Trasversales
José Errejón

Nosotros, los cualquiera: nuevo proletariado y soledad

Revista Trasversales número 44 julio 2018 (web)

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El proletariado no es una clase, es una existencia. Es estar desposeído, sí, pero no solo de los medios de producción sino de la vida misma y de su sentido. Esta desposesión se traduce en ausencia del sentido de la vida.

Es el sentido de la vida lo que nos expropia el capital o, mejor dicho, su funcionamiento, su incesante movimiento de acumulación, la sociedad que es el capital.

Es viajar en el metro literalmente enlatado, en ese silencio sobrecogedor de la multitud de solos que vivimos temiéndolo todo.

Es acudir a un trabajo inútil -si no dañino- para los demás, para el entorno de nuestra vida y, desde luego, para nosotros mismos.

Es dedicar una parte de nuestro tiempo libre (?) a comprar y consumir cachos de vida convertidos en mercancías de otros seres tan desgraciados como nosotros, que harán como nosotros reproduciendo y ampliando este sistema irracional y criminal que se alimenta de nuestras vidas despojadas de sentido.

Es aceptar el vacío de nuestras existencias a la espera de que las vacaciones nos permitan recobrar, siquiera por unos días, cierto sentido a nuestras vidas con el espejismo de una libertad adquirida en una agencia de viajes. Es, sobre todo, la soledad, esa soledad absoluta que asfixia al hombre cualquiera y que le empuja a buscar la compañía al precio que sea, incluso si es aturdirse entre la multitud de solos y sus familias en los grandes almacenes y supermercados.

El “sufrimiento proletario” es esa indefinible sensación de desposesión, de no disponer de tu tiempo ni de tu vida, de estar determinado desde fuera, desde una lógica que te es extraña y a la que te debes someter para vivir en esta sociedad.

El mal, entonces, no está fuera del ser proletario sino en su propia condición, el mal no es la burguesía cuya desaparición libraría del mal a los que sufren su dominio y explotación, el mal es la existencia misma del proletariado.


EL TIEMPO DEL PROLETARIADO.- Para el proletario el tiempo es la percepción de su no ser, la constatación del vacío de sentido de su existencia. El tiempo pasa en una permanente espera y el proletario sabe que lo único que se espera de él es que entregue su tiempo para construir con él la entraña de la vida social, el valor y la mercancía. La textura de las relaciones sociales es el intercambio de tiempo de vida en forma de trabajo abstracto, de dinero.

Una existencia en silencio. El proletario no habla, escucha, escucha instrucciones, informaciones, mensajes que debe incorporar como pensamientos o sensaciones realmente vividas para desempeñar el papel que se le ha asignado.

El hombre cualquiera sabe que su tiempo no lo es, que no le pertenece, se lo ha vendido a un amo anónimo que solo lo utilizará para alimentar de forma incesante el mecanismo de captura y extracción de tiempos de vida.

Desposeído de su tiempo de vida, convertido en tiempo para el capital, el tiempo se convierte en una cárcel para el proletario/hombre cualquiera.

Los días libres del proletario le muestran, todavía más que los laborables, la cárcel en la que vive. Un día libre es la espera de la vuelta a la cárcel. Así que, a la larga, sabe que ese tiempo libre está también comprado o alquilado. El descanso, la comida, el sexo, son vividos también como pausas entre el tiempo de trabajo que aparece, así, como el tiempo verdadero, el tiempo de la única vida (la vida es el movimiento del capital).

La lucha proletaria ha sido y será mientras exista el proletariado una lucha contra el tiempo alienado,ordenado y comprado

La crisis misma es la nervadura del capital.


VIAJES, MOVILIDAD.- Buena parte de la existencia proletaria se consume en desplazamientos, tiempos vacíos, solo justificados para llegar al trabajo, a casa, etc. La ciudad produce esta subjetividad proletaria, desposeída de sentido, ausente de contenido.

De nuevo la tristeza infinita de los viajes sin sentido, de los vagones de metro en el silencio de los solos. Lo que importa es esto, nuestro vivir sin vida, como zombis solo movidos por la necesidad de alquilar nuestro tiempo para comprar el de otros en forma de mercancías, de “bienes” que dejan de serlo en cuanto los adquirimos

Un mendigo entra en el vagón del metro, “buenos días, señoras y señores”, parece que se dirige a cada uno de nosotros pero en realidad es el pueblo el que habla por su boca y nos habla en tanto que pueblo. Nosotros, que no lo somos, que somos una multitud de solos, bajamos la cabeza avergonzados cuando oímos el relato de su infortunio y la súplica de ayuda, secretamente aliviados porque no estamos en su situación.

