Trasversales
Montserrat Galcerán

La presencia institucional de los movimientos sociales

Montserrat Galcerán es catedrática de filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente, Concejala Presidenta de las Juntas de Distrito de Tetuán y Moncloa-Aravaca por Ahora Madrid



Revista Trasversales número 38, junio 2016



En la actual coyuntura política, tras el descrédito de la política tradicional que evidenció el 15M, son muchas las voces que reclaman mayor presencia de los movimientos sociales en las instituciones gubernativas. En los municipios del cambio las candidaturas municipalistas llevaban en su programa la idea de acercar las instituciones a los gobernados/as, ya fuera por medio de mecanismos de participación, consultas populares, foros participativos o mecanismos directos de control popular.

Sin embargo, casi un año después, son varias las razones que explican las dificultades para instrumentar de forma eficaz esa interacción. La más importante es la diferencia entre los principios que regulan el ámbito de la institucionalidad política y el tipo de agencia colectiva de los movimientos sociales.

Los movimientos sociales

En otro texto los he definido como "conjuntos de individuos, grupos, colectivos o asociaciones de diverso tipo que actúan sin obedecer unas normas preexistentes sino creando en su actividad un conjunto de procedimientos compartidos que sirven como herramientas, ya sea para consolidarlos, para ampliar sus oportunidades o para afianzar su fuerza y su capacidad de intervención. Esas «herramientas» constituyen una especie de «repertorio» que pervive y se transfiere de un movimiento a otro, siendo modulado, cambiado, revitalizado o abandonado, dependiendo de su eficacia en una situación dada" [Deseo [y] libertad, Madrid, Traficantes de sueños, 2009, p. 70].

Dichos movimientos son de naturaleza fundamentalmente contenciosa, es decir, se oponen a las instituciones políticas en una secuencia continuada de acciones que logran satisfacer las demandas de sus agentes, al menos en parte. Parten de las exigencias y necesidades de aquellos sectores de la población que no tienen un acceso fácil a las instituciones políticas o bien que plantean reivindicaciones que no forman parte de las agendas públicas. De este modo contribuyen, también, a poner de relieve la parcialidad de dichas instituciones.

Se produce así una situación paradójica: las sociedades modernas dotadas de instituciones representativas y sufragio universal, se hacen valer como democracias que atienden a los intereses generales comunes de sus miembros. Y sin embargo es en ellas donde surgen esos movimientos que, aún presentándose como movimientos explícitamente de parte, logran articular a mayorías sociales considerables.

Incluso movimientos sociales clásicos, como el movimiento obrero, logró cuestionar el sedicente discurso liberal universalista al mostrar cómo, a pesar de ciertos requisitos democráticos, un fuerte movimiento social era capaz de poner de relieve la ceguera política de las instituciones democráticas hacia las malas condiciones de vida y de trabajo de una importante mayoría de aquella misma sociedad. Es como si las formas representativas de la democracia liberal trazaran una tangente que logra que la mayoría política no se corresponda con la mayoría social. O dicho de otra forma, como si los poderes públicos de una sociedad democrática defendieran unas actuaciones que no benefician, cuando no perjudican directamente, a las propias mayorías sociales que les eligen.

La socialdemocracia se planteó ya ese dilema a mitad del siglo pasado cuando tras la segunda guerra mundial se vio obligada a optar entre una estrategia de confrontación rupturista o una estrategia de conciliación. Optó por la segunda bajo la premisa de que la clase obrera era demasiado pequeña en relación al conjunto de la población de un Estado nacional para poder alcanzar el poder por vía democrática.

Por consiguiente, dejando de lado cualquier horizonte revolucionario, optó por compartir el poder sin cuestionar la estructura social y económica de la sociedad capitalista aunque esforzándose por introducir mejoras para los trabajadores. En aquel momento la so­cialdemocracia europea dio un giro drástico a su política, pasando de defender la confrontación con el capital como forma de defender los intereses obreros, a propiciar el entendimiento entre clases como la mejor for­ma de defender un crecimiento continuo que beneficiara a ambos: a propietarios capitalistas y a trabajadores.

