Trasversales
José Errejón

Al borde del precipicio: problemas de las sociedades contemporáneas

Revista Trasversales número 40 abril 2017 (web)

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Siempre asalta la duda sobre la posible exageración y el tremendismo de títulos como el de arriba. Es de suponer que, en situaciones de crisis agudas de los órdenes y sistemas sociales, los que las han vivido han compartido sensaciones similares de vértigo ante la envergadura y, sobre todo, la incertidumbre sobre el alcance de los cambios que se avecinaban.

De incertidumbres está plagado el horizonte vital de nuestra época. Los horrores del siglo XX parecían haber sido superados cuando, con la caída del muro de Berlín desaparecía el eje de polarización que había dominado la escena política mundial y se abría, al decir de Fukuyama, el fin de la historia, la meta al fin arribada del establecimiento de una civilización, la civilización capitalista liberal que permitiría desplegar las posibilidades de las personas en el marco de sociedades abiertas donde los únicos límites serían los derivados de las capacidades y el empeño de cada uno.

Cuatro décadas de regímenes neoliberales y de hegemonía globalizadora no han confirmado tan optimistas hipótesis. El cuadro en el que se desenvuelve la vida en las sociedades contemporáneas es suficientemente conocido así que podemos ahorrarnos la enumeración de sus rasgos principales. Mi impresión es que el miedo es el sentimiento dominante, al menos en las sociedades del centro del sistema, si es que el concepto de centro sigue teniendo la significación que se le ha otorgado después de 1945.

El miedo y la incertidumbre parecen ser las dos causas fundamentales de la actitud generalizada ante la política, especialmente entre las clases subalternas. Tras la efímera primavera democrática protagonizada por algunos pueblos a ambos lados del Mediterráneo a partir del 2011, se ha abierto otra fase en la que no sólo no se avanza en la conquista de derechos y libertades sino que ni siquiera se mantienen los conquistados. En las mismas sociedades que vivieron estas experiencias de explosiones democráticas hoy se asientan regímenes autoritarios, en algunos casos cercados por la amenaza yihadista, el único reto civilizatorio que enfrenta la llamada civilización occidental.

Estas amenazas han acelerado, intensificado y modificado cualitativamente uno de los fenómenos que, junto con el calentamiento global, está poniendo en cuestión el orden de la estatalidad, las migraciones. Frente a las mismas, los Estados recuperan su función primigenia, levantar muros y obstáculos a la libre circulación de las personas, no así al capital y los servicios.

No hay muros que levantar frente a la crisis energética y ecológica que sacude los cimientos mismos de la civilización capitalista. A pesar de las dos recesiones sufridas desde 2010, el volumen de emisiones CO2 ha crecido respecto del año del comienzo de la crisis y ello por causa del mantenimiento de unos patrones de producción, distribución y consumo propios de coyunturas bajistas en el mercado de combustibles fósiles, bien distintas de las vividas entre 2006 y 2014 en el que el precio del barril Brent llegó a alcanzar los 150 dólares. Los altos precios del petróleo no han sido aprovechados por los gobiernos que se han sucedido para impulsar cambios estratégicos en estos patrones, antes al contrario, por los del PP se han cercenado las posibilidades del sector de las energías renovables so pretexto de que contribuían a encarecer el recibo de la luz. Una vez que estos precios bajaron, se ha reanudado con fervor recrecido lo peor de estos patrones, especialmente del lado de la oferta de automóviles sustentada por el mantenimiento de los incentivos gubernamentales del Renove.

Se trata de una inconsciencia de la que parecen participar tanto las instituciones como la sociedad civil. El trauma colectivo de la crisis, convenientemente utilizado por los medios de creación de conciencia, ha conseguido diluir la atención sobre los retos epocales fijando la atención en aquellos problemas presentados como más urgentes. Pero como se ha impuesto un relato que presenta la “crisis” como el efecto de “haber vivido por encima de nuestras posibilidades”, ni siquiera la pobreza, la exclusión y la desigualdad parecen merecer el rango de problemas urgentes y son relegados con el rótulo de “estructurales” al desván de aquellos de los que se habla de vez en cuando pero que terminan por ser asociados con algún “rasgo genético” de nuestro ser nacional.