Juntos y compactados pero solos, existencialmente solos. Esta soledad, este vacío de existencia, es colmatado por el capital y sus objetos. La angustia de la soledad es combatida con la hipercomunicación. El espectáculo de un viaje en el metro con todos sus viajeros mirando las pantallas de sus móviles y/ó aislados tras sus auriculares ilustra bien esa angustia y su “remedio”.

La paradoja de la proletarización actual es que expresiones similares y vivencias comunes no producen identidades colectivas ni sentimientos de pertenencia. Los miles de viajeros apretujados en los vagones del metro no constituyen comunidad, odian esa “comunidad” de la proximidad de los cuerpos que los humilla y envilece porque no es buscada sino soportada, sufrida. Con una única finalidad: cumplir el compromiso ritual de entregar una parte –la parte sustantiva- de la vida de cada uno para poder adquirir trozos de la vida de otros en forma de mercancías, bienes y servicios. Este sufrimiento naturalizado era en otro tiempo compensado por la pertenencia de sus víctimas a alguna forma de comunidad dentro de la cual se podía encontrar el sentido ausente en el tiempo vendido y alineado. Comunidades de trabajo y de vida portadoras y atribuidoras de identidades colectivas que en algún momento pudieron confundirse con culturas presocialistas.

¿Derecho a la movilidad o derecho a la accesibilidad?

OTRAS COMUNIDADES, de estudio, pensamiento, juegos y fiestas, deportes, caza y recolección, aprovechamiento de recursos. Durante siglos y milenios, los hombres han constituido comunidades de naturaleza muy diversa para hacer frente a las diversas necesidades de su existencia y, con ellas, han desarrollado las características mismas de su especie.

De la comunidad a la sociedad, dijo Tönnies. El movimiento hoy es el inverso pero ya no se trata de comunidades integrales, son comunidades configuradas en torno a un aspecto o una dimensión específica.

Además están las comunidades maléficas, las bandas religiosas y guerreras, las mafias.

No podemos confiar en que el movimiento de la sociedad a la comunidad sea inequívocamente benéfico, en el ínterin ha habido todo un proceso de degradación antropológica.


LIQUIDACIÓN DEL NOSOTROS.-Las redes digitales necesitan licuar las culturas del nosotros para instaurar la del individualismo (¿cómo es que no podemos relacionarnos los vecinos de una misma finca con la compañía del gas, del agua o la electricidad?). La avanzadilla digital hace retroceder la cultura.

La digitalidad ensambla perfectamente con este mundo de no lugares (aeropuertos, supermercados, centros comerciales). Los valores del no lugar digital son trasladados por los nativos de origen a sus lugares provocando el colapso de sus mundos simbólicos en el imaginario sobre todo de niños y adolescentes.

La tecnología pone a su servicio a las personas. La digitalidad ataca el vínculo auténticamente humano, la proximidad física, mediante su efecto paradójico, reunir aislando.

La angustia de la desconexión, de perder la comunicación, el miedo a la soledad.

Esta oleada de proletarización encuentra a la gente afectada más desprotegida que la vivida con la Revolución Industrial. Entonces sus efectos devastadores pudieron ser amortiguados/contrarrestados por la pervivencia de lazos sociales procedentes de la cultura campesina de la que procedía la mayoría del proletariado. El obrero industrial sufría toda la brutalidad de la explotación y la alienación de la industria pero cuando volvía a casa, incluso si ésta carecía de las más elementales condiciones de habitabilidad y salubridad, encontraba algo de la cultura campesina en la cual podía reconocerse y encontrar un mínimo tejido solidario. Aún en términos puramente defensivos, una cierta comunidad vecinal ha constituido el primer mecanismo de defensa obrera contra la violencia cotidiana de la fábrica. Incluso en la experiencia más fructífera de revitalización del movimiento obrero contemporáneo, el nacimiento y desarrollo de las Comisiones Obreras, estas comunidades territoriales han tenido una importancia destacada. Aunque es verdad que no se puede adornar esta comunidad obrera que, en buena medida ha estado complementada por la taberna y sus efectos en forma de un alcoholismo que ha diezmado, junto con la penosas condiciones de trabajo y de vida, las familias obreras.

