupados por el corto, cortísimo plazo, sin descartar unas nuevas elecciones, y han dedicado menos atención a examinar los efectos a largo plazo, derivados también del resultado electoral del 20 de diciembre.

Para mí, por lo abultado y evidente, el signo más preocupante de los recientes comicios es la lealtad de los votantes de la derecha, porque conservando esa base electoral el Partido Popular puede impedir durante bastante tiempo que las reformas en profundidad anunciadas por la izquierda y deseadas por gran parte de la ciudadanía se puedan llevar a cabo. Estoy hablando de hegemonía. Y eso atendiendo únicamente a la situación interna; es decir, sin aludir a los efectos que hubiera tenido en la Unión Europea un resultado electoral catastrófico de la derecha española.

El Partido Popular obtuvo, en número redondos, 7.200.000 votos (el 29%), 123 escaños en el Congreso y 124 en el Senado (mayoría absoluta), y Ciudadanos 3.500.000 votos (el 14%) y 40 escaños. En total, la derecha alcanzó el 43% de los votos válidos, sin sumar los votos de los partidos nacionalistas y regionalistas.

En el caso de Ciudadanos, sus votos se pueden explicar por la novedad, por su apariencia (centro-derecha, técnica, moderna y honrada) y porque su discurso no ha sido bien conocido por parte de electores no catalanes, pero en el caso del Partido Popular, cuya trayectoria es ampliamente conocida y ha gobernado con mayoría absoluta, no hay paliativos: ha perdido 3.650.000 votos y 63 diputados, pero ha ganado; a pesar de lo hecho, de la austeridad, de la opacidad, del autoritarismo, de las privatizaciones y de la corrupción, es el partido más votado. Ya he tratado este asunto en otros artículos de Trasversales y en Perdidos. España sin pulso y sin rumbo, Madrid, La linterna sorda, 2015.

En una legislatura en que la orientación principal del Gobierno de Rajoy ha estado dirigida, de forma brutal y permanente, a erosionar las condiciones de vida y trabajo de la clase media, de los asalariados y las clases populares, la reacción defensiva de los colectivos más perjudicados por esta ofensiva habría sido esperar que menguase más el voto a la derecha y creciera el voto a los partidos de la izquierda, que representan, aun con diferencias, un proyecto alternativo. Pero no ha sido así. El moderado triunfo del PP señala las carencias de esos adversarios, que la emergencia de Podemos no ha podido compensar, pero no es el objeto de este artículo detenerse en ellas, sino sólo situarlas como reverso de la parcial pero significativa victoria de la derecha.

El PP es un partido orientado por y para el poder del Estado, porque sus dirigentes son conscientes de que su ejercicio es necesario para configurar el modelo de sociedad que tienen en mente y, además, para tener la llave que permite hacer buenos negocios a la parte más selecta de sus electores, así que saben muy bien lo que quieren y también lo que temen; saben dónde situarse y con quién en Europa y en España, sociedades moldeadas por treinta años de prédica de valores y objetivos conservadores y neoliberales y desconcertadas por una crisis que los ha desmentido -la doctrina del shock (Naomi Klein)-; saben cuáles son los grupos principales de su clientela y quiénes son sus aliados más estables (la banca, la Iglesia, los oligopolios, los gerifaltes del mundo de los negocios, los grandes y pequeños gremios pa­tro­nales, la parte alta de la casta burocrática que coloniza las instituciones, los be­neficiarios de privatizaciones y externalizaciones de servicios públicos, los emprendedores aprovechados y corruptos y la legión de estómagos agradecidos por el clientelismo) y saben también quiénes son sus ad­versarios y cuál es su base social, sobre la que no han escatimado propaganda con el propósito de arrebatarles votantes (somos el partido de los trabajadores, ha llegado a afirmar Cospedal, sin ningún tipo de rubor). Y tener eso claro es esencial en política, porque ayuda a no perder de vista el objetivo principal.

En las presentes circunstancias, el moderado triunfo del Partido Popular se debe a esas certezas y a la combinación de su es­trategia de clase con la artera utilización de las instituciones públicas y a la eficacia de la propaganda. Sobre este asunto, remito a los interesados al Capítulo 2, "El control de la sociedad mediática. Estrategias de comunicación, desinformación y propaganda", La antitransición. La derecha neofranquista y el saqueo de España, en Cotarelo, R. y Roca, J. M., Valencia, Tirant, 2015.