Tras décadas de relativo éxito la estrategia socialdemócrata se enfrenta en los últimos años a una política neoliberal cada vez más agresiva que ha conseguido precarizar a los trabajadores, generando el fenómeno de los "trabajadores pobres", o sea personas que aún teniendo un trabajo se ven obligadas a llevar vidas precarias por la disminución de los salarios y el empeoramiento de las condiciones de vida.

A su vez la política neoliberal se ha hecho fuerte en las instituciones públicas consiguiendo imponer en ellas el principio del lucro privado. En la medida en que dichas instituciones gestionan una gran parte de los recursos necesarios a la reproducción social, esa política genera innumerables conflictos entre poblaciones precarizadas e instituciones públicas regidas por principios de ahorro de recursos. Eso ha hecho escalar el ámbito de los conflictos sociales, que ahora se plantean no solo a nivel sindical en cuanto a las condiciones de los trabajadores/as en las empresas, sino también a nivel del conjunto de la reproducción social y de los recursos necesarios para ella.

Algunos de los movimientos más interesantes que han surgido durante la crisis lo han hecho en este ámbito. Son los colectivos de defensa del derecho a la vivienda, los colectivos de autoayuda en lo que respecta a la distribución de alimentos, los movimientos de ocupación y autogestión de centros sociales, los huertos urbanos, las cooperativas de consumo y de economía solidaria. Todas ellas son iniciativas que hacen pasar a primer plano la autodefensa de las poblaciones amenazadas.

La presencia institucional de los movimientos sociales

En sentido estricto, los movimientos sociales, tanto los clásicos, tipo movimiento obre­ro, como esas nuevas iniciativas están ausentes de los ámbitos institucionales del poder de gobierno. Éste se rige por una combinación del principio de individualidad con el de universalidad: cada individuo ciudadano/a elige a sus representantes, organizados éstos según partidos políticos distintos que compiten entre ellos para ga­nar el favor de los ciudadanos; sin embargo, una vez elegidos y constituidos los ór­ganos de gobierno, éstos eligen el ejecutivo que es quien gobierna al conjunto de la población, ya sea a nivel municipal, autonómico o estatal.

Constituida de esta forma la democracia representativa no tiene lugar para los movimientos sociales ni para formas de autogobierno colectivo que no pasen por el filtro de la representación. Según su principio los problemas sociales deben traducirse en "de­mandas" que la población, ya sea individual o colectivamente, dirija a sus representantes políticos, los cuales deberán elevarlas a los órganos correspondientes en un sistema jerarquizado de escalas sucesivas. Pero las poblaciones afectadas no tienen el derecho de intervenir políticamente para intentar resolver sus problemas, más allá de lo que autorice el derecho de asociación.

Por consiguiente, y en situaciones de crisis, la acción colectiva contenciosa aumenta, puesto que las personas afectadas incrementan su movilización con el objetivo de resolver colectivamente los problemas que les afectan, pero al mismo tiempo tropiezan con el cuello de botella que es la estructura de delegación del ámbito político. Pues só­lo en la medida en que los agentes políticos reconocidos, o sea los partidos políticos y en último término los partidos gobernantes, se hagan eco de esas exigencias, éstas po­drán satisfacerse, siempre a través del desvío que supone la delegación y a cuenta de la iniciativa de los gobernantes, nunca de modo directo.

A su vez los gobernantes, incluso aquellos que provienen de movimientos sociales con fuerte arraigo popular, se ven constreñidos en su acción política por la regulación universalista del ámbito del poder. Sus reglas se rigen por el principio de universalidad, en el sentido de que la acción de go­bierno no puede actuar en beneficio de una parte sino que debe ser ecuánime y gobernar para todos/as, pasando de puntillas so­bre los conflictos sociales. Eso exige un equilibrio difícil con los poderes económicos de una sociedad dada a los que los poderes públicos raramente se oponen.