Como  problema urgente se cita la reducción del déficit y la deuda públicos y la recuperación de la confianza de los mercados internacionales. Hemos pasado del Estado fiscal al Estado deudor y, en consecuencia, es preciso, sobre todo, ganarse la confianza de los mercados para que el flujo de recursos con el que se sostiene los gastos públicos, después de que la desfiscalización de las rentas altas y del capital abriera el enorme boquete convertido en crisis fiscal cuando ha coincidido con la caída de los rendimientos de los tributos asociados al ciclo de expansión inmobiliaria, dejara a las finanzas del Estado al borde de la quiebra.

A todo esto, nadie parece prestar atención o al menos la atención suficiente al problema de la creciente exclusión del trabajo de los circuitos productivos. Y, sobre todo, nadie parece relacionar este fenómeno de importancia creciente en la economía capitalista global, con las crisis que esta economía padece desde hace cuarenta años. Esta crisis de rentabilidad del capital -que es su verdadera naturaleza– tiene su origen en este proceso de expulsión del trabajo vivo que es inherente a los incrementos de productividad inherentes a la competencia capitalista.

 

Funciones de los estados contemporáneos

Así que los problemas de la sociedad aparecen como los problemas del Estado y del capital. Estos últimos están asociados a una coyuntura que algunos han calificado como de estancamiento secular del que no se termina de ver la salida a pesar de los cuantiosos esfuerzos de una política monetaria expansiva que inyecta miles de millones de euros en el sistema sin que ello se traduzca en repunte significativo de la actividad económica.

Al contrario de lo que parecía apuntar la primacía del yo que hegemonizó el pensamiento de los 90 del pasado siglo con el desvanecimiento de la utopía socialista tras la caída del muro de Berlín, la realidad de las sociedades contemporáneas no está determinada por las aspiraciones y las exigencias del individuo sino por las determinaciones del capital, cuya existencia material y devenir concreto se ha convertido en auténtica materialidad de las relaciones sociales.

El grado extremo en el que el capital ha colonizado el conjunto de las relaciones sociales ha determinado que, cada vez más, los horizontes vitales de la gran mayoría de nosotros aparezcan vinculados a la peripecia del capital.

Tal determinación se vive de forma especialmente intensa en el campo de la política y ha podido ser verificada en la crisis que empezó en 2008. Lo que comenzó como una crisis inmobiliaria, luego transformada en financiera, se convirtió rápidamente en una crisis de la deuda pública y, por ende, en una crisis del Estado y de la estatalidad. Durante esta crisis grandes corporaciones privadas, por su condición de sistémicas, se han beneficiado de ingentes ayudas públicas para salvarse de la quiebra. Algunas de estas entidades, las financieras, tras beneficiarse de estas ayudas se han convertido en acreedoras de los Estados que las habían salvado.

El rescate de las entidades financieras privadas y la recuperación de sus grandes beneficios se han convertido en objetivo principal de los Estados, tanto de los acreedores del norte y centro de Europa como de los altamente endeudados del sur. Las prioridades de esta política para la mayoría de los Estados contemporáneos reflejan un hecho de muy alta significación, el papel del capital financiero en la perpetuación del sistema y del crédito y la deuda como elementos esenciales de “cohesión social”.

Pero las condiciones de endeudamiento de los estados respecto de los mercados financieros tienen otra consecuencia de la mayor relevancia. En lo sucesivo la prestación de los servicios públicos por los Estados queda condicionada a estos mercados que han conseguido imponer incluso en sede constitucional la prioridad de los servicios de la deuda sobre cualquier otra obligación del Estado.

No hay que decir que las dotaciones destinadas a garantizar el ejercicio de los derechos sociales no ocupan lugares destacados entre las prioridades del gasto público. El ejercicio de estos derechos se ha visto así muy gravemente menoscabado generando un clima de desafección social hacia lo público y el Estado.

