Trasversales
José M. Roca

Gobernar como Franco

Revista Trasversales número 37, marzo 2016 web

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España es un país políticamente insólito. Y una de las situaciones insólitas en que estamos metidos es la que muestra al Gobierno (viejo) negándose a rendir cuentas ante el Congreso (nuevo) para informar sobre asuntos corrientes o sobre otro que no es baladí, como es la posición española en la conferencia europea sobre el problema de los refugiados procedentes de Siria.

En el Partido Popular justifican este desafío al poder legislativo con la argucia de que se trata de un gobierno en funciones, cuando esa misma situación interina no ha impedido al Gabinete tomar decisiones que tendrán vigor durante más de medio siglo. Aducen que, careciendo de la confianza de la cámara, el Gobierno no debe someterse a ella, cuando esa debe ser la razón más poderosa del Congreso para someterlo a su control y evitar que se exceda en las funciones que le competen. Es una interpretación tan interesada como paradójica argüir que un gobierno en funciones (ordinariamente provisional) puede estar menos sometido a control parlamentario que otro que goza de la confianza de la cámara, pero delata el ideal autoritario de gobernar sin límites, sin testigos ni controles.

La Vicepresidenta recurre a la separación de poderes como argumento de autoridad, pero la utiliza de modo torticero para justificar la total independencia del Gobierno respecto a las Cortes. Según esta nueva teoría de la democracia, de la que los ciudadanos han tenido sobradas muestras de su aplicación en los últimos cuatro años, las urnas sirven para elegir a los diputados, pero después de nombrado el gobierno la ciudadanía se disipa, desaparece la soberanía nacional y sólo queda el Ejecutivo, que manda y dispone a su antojo sin rendir cuentas de sus actos. El hecho de que el Gobierno esté en funciones no altera la sustancia de la teoría, pues continúa investido de todos los poderes del Estado, debido a que todavía controla la cúpula de las instituciones que ha “okupado” durante la legislatura ya periclitada. El Ejecutivo subsume al Estado, al Partido y también a la Nación, que deja de ser soberana, para ser una colectividad dependiente de lo que decide un gobierno investido de poderes extraordinarios. Lo cual, como afirma Carl Schmitt, lo convierte en el verdadero soberano porque decide sobre lo excepcional, sobre lo que no está legislado o está por encima de lo legislado, en este caso, su forma de actuar al margen del Congreso y de la propia Constitución, que, por otra parte, ha sido abolida concienzudamente durante la legislatura, en lo que atañe a los derechos civiles y sociales de la ciudadanía.

En cuanto tiene ocasión, Rajoy solicita que se deje gobernar a quien ganó las elecciones, como si alguien hubiera querido impedirlo, y repite que el Partido Popular fue el partido más votado el 20 de diciembre, como si el Gobierno únicamente debiera tener en cuenta a sus votantes, que, recordémoslo, sólo suponen el 29% de los votos emitidos y el 20% del censo.

De este modo tenemos (padecemos) un gobierno que representa a una minoría, colocado por encima de la soberanía de los ciudadanos, que reside en Cortes, y que no rinde cuentas ante nadie (tampoco ante sus seguidores), a no ser que lo haga ante Merkel, Juncker, el FMI o ante Dios y ante la Historia, como hacía Franco.

Tenemos un gobierno con fecha de caducidad, pero encastillado y desafiante, y tenemos un partido gobernante voluntariamente marginado de los intentos de concertar la investidura de un nuevo presidente del gobierno, como si quisiera prolongar lo más posible esta situación tan insólita como favorable para sus intereses.

En realidad, nada de lo que sucede es sorprendente, si se tiene en cuenta la trayectoria del Partido Popular desde hace décadas y cuál es su habitual forma de gobernar, tan llena de resabios franquistas. Es más, este anómalo estado de gobierno de excepción, no contemplado en la Constitución, parece el colofón más adecuado a un mandato cuajado de desplantes al Congreso y a la opinión pública, y pródigo en actos atrabiliarios para justificar unas medidas que han hecho retroceder el país a situaciones que creíamos ya superadas y para entorpecer la investigación de los cientos de casos de corrupción que anegan al partido gobernante.

No está de más recordar el uso perverso de los resortes del Estado de derecho que han hecho quienes han gobernado el país los últimos cuatro años, y que hoy lo siguen haciendo pertrechados con extraordinarias e ilegítimas competencias.

Mariano Rajoy ha utilizado la mayoría absoluta para gobernar como un autócrata, ha sido el Jefe del Gobierno que más veces ha utilizado un procedimiento de urgencia (más que Aznar, incluso), como es el decreto-ley, para legislar de forma ordinaria sobre asuntos de tanta trascendencia como la reforma laboral o el rescate de la banca (decidido sin debate), y hacerlo desde bien pronto (el primer año: 16 leyes y 28 decretos); en total 75 decretos de una suma de 145 proyectos de ley; de los 163 tramitados, 59 lo han hecho por la vía de urgencia. Es un Gobierno que ostenta el demérito de haber reformado 26 leyes de una vez y sin debate parlamentario, y que más veces ha rechazado la comparecencia de Rajoy y de los ministros en las cámaras y ante los periodistas.

Rajoy ha sido el gran ausente en el Congreso, el gran silencioso y el gran mentiroso: en los tres primeros años, el PP rechazó el 63% de las peticiones de comparecencia; en 105 ocasiones ha vetado la de Rajoy, en 22 ocasiones la de Ana Mato, aunque también las de otros miembros del Gabinete, como la ministra Báñez, el ministro de Defensa o el de Interior. La norma ha sido rechazar de oficio la rendición de cuentas y, por supuesto, eludir cualquier responsabilidad política.

Rajoy ha estado ausente en el 85% de las votaciones y sólo ha comparecido en el Congreso dos veces de forma extraordinaria; una vez (el 1 de agosto de 2013) a propósito del caso Bárcenas, y fue para mentir a la cámara, a pesar de las numerosas peticiones de la oposición para responder por los casos de corrupción. La Vicepresidenta sólo ha comparecido una vez en cuatro años en la Comisión Constitucional, a la que debe rendir cuentas de su actividad.

La reforma de la administración de Justicia, la polémica Ley de Enjuiciamiento Criminal, que acorta el tiempo de investigación de los jueces, la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, la Ley de Seguridad Nacional y la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana (“ley mordaza”) forman un paquete legislativo propio de una situación extraordinaria, que no se da en el país, pero necesario para dotar al Gobierno de los excepcionales poderes que necesita para aproximarse lo más posible a la forma de gobernar del general Franco.

19 de marzo 2016





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