Trasversales
José Errejón

¿Otro tiempo?
 
Revista Trasversales número 42 diciembre 2017 (web)

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Parece que hubiéramos entrado en otro tiempo político en España. No conviene precipitarse en calificarlo como un tiempo de reacción. Es verdad que instituciones pilares del régimen constitucional como el pacto y la concertación social o el pacto territorial han sido seriamente afectadas por las políticas iniciadas a raíz de la reforma del artículo 135 de la Constitución con la asfixia financiera sobre las comunidades autónomas y las corporaciones locales después, y, en fin, con la ofensiva contra Cataluña comenzada con la Sentencia del Tribunal Constituccional TC 31/2010 y culminada, por el momento, con la aplicación del artículo 155. Pero no se detecta en el conjunto de la sociedad española, ni en los análisis de opinión pública, ni en las expresiones sociales de descontento, señales claras de un malestar generalizado con el funcionamiento de las instituciones, más allá de lo que ya parece formar parte de una idiosincrasia nacional de aceptación/resignación con la corrupción de las clases política y financiera.

Todo el ruido mediático generado en torno al proceso soberanista y la respuesta del Estado español, ruido groseramente manipulado como la posibilidad de “desaparición de España”, no ha provocado la generalizada inquietud y temor en la sociedad que pretendían los medios del régimen. Es verdad que en los momentos álgidos de la crisis han conseguido movilizar en torno a la unidad de España y resucitar ese resentimiento anticatalán perceptible en algunos sectores; pero diría que, a pesar de su espectacularidad, no ha calado en las profundidades de la sociedad. Los sectores más influidos por la propaganda del régimen -con representaciones electorales de derecha y de izquierda- pueden haber estado dispuestos a apoyar las medidas del gobierno en contra del independentismo; pero creo que la inmensa mayoría (fuera de Cataluña) lo ha vivido con cierta indiferencia, como cosa de políticos que nada tiene que ver con la vida real de la gente y a la que como mucho se le puede prestar un apoyo (me refiero a la aplicación del 155) pasivo y más bien indiferente.

Todo lo anterior para prevenirnos contra la tentación, cara a una izquierda que no encuentra su sitio, de caracterizar esta respuesta y el momento político en el que se inscribe como un momento neofranquista. Que las formas y los enunciados del PP recuerden a veces a los de los políticos de la dictadura no quiere decir que su gobierno sea un gobierno franquista. Ni que el conflicto de Cataluña sea la ocasión para una movilización social de tintes fascistas.

El riesgo actual de fascismo hay que esperarlo más de lo que De Sousa llama “fascismo societario” y García Olivo “demofascismo”, un estado de ánimo en trance de generalización por el miedo y la incertidumbre desatados por los efectos de la Gran Recesión en las sociedades de nuestro entorno. Ese es otro tema que requeriría un rigor en los análisis que desborda las pretensiones de este texto. Dicho lo cual es difícil no advertir el cambio en la tonalidad social, en el estado ánimo que puede observarse en la sociedad española desde el comienzo de la presente década.

Las primeras medidas de austeridad decretadas por el gobierno ZP, luego consagradas con la reforma del artículo 135, encontraron a la sociedad española tan confiada en la duración de su bienestar que su reacción, magnífica reacción, expresada en el 15M careció de la tensión necesaria para la impugnación central del orden de cosas vigentes. La emergencia de Podemos como pretendida expresión política del 15 M tuvo la “virtud” de simplificar los términos del conflicto que apenas el movimiento había sido capaz de plantear. Toda la riqueza comunicativa y propositiva del movimiento fue resumida (encerrada) en algunas pocas consignas que tenían como soporte teórico máximo y casi único la idea de que una pequeña casta se había apoderado de las instituciones de todos poniéndolas a su exclusivo servicio y que una ofensiva centralizada en el plano institucional podía recuperarlas en beneficio de la mayoría.

Las múltiples singularidades que habían brotado en las plazas, la lucha contra los desahucios, contra las infraestructuras y grandes obras depredadoras, etc… ya no eran necesarias y podían ser subsumidas en una única identidad, la del pueblo que se constituía como tal en la medida que votaba por el partido que había anunciado una verdad tan simple y evidente.

Después del 20D del 2015 y sobre todo después del 26J del 2016, se pusieron de manifiesto dos evidencias de notable trascendencia en el presente y en el inmediato futuro. La primera es que la crisis del régimen del 78 no evolucionaba en el sentido de una descomposición de sus instituciones, una desafección generalizada de sus votantes y un masivo apoyo a la causa del proceso constituyente representada por Podemos. Es verdad que los dos principales partidos del régimen sufrían un fuerte castigo pero no tanto como para hacer posible un gobierno del cambio por lo que la única solución viable era intentar un gobierno para el cambio, enunciado cuya equivocidad ya reflejaba los lejos que se estaba de un momento constituyente. El desenlace de esta posibilidad permitió la continuidad de la derecha del régimen en el gobierno y el aplazamiento sine die de una nueva posibilidad de cambio.

La aceleración del proceso soberanista después de la anulación de varios preceptos estatutarios por el Tribunal Constitucional brindó al PP la posibilidad de encontrar una fuente de legitimidad complementaria a la que se pretendía obtener con la recuperación económica, con sus componentes de precariedad, desigualdad y pobreza. La defensa de la unidad de España en el trance de recuperación económica permitió presentar a la opción soberanista como el egoísmo de una región rica que quería abandonar a los más pobres cuando había la posibilidad de salir todos juntos del bache. Esta estratagema discursiva (“juntos mejor que separados, solidaridad frente a egoísmo y separación”) puede permitirle a la derecha del régimen reconfigurar a su favor los términos del conflicto abierto en 2010, atrayendo a su izquierda para la deriva regresiva que impulsa desde la llegada del PP al gobierno en 2011.

