Trasversales
Consejo editorial de Trasversales

Un nuevo ciclo de rebeldía social


Revista Trasversales número 38, junio 2016



Ha pasado ya más de un año desde el inicio de la llegada al poder de las candidaturas del cambio en muchos ayuntamientos. En dicho periodo, además, la presencia de las llamadas fuerzas transformadoras en los parlamentos autonómicos y en las Cortes estatales empieza a darnos los elementos para un dibujo coherente de lo que el llamado “asalto institucional”, iniciado en 2014, podría dar de sí para el despliegue de las ansias de transformación que inundaron las calles el 15 de mayo de 2011.

El viaje a las instituciones se ha realizado de una manera concreta. Podía haberse hecho de otra forma y con otros mimbres, pero se ha hecho de una forma concreta, incluyendo elementos de personalismo y verticalidad tendentes a colonizar el espacio de la actividad social y que favorecen procesos de desmovilización que ahora parecen tender a superarse.

Los ayuntamientos del cambio han aplicado políticas muy variadas. No es lo mismo lo que se ha hecho en determinadas localidades pequeñas que lo realizado en las grandes ciudades. Madrid o Barcelona, por ejemplo, también han tomado decisiones en muchos aspectos diferentes, en las que se han mezclado los aciertos y la mejora en la gestión (como la cesión de espacios públicos a los movimientos sociales, mayor sensibilidad ante la emergencia social o el control de la deuda y el gasto suntuario municipales), con inconsecuencias y muestras de debilidad ante la caverna mediática, como en el asunto de los titiriteros en Madrid, así como la incapacidad de cumplir determinadas promesas electorales como la remunicipalización de los servicios públicos, sin explicar, tampoco, a la ciudadanía de manera clara las razones de dichos incumplimientos.

Pero más preocupante que algunos errores puntuales es la generación de un discurso auto-justificativo basado en la idea de “la autonomía de la política”. Según esta forma de ver la situación, la política institucional tendría sus propias características y determinaciones, y debería ejercitarse con independencia de las necesidades y exigencias sociales. Este discurso, además, confluye, en algunos sectores, con la tendencia a mantener que “la legalidad es el límite de la política” lo que, teniendo en cuenta que la legalidad vigente ha sido construida por décadas de hegemonía neoliberal y actúa en cascada (no es posible cambiar grandes cosas de lo local sin cambiar lo estatal, ni lo estatal sin actuar a escala europea, ni lo europeo sin tratar con reglas internacionales como las de la OMC o el posible TTIP), limita enormemente las potencialidades del cambio.

Transformar la sociedad puede implicar, en algún momento de esa cadena, ejercer la desobediencia institucional a la legalidad neoliberal, desde la fundamentación democrática de las necesidades y la voluntad de la ciudadanía, y eso no debe ser olvidado.

La política institucional muestra también un “techo de cristal” que no puede traspasar por sí misma. No se puede hacer todo desde los gobiernos sin que la sociedad haya sido transformada previamente por su propia actividad auto-organizada. A los propios bloqueos institucionales construidos por una legalidad pensada y blindada para una determinada forma de gestión, hay que unir los límites de una base social que no confiere mayorías amplias, y que sigue, sociológicamente, moviéndose en muchos aspectos de su realidad en torno a discursos y expresiones vitales conservadoras o, cuando menos, neoliberales.

La debilidad de los movimientos constituye, también, el sustrato de los límites de la propia política institucional. Sin una previa o paralela transformación de la conciencia y la vida cotidiana de la ciudadanía es también imposible ir más allá desde las instituciones recuperadas. Pero, ¿cuál es la relación posible y sana entre lo social, los movimientos y lo institucional? Se trata de un tema siempre en discusión. La experiencia latinoamericana, por ejemplo, nos demuestra que sólo desde una virtuosa confluencia de las movilizaciones, la educación popular y la comunicación distribuida en­tre lo institucional y las masas populares auto-organizadas es pensable la apertura de pro­ce­sos de cambio de una amplitud a la altura de la crisis civilizacional que el capitalismo actual está viviendo.

El encierro en los palacios de lo político y de lo institucional, el divorcio entre las necesidades de la clases subalternas y las querencias de las burocracias estatales, se paga rápido en términos de votos y, sobre todo, impide la profundización de los procesos y los vuelve extremadamente débiles frente a las ofensivas mediáticas y parlamentarias de la derecha en recomposición.

La solución quizás pase necesariamente por la construcción de instituciones del común: espacios que, sin importar que en el marco del Derecho realmente existente sean estatales o sociales, permitan la participación y la auto-constitución de un sujeto social diferente, que es el que tiene que ser protagonista del cambio.

Estos espacios deberían ser espacios de participación real y respetar la sana desconfianza y la autonomía plena de los movimientos sociales en cuanto al discurso y la organización, y a la generación de sus propios referentes. No puede reeditarse la idea de la conformación de correas de transmisión entre partidos o las instituciones, y unas masas supuestamente amorfas. Las “asambleas” informativas, la manipulación en los espacios compartidos y el juego con el monopolio del acceso a los medios lastran toda posibilidad de generar una relación saludable entre la calle y las instituciones.

Hay que comprender que sin la sociedad y sus movimientos no hay nada, pero también que los movimientos tienen que ser plurales, no dogmáticos y usar una inteligencia estratégica a la altura de las circunstancias. Sólo el pueblo salva al pueblo, y sólo el pueblo organizado puede constituir una barrera lo suficientemente fuerte para frenar la ofensiva neoliberal y para impulsar y profundizar los elementos de cambio ya existentes en la sociedad.

Sólo la expansión de la conciencia política y social en los espacios de la vida cotidiana de las clases subalternas puede generar el discurso plural que permita la hegemonía en la batalla de las ideas. Y todo eso no es posible imponerlo de arriba a abajo. No es un don de especialistas, no es una iluminación de mentes preclaras. Es el resultado de un proceso amplio de participación y diálogo popular. El proceso constituyente de la nueva sociedad en la práctica efectiva de articulación de las nuevas voces y prácticas.

Lo definitorio de la nueva situación, tal y como la iluminó el 15-M, es precisamente que el tiempo de quienes pretenden hablar en nombre de la gente ya ha pasado. Y no se trata de la necesidad de un recambio ni de una transformación puramente estética. Un cambio profundo, una auténtica revolución democrática, precisa de la conformación de nuevas instituciones del común desde las instituciones actuales, pero también por fuera de ellas, e incluso en conflicto con ellas. La pretensión de gestionar el desastre, sin profundizar los elementos de transformación, hundirá a las fuerzas del cambio y abrirá las puertas, como en la mayor parte de Europa, a la reacción y el fascismo.

La pretensión de hacer política sin la gente activa, sin los movimientos, sin pedagogía colaborativa y participativa, construirá el vacío desde el que se desa­tarán todas las pesadillas. A más un año de “asalto institucional” y sin conocer al cerrar este número de Trasversales los resultados de las elecciones del 26 de junio, los medios neoliberales intentar trocar el impulso rupturista del 15M en discusiones bizantinas sobre pactos, golpes y contragolpes, necesidades de gestión de las miserias cotidianas de un régimen agonizante. Abrir un nuevo ciclo de movilizaciones e inaugurar nuevas formas de relación y articulación cooperativa entre los sectores sociales en rebeldía se está volviendo imprescindible.