Los votantes del Partido Popular

¿Quiénes son las personas que en diciembre entregaron su confianza al Partido Popular? En número redondos, 7.200.000 votos son muchos votos, y de poco sirve decir que ese es el techo del PP. Mal consuelo. ¿De dónde proceden esos votos?

Desde el punto de vista ideológico, han votado las listas "populares" tanto personas del ámbito urbano seducidas por los valores individualistas del credo neoliberal, co­mo personas del ámbito rural adeptas a los valores comunitarios del credo católico, porque el Partido Popular expresa la gran contradicción, ya señalada por Marx, de la burguesía moderna, que aspira a ser defensora del orden político y moral y provocadora a la vez del desorden económico generado por la evolución del capital buscando maximizar el beneficio de sus propietarios. Asunto sobre el que volveremos más adelante, pero, ahora hay que preguntar qué es lo que asegura la fidelidad de votantes ideo­­lógicamente tan diversos, después de lo que ha sucedido en la pasada legislatura. Ini­cialmente, parecen votantes favorecidos por el Gobierno de Rajoy o personas insensibles al aumento de la desigualdad, el de­se­­quilibrio entre rentas, el paro, las medidas de austeridad, las privatizaciones, el au­mento de la pobreza, la restricción de li­bertades, la pérdida de derechos, la go­berna­ción por decreto, la opacidad y la corrupción.

Entre esos votantes hay que empezar por contar a los afiliados del PP, 800.000 según Rajoy, más sus familias, hijos, parejas, parientes, amigos y círculos de influencia, más los beneficiados por las redes clientelares tejidas a escala local, provincial, autonómica o nacional y los muchos depredadores de fondos públicos que les han acompañado; gentes bien informadas por el tráfico de influencias y conocedoras de los en­grasados vericuetos de la corrupción, que les han permitido medrar captando subvenciones, ayudas y contratos del Estado.

En no pocas ocasiones ha parecido que las medidas contra la gran recesión aplicadas por el Gobierno estaban dictadas directamente por los grupos de presión económicos, por los lobbies políticos, los laboratorios ideológicos y las reservas confesionales del país. El Partido Popular es el partido de los poderes fácticos, por lo que se puede pensar que le han votado los muy ricos, los dueños de grandes, medianas y pequeñas fortunas, los banqueros, el IBEX 35, los grandes empresarios, los directivos, consejeros y accionistas de monopolios, oligopolios y compañías transnacionales, las patronales, asociaciones, círculos y fundaciones empresariales. En suma, lo más granado del capitalismo español, porque el capital huele a los suyos a pesar del deso­dorante propagandístico, y los grandes propietarios no se equivocan a la hora de votar.

Dada la colonización de las instituciones que ha practicado el Partido Popular y la noción instrumental que tiene de los organismos públicos en cualquiera de sus niveles, es de suponer que le hayan entregado su voto los altos cargos de la administración del Estado, de la judicatura y de los colegios profesionales, de las fuerzas armadas y policiales, de las academias y universidades públicas y privadas (confesionales en su mayoría), de los consorcios, empresas públicas y semipúblicas; los obispados, parroquias, congregaciones religiosas y seglares, y, tal como están la cultura y el periodismo, los consejeros y directivos de los mayores conglomerados de la produ­cción cultural, la edición y la comunicación, y no sólo de los medios de información ostentosamente afines.

Otra parte del voto procede de propietarios, ejecutivos, directivos y mandos intermedios de empresas medianas y pequeñas, de microempresas y negocios familiares y de autónomos ganados por el discurso sobre los emprendedores, que se creen hombres de negocios y piensan como propietarios. A pesar del pésimo trato dispensado a los trabajadores autónomos y a las pequeñas empresas, sobre las que el Ministerio de Hacienda ha puesto la lupa en vez de colocarla sobre las grandes, el Partido Popular no ha escatimado elogios y promesas a la clase empresarial, que ha unificado en sus mensajes con el epíteto de emprendedores, sean grandes o pequeños. Teniendo a la empresa privada como el mejor modelo de gestión existente, el emprendedor es el genérico modelo del empresario, que con audacia, innovación y riesgo, genera la riqueza, quedando los trabajadores como un elemento accesorio de la producción o de la distribución.