Las elecciones autonómicas en Cataluña convocadas para el 21D no parece que pueda resolver la encrucijada en la que se encuentra el régimen del 78 en su prolongada crisis. Sólo en el caso de que la suma de Cs, PP y PSC alcanzara la mayoría absoluta de escaños y que Iceta estuviera dispuesto a apoyar esta senda “constitucionalista” podría pensarse en una solución del conflicto reconducido dentro de los límites de la Constitución con o sin reforma.

En cualquiera de los otros escenarios la crisis se mantendrá abierta y seguirá operando como un indicador de la crisis del régimen y el agotamiento de la Constitución. Algunos de estos escenarios, el de un gobierno tripartito ERC/En Comú Podem-Catalunya en Comú/PSC podría convertirse en la condición para que de verdad se abriera un diálogo en sedes social e institucional que condujera a una revisión del Título VIII de la Constitución. Cuando son interpelados al respecto el PP y Cs rechazan asociar la solución del problema catalán (que para ellos pasa pura y simplemente por la vuelta a la legalidad) con la reforma Constitucional.

No parece preciso señalar la conexión entre ambos hechos pero si recordar algo que está en el origen del propio Título VIII y algunas de sus carencias.

Muy brevemente. El Título VIII es la respuesta mojiguerada a las aspiraciones al autogobierno expresada en los últimos años del franquismo. Sus autores intentaron responder con poco más de una desconcentración administrativa a un fenómeno político que la dictadura había pretendido extirpar con efectos contraproducentes, en el que las aspiraciones nacionales se asociaban con la lucha por la libertad y la democracia, convirtiéndose en una sola. La consigna "libertad, amnistía y estatuto de autonomía", salida de Cataluña, se convirtió en la referencia del movimiento antifranquista en toda España. Desde entonces todos los desarrollos del Estado de las Autonomías ha tenido como referencia los hitos que iban conquistando la autonomía catalana, desde la movilización andaluza por su Estatuto de 1981, pasando por las leyes orgánicas para Canarias y la Comunidad Valenciana, hasta el ciclo de reformas estatutarios de la primera década de este siglo. Autonomía y Cataluña son dos términos estrechamente asociados en el imaginario colectivo de la sociedad española. De modo que es inútil pretender desligar la reforma del marco estatal de convivencia de la superación de la llama crisis catalana.

Sea cual sea el escenario, es seguro que las instituciones del régimen experimentaran alguna clase de mutación. De muy distinto sentido sin duda, pero, incluso en el más improbable caso de una mayoría “constitucionalista”, la crisis de Cataluña no quedaría resuelta; y la del régimen sólo se aplazaría tomando nuevas formas difíciles de aventurar pero entre las que podríamos encontrarnos con una intensificación del autoritarismo ya percibido con la aplicación del 155. Y, lo que creo que es más importante, el agravamiento de la insignificancia política del PSOE que tendría poco que ofertar en unas condiciones políticas de repliegue y exclusión de la representación de los grupos sociales subalternos.

Porque, y este es el otro factor clave para el próximo futuro, la recomposición política del régimen que postulan PP y Cs y ante la que vacila el PSOE suponeo la exclusión de la escena política del mundo del trabajo y las clases subalternas, reconocidos siquiera sea simbólicamente en la Constitución del 78.

Estos sectores habrían experimentado un brote de esperanza con la aparición de PODEMOS y los Ayuntamientos del cambio percibidos como la posibilidad de revertir la secuencia de adversidades padecidas desde 2010 y de recuperar las condiciones de vida y derechos perdidos o reducidos desde entonces. Los ya comentados errores políticos de la izquierda en 2016 parecen haber dejado a estos sectores en una cierta desorientación que podría ser aprovechada por la ofensiva de la derecha política.

Este tiempo es distinto, sí, del vivido en 2011, 2014 o incluso 2016. Es, otra vez, un tiempo de incertidumbre en el que no se perciben horizontes claros ni se dibujan perspectivas políticas que los puedan hacer posibles. A primera vista pareciera que el escenario con más posibilidades sería el reforzamiento del poder de la derecha del régimen, la expulsión de los problemas de las clases subalternas y de las aspiraciones soberanistas de la agenda política. No necesariamente este escenario provocaría una respuesta de los sectores perjudicados por su asentamiento; pero es seguro que la salud de las sociedades sometidas a la jurisdicción del estado español se resentiría gravemente.

La suma de la desigualdad y pobreza crecientes y duraderas, las restricciones de los derechos y libertades ciudadanas y la frustración de las aspiraciones al autogobierno, sin contar las terribles amenazas que el cambio climático y la pérdida de la diversidad biológica ya suponen en nuestro país, no permite un excesivo optimismo sobre el futuro a corte y medio plazo.

El régimen del 78 fue un paréntesis en el podrían haber germinado los embriones para una democratización ecológica, social y política de la sociedad española. Si en algún momento ha existido esta posibilidad, las fuerzas de la reacción y el conservadurismo unidas a las de una modernización devastadora de valores comunitarios la han frustrado avocándonos a este cuadro de desesperanza.

Solo de la inteligencia, el coraje y la capacidad de cooperación y apoyo mutuo demostrado por esta sociedad en los momentos críticos de su historia es posible esperar una respuesta que haga posible un cambio de rumbo.

Hay que ponerse a ello.