En tanto que reduce la prestación de los servicios públicos de contenido social, el Estado, junto a su función de  deudor y recaudador, ha recuperado la principal de Estado gendarme lo que le aleja aún más de la población. El Estado vuelve a ser, así, ese cuerpo extraño pegado a la piel de la sociedad que describiera Marx. Pero, en el tránsito, ha sido la propia sociedad civil la que ha perdido su entidad. Lo que durante siglos hemos venido llamando sociedad se desvanece ante nuestros ojos; las relaciones sociales son ante todo relaciones mercantiles reguladas y vigiladas por el Estado.

Ese proceso ha discurrido en paralelo con el llamado de individuación. Las percepciones sociales son hoy, sobre todo, percepciones individuales, registradas en la soledad del yo pero no como resultado de un proceso de aprehensión por el individuo sino por la incorporación a su psique de los valores, las aspiraciones y los objetivos, impuestos más que propuestos, por la industria de formación de sentido y conciencia. De modo que hoy la individuación de la vida social, más que un proceso emancipatorio, como pudo parecer en el alba del 68, se ha convertido en un instrumento más de normalización y domesticación.

La condición de individuo es vivida en muchas ocasiones más como soledad, como privación de comunidad, que como conquistas del yo. La obsesiva presencia de teléfonos móviles y otros útiles de comunicación (¿?) y la ansiedad generada por su ausencia muestran la verdadera naturaleza de esta sociedad de solitarios.

Y de fondo otra vez la guerra, como razón última del orden vigente, prótesis de última instancia orientada a remediar los desperfectos que genera el propio funcionamiento del sistema. Guerras antiguas y guerras nuevas, guerras de religión/odio, guerras por los recursos cada vez más escasos y que la locura del capitalismo global ha llevado al borde mismo de su agotamiento.

Guerras localizadas, por el momento, en antiguos enclaves de una u otra de las grandes potencias de la guerra fría que pueden transformarse con relativa facilidad en enfrentamientos más o menos parciales entre sus herederos. Del lado USA una potencia militar aún hegemónica pero que ha sido contestada con éxito en enfrentamientos parciales (Iraq, Afganistán) en los que ha sido incapaz de hacer prevalecer su superioridad tecnológica y militar. Del lado de Rusia, una potencia que, si ha pedido buena parte de su potencia industrial y también de su poderío militar, conserva buena parte de su arsenal nuclear además de sus reservas de gas y petróleo

Tanto en Ucrania como en Siria ambas potencias se ven las caras a diario y de una manera sorda disputan la hegemonía en la solución de un conflicto complicado en el segundo caso por la presencia de la insurgencia reaccionaria del Daesh.

Y con la guerra y el agotamiento de los recursos, la al parecer imparable tendencia al endurecimiento de la mayor parte de los regímenes políticos se manifiesta en los llamados regímenes iliberales salidos del estallido del “bloque socialista” en los que el predominio de los impulsos a la privatización de los aparatos productivos de la economías dirigidas sobre el asentamiento de las instituciones propias de los regímenes parlamentarios y de auténticos tejidos ciudadanos ha derivado en una modalidad “asiática” de capitalismos de Estado que vuelven a disputar a los capitalismos anglosajones, mientras tanto convertidos en hegemónicos por la desaparición de los capitalismos del bienestar, la hegemonía y la influencia sobre el resto del mundo. Es de resaltar, al respecto, la muy diferente política de  expansión de China en relación con la tradicional de las potencias occidentales.

Y, en el lado “occidental” del mundo, sin haber superado del todo los efectos de la gran recesión iniciada en 2008, una tendencia creciente en buena parte de los Estados hacia fórmulas que implican el cuestionamiento de la globalización experimentada, a favor de modalidades distintas de nacionalismos proteccionistas de las economías nacionales y negadoras de las libertades de circulación de factores que constituyen los pilares de la UE, la más alta expresión regional de la globalización.