Poco importa que muchos de los que sufrimos esa humillación cotidiana (entre otras, como la despersonalización de las relaciones agudizada hasta el paroxismo por el dominio de la civilización digital) tengamos cuenta corriente en un banco, coche y hasta segunda residencia; todos estos “bienes” no son sino cadenas que nos atan al funcionamiento y reproducción del sistema, tributos que sacamos de nuestra vida y que le rendimos para que mantenga su incesante dinámica de acumulación. Nada de eso evita la soledad, el aislamiento y la desposesión.

Más aún, el proletario que ha sido afortunado y ha podido ahorrar y, además de comprar una vivienda, ha constituido su plan de pensiones, comprueba como aparte de las desgravaciones con las que el estado ha estimulado durante años la entrega de los ahorros de los trabajadores al capital financiero, estos ahorros se han depreciado respecto a la suma de los valores con los que lo fue constituyendo. Pero, eso sí, junto al ahorro de otros miles de proletarios, ha servido como masa de maniobra para las grandes operaciones del capital financiero. Más adelante hablaremos de nuevo de la vivienda, un elemento central en el encadenamiento del proletario al capital.

Cuando el proletario/hombre cualquiera se acerca a la jubilación, si ha tenido la suerte de generar derecho a ello -generar derechos es una de las expresiones que más explícitamente expresan la efectiva condición que se esconde detrás del título de “ciudadano”- y mira para atrás lo que ha sido su vida, comprende, sin necesidad de manual teórico alguno, que la ha perdido, que la ha vendido por un conjunto de abstracciones (el dinero), a su vez formadas por el tiempo de vida de los demás.

Pero su percepción individual es de fracaso e inutilidad, de haberse equivocado. Esa es tal vez una de las sensaciones más comunes entre los que están a punto de abandonar la vida laboral.


VIGILANCIA Y CONTROL.- En el metro, en la calle, en el trabajo, en el ambulatorio de la Seguridad Social, en la oficina, (no digamos) en la policía para sacarte pasaporte o DNI, en la estación de tren o en el aeropuerto, etc.

Es el conjunto de la existencia el sometido a un control burocratizado que desmiente la pretendida desburocratización que prometía la implantación de la sociedad de mercado.

La desposesión se acentúa hasta extremos inauditos cuando el hombre cualquiera tiene que relacionarse con alguna de las grandes maquinarias prestadoras de servicios, especialmente cuando es él el que toma la iniciativa. Entonces la genial intuición de Kafka se hace plena realidad y el hombre cualquiera mira hacia lo alto de la muralla esperando ver alguna forma de comunicación humana para poder realizar la más simple gestión.

Pero la máquina no puede detenerse ni un momento, si has denunciado el extravío de la tarjeta de transporte y luego la encuentras peor para ti. El dinero que ya has pagado después de un procedimiento pensado para poner a prueba tus nervios no se devuelve y si insistes es posible que te puedas llevar alguna sanción de propina. En el curso de este procedimiento habrás tenido que adjuntar tus datos personales, todos ellos debidamente informatizados y puestos a disposición del Gran Hermano, por lo que estás un poco más encarcelado que antes de iniciar el nefasto procedimiento.


EL CONSUMO.-Es la actividad que justifica y da sentido, sobre cualquier otra, la existencia proletaria, la vida dedicada al trabajo. A través del dinero “ganado” en y con el trabajo, el hombre cualquiera comprará tiempos de trabajo de otros proletarios en forma de mercancías, algunas de las cuales consumirá y otras le consumirán a él. De esta forma las soledades en las que vivimos se configuran como “sociedades antropófogas”, nos comemos unos a otros nuestros tiempos de vida, no los compartimos.


LA VIVIENDA (Y DEUDA).- Es el objeto y objetivo por excelencia de la vida del proletario. No en vano aquel ministro de vivienda de Franco pronunció aquella consigna memorable “convertir al proletario en propietario”.

Mediante el acceso a la vivienda (en propiedad), el proletario compra la ilusión de desembarazarse de esa su tan odiada condición y entra de pleno derecho en la sociedad de los auténticos ciudadanos (porque sospecha, y con razón, que la ausencia de propiedad le convierte a uno en un “extranjero”, en un “no ciudadano”). La lucha por acceder a la propiedad de la vivienda constituye, así, una auténtica lucha contra la condición proletaria; eso es lo que cierto izquierdismo no ha sabido ver cuando critica el “aburguesamiento de la clase obrera” empeñada de por vida en la compra de una vivienda.