Hemos dicho que los movimientos sociales suelen ser movimientos de parte, es decir colectivos que unen sus esfuerzos en una acción común que pretende resolver pro­ble­mas que afectan a sus participantes pero no al conjunto de la población. Con su acción ponen de relieve la parcialidad de unas normas tenidas por universales pero no sustituyen unos universales por otros.

Te­nemos un ejemplo claro en los movimientos feministas: no pretenden sustituir la dominación de los varones sobre las mu­jeres por la de las mujeres sobre los varones, aunque haya quien piense tal cosa, si­no poner de relieve la supremacía masculina, ponerla en entredicho y propiciar acciones que la limiten y en último término la eliminen. Eso implica cambios profundos en la educación, en la construcción de la subjetividad de los varones y mujeres, en el trato que las personas merecen, etc.

Los movimientos sociales propician así un cambio profundo en las mentalidades, requisito imprescindible para que, al menos, pueda iniciarse el tratamiento de los problemas; en la mayoría de los casos eso no permite actuaciones rápidas que pongan fin a una situación de larga duración y de gran complejidad. Con lo que se produce una situación curiosa: las instituciones públicas, atrapadas en una maraña de reglamentos y de principios procedi­men­tales de enormes proporciones, son in­capaces de resolver situaciones complejas en las que la actuación directa de colectivos de afectados es mucho más eficaz, aún con el riesgo consiguiente para los activistas, pero al tiempo sus propios procedimientos y reglas de actuación impide a la administración apoyar a esos colectivos.

Para romper ese impasse hay que introducir un tercer elemento: el de que se podrá y se deberá apoyar esas iniciativas desde las instituciones públicas en lo que tienen de enriquecimiento del tejido social común y en la medida en que no perjudican a terceros pues no menguan los derechos de nadie sino que contribuyen al acervo compartido.

Instituciones monstruo

Ante tales dificultades el colectivo de la Universidad Nómada planteamos hace ya unos años una tesis provocadora: las llamadas Instituciones monstruo. Entendíamos que la creación de instituciones es uno de los momentos clave de un proceso de creación política. Como nos recuerda Raúl Sánchez Cedillo, en un bre­ve artículo [Hacia nuevas creaciones políticas. Mo­vimientos, instituciones, nueva militancia, eipcp, Gilles Deleuze ofrece unas consideraciones sencillas y desnudas sobre la dimensión creativa, positiva y afirmativa de la creación de instituciones, en contraposición a la ley, a la violencia de la norma. En el escrito titulado «Instintos e instituciones» [«Instincts et institutions», L'île déserte et d'autres textes, París, Minuit, pp. 24-27], vinculado a su trabajo sobre la obra de David Hume, Deleuze señala que la institución comparte con el instinto la búsqueda de la satisfacción de tendencias y necesidades, pero se diferencia de él en la medida en que constituye un sistema organizado de medios de satisfacción [Ibid., p. 25], un medio institucional que determina a priori modalidades sociales de conducción de la experiencia individual. Las instituciones son, a diferencia de las leyes, las principales estructuras de invención de lo social, de un hacer afirmativo y no limitativo y exclusivo: «No hay tendencias sociales, nos dice Deleuze, sino tan sólo medios sociales de satisfacer las tendencias, medios que son originales porque son sociales. Toda institución impone a nuestro cuerpo, incluso en sus estructuras involuntarias, una serie de modelos, y da a nuestra inteligencia un saber, una posibilidad de previsión así como de proyecto. Llegamos así a la siguiente conclusión: el hombre no tiene instintos, hace instituciones» [Ibid., p. 27].

Deleuze añade algo más: "Hay que recuperar la idea de que la inteligencia es algo social más que individual y que encuentra en lo social el intermediario, el tercer término que la hace posible" [Ibid., p. 27]. Las instituciones son resultado de esa inteligencia colectiva en acto que es capaz de inventar medios compartidos de buscar soluciones comunes. Pero entonces las instituciones no son algo dado sin más, sino creaciones humanas, históricas, que permiten inventar formas sociales de enfrentar los conflictos. Su eficacia consiste en que puedan encontrar fórmulas perdurables de satisfacer las necesidades insatisfechas que los alimentan.