 

Democracia y ciudadanía en cuestión

Ambas tendencias convergen en el olvido de lo que tan solo hace unos años parecía basamento civilizatorio de los Estados y las sociedades contemporáneas, los derechos de ciudadanía y la misma democracia. Se impone por doquier la convicción de que la complejidad y envergadura con los que se enfrentan las sociedades de nuestro tiempo dejan escaso margen de viabilidad a los procedimientos democráticos para encarar las soluciones a estos retos. Que estas convicciones sean el fruto de movimientos sociales autoritarios que impugnan las democracias liberales o que sean el resultado del endurecimiento más o menos espontáneo de esas democracias poco importa en cuanto a sus efectos sobre la vida de las mayorías sociales. Lo verdaderamente importante es que cuatro décadas de involución conservadora a favor de los estratos poderosos de las sociedades parecen haber llevado a la convicción de la ineficiencia de las democracias y el despilfarro que representan los derechos sociales para estas sociedades.

Estas cuatro décadas de hegemonía neoliberal han asentado, en efecto, un sentido común escasamente compatible con las prácticas de ciudadanía y, no digamos, democráticas. Olvidadas han quedado, obvio es decirlo, aspiraciones de “rango superior” como las socialistas, justo en el momento histórico en el que las señales de agotamiento de la civilización capitalista parecería exigir la existencia de referentes sistémicos alternativos. Lo cierto es que los regímenes que todavía se reclaman de tales aspiraciones constituyen la mejor propaganda a favor de la prolongación del capitalismo como el fin de la historia que dijera Fukuyama.

Pero, en definitiva, el propio devenir de la historia del capitalismo en las cuatro últimas décadas, que ha sembrado de pobreza y de incertidumbre la vida social en las sociedades contemporáneas del norte y de guerra, destrucción de los recursos y miseria en buena parte de las del sur, parece haber cerrado para nuestra especie las posibilidades de configurar modelos de vida en los que la dignidad, el respeto y la armonía con el medio prevalezcan como reglas esenciales de convivencia.

La vida individual y colectiva se han convertido así en una función dependiente de las posibilidades de soportarla que otorgan los mercados financieros y cualquiera de las manifestaciones de dicha vida social queda limitada, en su ejercicio, por su compatibilidad con las reglas esenciales de tales mercados, la exigencia de rentabilidad en el corto plazo de las inversiones sostenidas con los recursos prestados.

En el tránsito han quedado arrumbados conceptos fundamentales en los ordenamientos constitucionales herederos de la Ilustración como la soberanía, los derechos del individuo y, sobre todo, el pueblo como origen y fundamento del poder. La legitimidad en el ejercicio del poder político en lo sucesivo ya no vendrá de la voluntad ciudadana expresada en las urnas sino en la manifestada en ese otro ámbito de decisión que son los propios mercados financieros. El demos ciudadano, así, es sustituido por el demos del mercado.

La democracia pierde su condición de posibilidad, de ser un ejercicio de poder autorizado por sus destinatarios. La gestión del orden social, complejizada al extremo en las grandes aglomeraciones de población donde cada vez más se va a concentrar ésta y por las enormes cadenas de valor precisas para satisfacer sus necesidades más elementales, quedará encargada a los poseedores de los saberes de la ciencia del control de sistemas, integrados en dispositivos cibernéticos de poder.

En adelante, los representantes públicos en el legislativo y en el ejecutivo se deben (ya lo son de facto) a los mercados que de hecho los dirigen y con los que deberán practicar un permanente ejercicio de ganarse la confianza si quieren poder, a su vez, poder justificar mediante la prestación de los servicios públicos que los legitiman ante el pueblo de las urnas, las funciones públicas que ostentan.

Fácil es comprender la endeblez de este último vínculo y la facilidad de que sea sustituido por un ejercicio más directo del poder vicario de los mercados por agentes que no estén obligados a la pantomima de responder ante el pueblo de las urnas, así convertido en pueblo de servidumbre endeudado al poder financiero y vigilado por sus representantes en el Estado.