LA SALUD.- El hombre cualquiera es, a lo largo de su vida y de manera especial cuando va envejeciendo, una criatura absolutamente vulnerable aquejada por múltiples dolencias y enfermedades, la mayor parte de las cuales tiene un origen social, es decir, están relacionadas con las formas de vivir y trabajar en las sociedades contemporáneas. La gestión de la salud/enfermedad constituye hoy uno de los aspectos centrales de la política en los Estados y sociedades contemporáneas. En realidad las políticas sanitarias, la gestión de la salud pública, se ha convertido con el Estado del Bienestar en uno de los terrenos privilegiados de ejercicio de la soberanía del Estado, en tanto que gestión de los cuerpos de los ciudadanos/súbditos.


EL CUERPO DEL PROLETARIO.- Los dolores son el indicador de la derrota absoluta como hombre del proletario, del hombre cualquiera. Son el efecto de una vida insana en el trabajo, alejada de la naturaleza y de las actividades que son indispensables para el cuidado de la salud (los ejercicios fiscos y el deporte industrializado pueden mejorar el estado físico del hombre cualquiera pero no ese malestar continuo que acompaña todos y cada uno de los días del proletario). Cada dolor es el testimonio de una renuncia, de una derrota del hombre a manos del fetichismo y la abstracción de una vida que ya no recordamos cuando dejó de pertenecernos.

La vida en la ciudad del hombre cualquiera es la condición de la generalización de la enfermedad y, por ello, la condición de prosperidad del suculento negocio de la medicina y la farmacia.


LOS AFECTOS Y CUIDADOS.- La existencia proletaria es también una existencia mercantilizada y estatizada. En la esfera más íntima de la vida, en esa que constituye la condición misma de la existencia de nuestra especie, el mundo de los afectos y los sentimientos, el proletario se ve privado de los mismos y los ve sustituidos por las prestaciones que puede comprar en el mercado o a las que puede acceder en los servicios públicos. Este despojo es vivido con especial dolor e intensidad cuando se acerca la hora de la muerte de un ser querido o la propia; nuestra sociedad no tiene espacio para el dolor compartido y la medicalización del mismo nos arranca de nuestras casas y nuestro seres queridos para entregarnos en manos de una de las más terribles instituciones de las sociedades estatales, el hospital.


Y ¿EL TRABAJO? Una actividad en la que importa poco lo que se produce porque su objetivo no es satisfacer necesidades sino producir valor de cambio, dinero. Da igual los resultados físicos de la producción solo importa su resultado social, la producción de dinero con el que comprar más mercancías. Dinero para el consumo del trabajador, dinero para la acumulación de capital con el que volver a comprar mercancía.

Sí, daños a nuestra salud, la de quienes trabajamos, la de quienes sufren los efectos no deseados de nuestro trabajo incluyendo los derivados de nuestros cotidianos desplazamientos con su consumo de energía y generación de gases de efecto invernadero (los economistas lo llaman púdicamente externalidades) y no presta servicio útil alguno, que tiene sólo por objeto someter durante unas horas al día, la mayor parte de los días de la semana y de los meses del año durante 40 años la vida de una persona, una disciplina que se justifica por el hecho.


EL TRABAJO EN LA “ECONOMÍA COLABORATIVA”.- Cuando se difuminan los polos tradicionales de la relación capital y se modifica la naturaleza de la relación contractual que liga al titular de una actividad con los prestadores de la misma (de laboral a mercantil, deslaboralización en la prestación de servicios) debe asimismo cambiar las características de la prestación y, por ende, la actitud y perspectivas del trabajo en relación con la empresa. ¿Sigue teniendo sentido el tradicional punto de vista sindical de organización para la defensa de los derechos de los trabajadores y de pugna con los representantes del capital?

Pero, ¿quién es el amo al que vendemos/alquilamos nuestras vidas? Cuando el proletario está concienciado, puede pasar muchos años o toda la vida creyendo que él vende su fuerza de trabajo a otro ser humano, al propietario de los medios de producción, distribución o cambio que utiliza en su trabajo. Pero es creciente el número de los proletarios que no realizan esta venta/alquiler a “propietario” alguno, piénsese en la ingente masa de proletarios trabajando para el Estado y las Administraciones Públicas (a no ser que, inspirado por la ilusión constitucional, se sostenga que el Estado tiene un dueño que es el soberano). Eso, por cierto, nos lleva al tema de la producción de valor y plusvalor y su apropiación. ¿Qué valor, de qué naturaleza de valor estamos hablando cuando hablamos del trabajo en el Estado.