En este mismo sentido las instituciones producen efectos ambivalentes: cuando son exitosas logran paliar o resolver los conflictos y por consiguiente los aplacan, produciendo una reordenación del campo social. Y por consiguiente provocarán el surgimiento de nuevas distinciones y, en ocasiones, de prácticas de cooptación y de pérdida de radicalidad. Su éxito deriva de encontrar el equilibrio preciso entre la innovación producida y su grado de eficacia.

Esa creación institucional va acompañada de un cambio en el discurso hegemónico que plantee los parámetros sociales de las nuevas invenciones. Un aspecto de enorme importancia es la preservación de su carácter colectivo. La forma-individuo como parámetro básico de las relaciones humanas esconde la socialidad y el conjunto de relaciones reticulares que permiten la supervivencia en las sociedades. Por consiguiente tendríamos que encontrar formas de apoyar la dimensión colectiva de esas iniciativas favoreciendo las fórmulas de redistribución que sean solidarias con estos comportamientos y rehuyendo una excesiva individualización.

En el momento de la formulación de la tesis de las Instituciones monstruo las en­tendíamos como algo prepolítico, centrado en la investigación, la formación y la experimentación de formas de creación de ri­queza en común. Tomábamos como ejemplos los centros sociales autogestionados, las cooperativas de formación, los ateneos, los cursos de nociones comunes y otros experimentos de este tipo. Quizás hoy, después de las experiencias surgidas de la crisis como la PAH o los Bancos de alimentos, estemos en condiciones de reflexionar sobre ellas y ver en qué medida prefiguran formas nuevas de resolver problemas y satisfacer necesidades que exigen dosis importantes de imaginación política y jurídica de las corporaciones del cambio.

La dimensión feminista

No quiero cerrar estas notas sin una mención breve a la dimensión feminista de esta nueva institucionalidad. Esta dimensión es clave porque sitúa la creación de instituciones en el horizonte del cuidado del vivir, desplazando la mirada tradicional. Para la concepción tradicional, Hobbes dixit, las instituciones políticas son formas de regular la lucha abierta entre intereses contrapuestos en aras de que esa conflictividad no ponga en riesgo la supervivencia del cuerpo social. El interés común prima sobre el particular pero se limita a evitar la "guerra de todos contra todos" que caracterizaría a la bestia humana. A diferencia de esta concepción, la mirada feminista, aún reconociendo la conflictividad social, privilegia el cuidado del sostenimiento del vivir mismo y de las necesidades de la reproducción material y social. Y aboga por formas de entendimiento entre las partes afectadas, rehuyendo el presupuesto universalista que siempre acaba siendo, él mismo, de parte.

La mirada feminista no parte ni de la bondad ni de la maldad intrínseca del sujeto humano, sino que asume que la precariedad y la vulnerabilidad de las personas, condición de existencia general, sólo es asumible contando con redes de apoyo de diverso tipo, ya sean familiares, sociales, comunitarias, económicas, etc. La lectura feminista aboga así por un cambio de paradigma.

Vivimos una crisis económica sistémica en la que se hace muy difícil seguir defendiendo el paradigma liberal según el cual el beneficio privado llegará de forma paulatina a todas las capas de la población como una especie de lluvia fina que se extiende urbi et orbi. Más bien al contrario, las instituciones existentes no sólo no han sido capaces de limitar la de­predación continua derivada de los me­ca­nismos de acumulación capitalista sino que han coadyuvado directamente con ellos.

Por ello no podemos sencillamente adaptarlas para otros fines. Se hace imprescindible introducir esa nueva mirada que visualiza el cuidado y la protección de lo común, empezando por los recursos compartidos que permiten la supervivencia. Ese es el punto en el que las nuevas institu­ciones que necesitamos deben incorporar directamente el paradigma feminista. Sólo así podremos estar a la altura de los retos del nuevo siglo [Hacia nuevas instituciones democráticas, Madrid, Traficantes de Sueños, 2016].