Hablábamos arriba del endurecimiento de los Estados. En esta encrucijada es lícito preguntarse si sigue siendo válido el viejo postulado marxiano según el cual operaban como consejos de administración de la clase dominante, Sea como fuere, tal parece que el desarrollo efectivo del capitalismo financiero habría tensado al límite sus relaciones de antagonismo con la democracia. Y que, por abajo, un amplio sector de las clases subalternas estaría dispuesto a cambiar de forma radical sus apoyos electorales en favor de opciones políticas de la derecha extrema que habrían recogido las reivindicaciones abandonadas por la izquierda y las prometerían viables en un discurso fuertemente  desglobalizador, estatista y nacionalista; el Brexit, Trump, Le Pen e incluso otros discursos populistas de izquierda estarían en esa sintonía. Ese sería el castigo de la izquierda liberal y de algunos movimientos sociales defensores del “fin de la clase obrera”, a la que percibirían como un residuo del pasado incapaz de preocuparse de reivindicaciones ligadas a la identidad o la defensa del medio ambiente. El rechazo de esa izquierda tendría su corolario en el que ha provocado en su antigua base social: la imagen del antiguo militante comunista hoy militante del FN repartiendo propaganda a la puesta de una fábrica (un ecosistema ignorado por la izquierda liberal y los movimientos sociales) es bien elocuente al respecto.

 Parece bastante probable una evolución de la estatalidad y las prácticas políticas hacia formas cada vez más alejadas de las que han constituido la normalidad en los Estados del norte del sistema y paradigma para el conjunto. Ello determinara cambios muy significativos en la institucionalidad y los mecanismos de participación de la ciudadanía que podrían dificultar la formulación de las demandas de las capas subalternas y sus posibilidades de reequilibrar en su favor la distribución del poder y la riqueza. Sociedades más desigualitarias e injustas parece ser el resultado fatal de esta deriva histórica del capitalismo realmente existente.

Democracia vs Oligarquía

La lucha por la democracia adquiere, en este contexto, una dimensión cualitativamente distinta a lo que la ha caracterizado en los dos últimos siglos. En el presente representa la impugnación de todas las razones de carácter transcendente a la vida social misma y se afirma como “el poder de los que carecen de título alguno para ejercerlo” (Ranciére).

Democracia como resistencia contra toda forma de humillación social, contra todas las formas de oligarquía. Democracia como movimiento de autoinstitución de la vida colectiva, como construcción de la comunidad de los iguales, como proceso constituyente.

Estamos, sí, al borde del precipicio. Pero al otro lado del mismo hay otra tierra por habitar si, soltando los lastres del siglo XX con los que cargamos, ponemos todo nuestro empeño en el salto.

El salto no será en un momento, se prolongará durante mucho tiempo y, mientras estemos en el aire, los riesgos de caer serán elevados. Pero no hay posibilidad de volver atrás, la evolución del capitalismo en las últimas décadas no permite pensar en la posibilidad de volver a su “época dorada”.  Cuando se analiza con detenimiento esta época enseguida saltan a la vista tres aspectos que relativizan tan generoso calificativo. En primer lugar su duración, mucho más reducida que la fase neoliberal que la ha seguido. Después su ámbito territorial, limitado a unos pocos países del centro y norte de Europa y a USA. Y, por último y quizás lo más importante, los determinantes históricos que la hicieron posible: la devastación del continente europeo por la II GM y el temor de las clases posesoras por su reciente colaboración con los fascismos y la presión de la Unión Soviética y los partidos comunistas después de 1945.

Ya no habrá, por tanto, más períodos intermedios durante los cuales hacer compatibles los intereses de los señores de la economía con la mejora en las condiciones de vida de las mayorías sociales. Desde ahora mismo los primeros se alcanzarán en detrimento de los segundos.

Y todo ello, además, en una aceleración de la lógica del sistema que acelera, a su vez, las condiciones de posibilidad de su colapso.



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