El movimiento obrero y socialista ha buscado personificar en la clase propietaria de los medios de producción, distribución y cambio la responsabilidad de los males del capitalismo y el obstáculo a superar para la emancipación de los trabajadores. Y, al contrario, ha querido encontrar en la clase proveedora de la fuerza de trabajo la condición de agente principal de dicha emancipación.

No creo necesario tener que recordar en qué han quedado estas hipótesis. Con su desaparición, la izquierda política se ha visto privada de su pretensión de representante del mundo del trabajo y orientadora del camino de su emancipación. En la actualidad su función queda limitada a intentar reducir en lo posible los daños sociales (y, en el mejor de los casos, ambientales) producidos por el funcionamiento del sistema económico vigente.

Pero ahora cada vez es más difícil atribuir los sufrimientos de los de abajo a las maquinaciones de los de arriba, salvo para los neopopulistas, que, siguiendo viejos precedentes, se los atribuyen a la avaricia y a la corrupción de la “casta” o las “élites”.

Pero, a su pesar, la generalización del conocimiento de cómo funciona la economía capitalista y sus crisis está reduciendo la credibilidad de estos viejos y “nuevos” argumentos.

Entiéndase bien, no se está negando que el sistema tenga perdedores y ganadores; lo que se postula es que la desdicha de los primeros no se acaba con la eliminación de los segundos.

No, el capitalismo no se terminará con la “abolición” de la burguesía. Acabará en la medida que cada uno cesemos de (re)producirlo. Fácil de decir pero absolutamente desconocidos los caminos para poner en práctica ese cese cotidiano de la (re)producción del capital.

La tesis de que los beneficiarios del funcionamiento del sistema son una pequeña minoría (el 1%) que, desalojada del poder que usurpa en su exclusivo beneficio, podría abrir la posibilidad de que el Estado agente del interés general cumpliera su papel en beneficio de la mayoría, es una pía intención tributaria de esa tosca concepción del conflicto entre intereses de clase que permitiría agrupar todos los de los desposeídos, a los que se supone naturalmente antagónicos con los de la exigua minoría de poseedores, en contra de los de los poseedores.

Hipótesis esta cuestionable:

1. Porque no está claro que pueda hablarse de una comunidad de intereses de los desposeídos en el caso de que tal cosa (LOS INTERESES) pudiera precisarse. Más bien ocurre que los intereses de un grupo social subalterno (p.ej.jubilados con pensiones bajas) entran en contradicción con los demandantes de otras prestaciones sociales; incluso que las necesidades de financiación de las pensiones lastren las posibilidades de generar empleo.

2. Más bien lo que observamos es cómo los intereses de algún grupo subalterno están estrechamente vinculados con la suerte de los más privilegiados de la pirámide social.

Para decirlo de forma más categórica, a estas alturas de la historia del capitalismo es más que dudoso que la perspectiva de los intereses tenga la potencia impugnatoria y conformadora de identidades amplias (el “pueblo”) que históricamente le ha atribuido el marxismo del movimiento obrero y, recientemente, el populismo con su enunciado de un nosotros popular a partir de la identificación del enemigo, la “casta”.

La observación cotidiana de un funcionamiento automático del sistema en el que todos y cada uno de los momentos de la vida social se articulan en forma de mercancías evidencia así de forma rotunda la naturaleza de relación social que le atribuyera Marx en el Tomo I de El Capital.

EL TRABAJO EN EL ESTADO

El trabajo en el Estado, una modalidad particularmente infamante. ¿Cuál es el objeto de la actividad laboral de los funcionarios?

- Producen normas y las aplican, regulando y ordenando la actividad de la gente.

- Regulan el uso de los bienes comunes.

- Protegen los derechos de los ciudadanos y castigan a quienes los infringen.

- Producen legitimidad mediante su conducta durante el tiempo en el que prestan sus servicios al Estado.

El funcionario produce servicios públicos, esto es servicios correspondientes a los derechos que les pertenecen a los ciudadanos por su condición. En teoría, pues, el funcionariado se distinguiría del proletariado porque no produce valores abstractos sino servicios, valores de uso cuyo valor no es el equivalente a las horas de trabajo empleadas en producirlo. De modo que, al contrario que en el caso del proletariado, el trabajo del funcionario no haría parte del capital y su acumulación, el trabajo vivo no alimentaría el trabajo muerto.

