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¿JUSTICIA?


Revista Trasversales número 43, febrero 2017

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Para reflexionar sobre la situación de la administración de justicia en España conviene efectuar algunas observaciones preliminares. La función judicial aparece como una función de carácter meramente técnico, propia de especialistas del derecho, en donde no importaría el grado de bondad o el papel social de las leyes que se deben cumplir. Hay que rechazar de plano esa ilusión de neutralidad técnica. No conviene perder de vista que la principal función social del poder judicial es proteger y conservar el orden existente.

Vivimos en una sociedad desigual, cada vez más desigual socialmente, donde el poder de las oligarquías condiciona en notable medida el entramado legal. Se comprende que, por su propia naturaleza, el aparato judicial, al aplicar las normas que protegen un determinado orden desigual, adquiere un carácter conservador y contrario al cambio.Portada Traversales 43 febrero 2018

Para valorar la forma en que se conserva lo existente, resulta útil recordar cómo se abordan de forma muy diferente los asuntos que afectan a los poderosos, los que se refieren a la ciudadanía común y los que tienen que ver con la población desposeída y marginada. Las infracciones de los poderosos generan procedimientos plenos de garantías y muy dilatados en el tiempo, con intervención de defensas jurídicas de primera categoría y con enorme ponderación de pruebas y penas. Al contrario, las infracciones de las personas desfavorecidas tienden a ser juzgadas sumariamente, con mucha menor preocupación por las garantías y el equilibrio procedimental de pruebas y penas. Por poner algún ejemplo, hay que tener presente cómo se desarrolla un procedimiento judicial que tenga por objeto delitos fiscales, de corrupción o delitos corporativos, por una parte, y, por otra, cómo lo hacen los procedimientos de desahucio, de delitos contra la propiedad o, en los últimos años, de aplicación de la ley mordaza y otras normas limitativas del ejercicio del derecho de protesta o, simplemente, de la libertad de expresión.

Las consideraciones anteriores no niegan, ni minusvaloran, la posibilidad de que los órganos judiciales puedan contribuir a luchar contra abusos del resto de los aparatos del Estado o de las élites sociales. En la judicatura existen espacios de independencia relativa de esas influencias. En nuestro país se han producido ejemplos, con luces y sombras, en actuaciones como las que en la última década del pasado siglo desvelaron parte de la guerra sucia contra el entorno real o supuesto de la organización terrorista ETA, o las que desde hace años investigan la corrupción sistemática de los gobiernos del Partido Popular (PP) en diferentes ámbitos o de otros partidos en territorios donde gobiernan o han gobernado.

No obstante hay que desprenderse de la ilusión de que un saneamiento en profundidad de la generalizada corrupción política, los abusos del Estado u otros problemas sociales pueda ser abordado de una manera exclusivamente judicial.

En los últimos años se han producido cambios significativos en el rol que desempeña el po­der judicial. Desde el comienzo de la crisis en 2008 entró en decadencia la faceta con­sensual del régimen nacido en 1978. Se hicieron patentes las intenciones de proteger el dominio oligárquico frente a la protesta de los de abajo, sobre todo a partir del 15M. Hay nuevas normas y nuevas interpretaciones de las existentes, con carácter muy represivo y tendentes a restringir las libertades y a evitar o limitar la protesta y la desobediencia civil. En España no es difícil actualmente que una persona sea multada, detenida o encarcelada, incluso preventivamente, por la expresión de opiniones, por manifestación pacífica o por desobediencia civil.

Por otra parte, en el mismo período, se ha producido una creciente intervención del poder ejecutivo en los asuntos judiciales, que deja en un segundo plano las proclamas sobre la independencia y separación de poderes.

En primer lugar, hay una instrumentación a fondo de la Fiscalía General del Estado, órgano del que dependen jerárquicamente los fiscales. La Fiscalía General es un órgano nombrado por el gobierno y muy dependiente de él, al que se ha pretendido poner al servicio de los intereses del partido gobernante para limitar el daño político al PP por los procedimientos sobre sus casos de corrupción. Dado que los fiscales son los acusadores públicos, es una situación escandalosa, aunque no sea nueva.

Además, el Consejo General del Poder Judicial, órgano de gobierno de los jueces, con funciones tan importantes como el nombramiento de magistrados del Tribunal Supremo, se ha convertido en un terreno de actuación política de vocales elegidos por un partido y puestos al servicio, en gran medida, de sus adalides.

En el último período, el PP ha utilizado su influencia sobre determinados vocales para desvirtuar gravemente este organismo. En la magistratura existe un claro predominio de personas muy conservadoras, por su origen social y forma de selección. En dicho ámbito, el gobierno de Rajoy ha contribuido a la degradación del poder judicial utilizando los grupos internos que deben su carrera a los favores políticos del PP y que no parecen dudar, en ocasiones, en corresponder con apoyo a sus necesidades procesales o programáticas.

Esta situación tiene precedentes anteriores, como la operación urdida para expulsar a Baltasar Garzón de la carrera judicial o el bloqueo a cualquier investigación que tenga que ver con la memoria histórica o el respeto a las resoluciones de Naciones Unidas sobre la tortura o las desapariciones forzosas.

Tampoco hay que olvidar la persistencia de problemas estructurales, tales como la carencia de medios, tan sangrante, por ejemplo, en los juzgados contra la violencia sobre la mujer, la mala utilización de los recursos existentes puesta de manifiesto en el escandaloso fracaso de la informatización de la justicia, las carencias de especialización y, sobre todo, la mala organización interna endémica del poder judicial.

No puede dejar de señalarse que el conflicto del Estado con las instituciones catalanas ha convertido a determinados órganos judiciales en apéndices de la estrategia política contra el independentismo. Esa operación contribuye al desgaste de unos órganos y jueces que parecen funcionar a redoble de tambor. Esa degradación se manifiesta, de forma especial, en la Audiencia Nacional (AN). La AN es un órgano excepcional en el modelo judicial europeo ya que sustituye a los jueces ordinarios. La AN, que durante décadas ha conducido la lucha contra el terrorismo y la delincuencia económica organizada, se ha venido convirtiendo en una jurisdicción de delitos políticos. Es una jugarreta del destino que la AN, heredera de alguna manera del Tribunal de Orden Público (TOP) del franquismo, retome ahora funciones similares, en cierta medida, a las del antiguo TOP.

Para terminar, es inevitable hacer referencia al Tribunal Constitucional (TC). No se trata de un órgano jurisdiccional y durante sus primeras décadas de existencia se limitaba a decidir sobre la constitucionalidad de las leyes aprobadas por el Congreso y los órganos legislativos territoriales, así como a decidir sobre las denuncias por vulneraciones de derechos individuales protegidos constitucionalmente.

El TC, tristemente, ha cambiado su naturaleza al ser objeto de una radical instrumentación política. No se puede olvidar su responsabilidad directa en el desencadenamiento de la actual crisis catalana, por su sentencia contra el Estatuto de Cataluña. A ello ha contribuido también la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, aprobada en 2015, dirigida a acelerar esa conversión del TC en un apéndice del ejecutivo, con posibilidad, sin recurso de instancia posible, de imponer multas coercitivas, de suspender en sus funciones a los cargos que “desobedezcan” e, incluso, de exigir responsabilidades penales.

Este panorama, en el que las sombras dominan ampliamente sobre las luces, explica el creciente desaliento de la ciudadanía ante un aparato de justicia cada vez más instrumental al servicio de las élites y sus representantes políticos.