Así mismo, el Partido Popular habrá en­con­trado votantes en el extenso colectivo de empleados del sector servicios, comercio, banca, distribución y comunicación, de los trabajadores con corbata y de mucha gente engañada por el espejismo de pertenecer a la clase media, aunque sea a su estrato inferior, mantenido a costa de créditos y privaciones en la economía doméstica.

También han votado al PP quienes creen que la crisis ha sido provocada por la mediocridad de Zapatero y confían en la infundada fama de los "peperos" como buenos gestores, creyendo el interesado bulo que dice que como siempre han tenido dinero saben cómo administrarlo, aunque el bulo no indica en favor de quiénes efectúan esa benemérita administración.

Parte del voto procede de los nuevos individualistas competitivos, de la gente joven seducida por el prestigio del nuevo conservadurismo neoliberal, de los presentes y futuros triunfadores con prisa por alcanzar riqueza, fama y poder como pruebas exclusivas de su valía, entre los que se cuentan muchos de los cachorros de la derecha gobernante, que aspiran a seguir el predatorio camino de sus mayores.

Y no cabe descartar que la derecha haya recibido el voto de una parte del nivel medio o incluso bajo del cuerpo de funcionarios y contratados laborales de los distintos niveles de la administración pública, de los sindicatos profesionales y de empresa, de los trabajadores cualificados y de asalariados desencantados con la evolución de los partidos y sindicatos de izquierda; gente desatendida por los que han sido "sus partidos" y "sus sindicatos", que ha dejado de creer en las salidas colectivas y sólo confía en el esfuerzo individual como única vía de su promoción o de su simple supervivencia.

El miedo ha actuado sobre la colectividad de los asalariados, en particular sobre el sector menos cualificado, acentuando las tendencias más conservadoras. El miedo a perder el empleo, aunque sea malo, y si es fijo con más razón, a perder el salario aunque sea bajo, a perder la vivienda, el consumo, el nivel de vida, la estima personal y familiar; el miedo a nuevos recortes, a los efectos de nuevas privatizaciones, el miedo a los inmigrantes, que compiten en salarios y en el uso de los servicios públicos, el miedo a ir a peor, a definitiva, ha sido fomentado por el Partido Popular al predecir un futuro catastrófico si ganaban las izquierdas y ponían en peligro, con la mediocridad de los socialistas y experimentos del colectivismo bolivariano, lo conseguido con tanto esfuerzo, ocultando, claro está, que, a costa del sacrificio de la mayoría de la población, lo conseguido se ha repartido de modo muy desigual.

En un país que envejece (en 2015, el número de defunciones superó al de natalicios), el voto del PP también procede del grupo de los jubilados, de la gente mayor, conservadora, poco o mal informada, y reacia a los cambios en las costumbres que percibe en la sociedad española.

Han votado al Partido Popular las personas alarmadas por las "baratijas ideológicas del Ministerio de la Verdad" (ver La antitransición), por el discurso sobre la amenazada unidad de España (la balcanización), la destrucción de la familia o la persecución de la religión católica y por todo lo que parezca atentar contra el orden natural decidido por los obispos; por lo que huela a laico o a libertad personal fuera de los cánones admitidos por la moral tradicional y las "buenas costumbres". Son votantes que tienen una visión pesimista de la vida y del género humano y una noción totalitaria de la política, en la que queda poco espacio para la autonomía personal al estimar obligatorios los preceptos de la moral derivada de una interpretación restrictiva de la doctrina católica y del ejercicio autoritario del poder (lo que no es obligatorio debería estar prohibido). De lo que resulta una sociedad coaccionada por unas estructuras que obligan a todos a caminar al mismo paso, todos con la misma fe, todos cortados por el mismo patrón, donde la unidad se confunde con la uniformidad, con una sola concepción de la religión, de la familia, de la patria y de la empresa. Y ahí no hay lugar para el ciudadano, sino para el súbdito que acepta como natural la jerarquía, la obediencia y la pertenencia al rebaño sin disentir, en una sociedad jerárquica y disciplinada, donde el mando sea incuestionado en la familia, en la iglesia, en la empresa, en el mundo académico y docente y, claro está, en la política, pues para quienes así piensan lo natural es la autoridad ejercida de forma disciplinaria (ordeno y mando). Y en ese esquema, el gobierno opaco y despótico de Rajoy encaja a la perfección.

Otro día hablaremos de las carencias y debilidades de la izquierda que lo han permitido.



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