Es verdad que hay muchos ambulatorios y hospitales que construir y sobre todo muchos ciudadanos a los que atender (y, mejor aún, muchas enfermedades a prevenir), que la formación debe ser ampliada y mejorada, que los dependientes tiene que ser atendidos y, sobre todo revisar las causas por las que caen en la dependencia (p.ej. hacer frente al angustioso problema de los millones de solitarios, muchos de ellos de avanzada edad); hay muchas pensiones que gestionar, muchas asistencias a los desafortunados que tramitar, muchas licencias de actividades que conceder. Todo ello requeriría un ingente volumen de empleo público (por cierto, lo primero que ha sufrido los rigores de las políticas austeritarias o púdicamente llamadas de consolidación fiscal) sostenido por unas finanzas públicas sólidas y basadas en el principio de una fiscalidad que haga pagar más al que más tiene.

Pero todo ello no puede hacernos olvidar las otras “funciones” que desempeña el funcionariado público en las sociedades estatales.

Funciones las más de las veces obtusas, sin relación alguna con la vida de la gente que no sea la de producir un dolor o sufrimiento adicional en la misma tan injusto como inútil. En general, el trabajo en las Administraciones públicas es “trabajo de mierda” (Graeber)


¿SUPERACIÓN DEL TRABAJO?

Hemos visto, siquiera de forma aproximada, la realidad del trabajo en nuestros días. Lo que hace siglos comenzó como un aspecto parcial de la vida en sociedad se ha convertido en el centro de esa vida colectiva. Somos criaturas para el trabajo, toda nuestra existencia está configurada en torno a la dimensión trabajo, el conjunto de nuestra existencia está pensada,orientada y programada para el trabajo. No es aventurado afirmar que vivimos en la civilización del trabajo (y de la mercancía, que es la forma que toma el trabajo realizado y dispuesto a ser cambiado por unidades de trabajo y del dinero que es la mercancía universal, mediador universal de todas las relaciones posibles y pensables de nuestro tiempo).

Toda una antropología constituye la entraña de nuestras sociedades, la antropología del trabajo. Conviene recordarlo contra propuestas precipitadas para abandonar la civilización del trabajo. No es fácil siquiera imaginar cómo podría ser la vida en las sociedades contemporáneas SIN el trabajo (y la mercancía, el dinero y el Estado, hay que insistir) como forma de mediación universal. La disolución efectiva de la comunidad y la ruptura de los vínculos sociales ha derivado en una gran soledad, una soledad y aislamiento que en la sociedad contemporánea es “combatido” por ese remedo de vida social que es el trabajo. Acudir a una oficina es, con frecuencia, el único acto de sociabilidad disponible para millones de personas. Solo hay que ver la angustia con la que -sobre todo los hombres- contemplan la jubilación, como el paso a la pérdida de la sociabilidad, incluso la ciudadanía. Solamente la continuación en las obligaciones de contribuyente (¡) contribuye a minorar esta sensación.

Es verdad que esta civilización del trabajo comienza por un acto de violencia suprema, el que consiste en poner a las personas a trabajar. Todo un arsenal de medidas y políticas punitivas pero también educativas -como prolongación sofisticada de las primeras- atraviesa la Modernidad y determina la historia de nuestras sociedades hasta ahora. Pero resulta estéril centrarse en tal determinación histórica si se quiere superar el trabajo.

Es ya una obviedad que las necesidades de la población humana, incluso contando con las tasas más elevadas de crecimiento de la misma, podrían ser satisfechas dedicando a la producción de los bienes y servicios necesarios para ello la mitad del tiempo que en promedio se dedica en las sociedades de nuestro tiempo. Lo sabemos desde hace décadas y sin embargo, las jornadas laborales no solo no descienden sino que aumentan; si lo medimos en términos de horas dedicadas al trabajo asalariado por unidad familiar, es evidente que esta magnitud ha aumentado en la práctica totalidad de las sociedades contemporáneas. Ello corresponde, sin duda, a la contratendencia ya anticipada por Marx para contrarrestar la caída de la tasa de ganancia, que él pronosticaba, un rasgo inherente al desarrollo del capitalismo; acentuado, además, por la medida en la que la caída de los salarios en términos de renta nacional y de las rentas salariales en los presupuestos de las familias ha conllevado el creciente recurso al endeudamiento de las mismas y, por ende, a la necesidad de dedicar más tiempo al trabajo para hacer frente a las obligaciones de estas deudas.

Pero el conocimiento de la génesis que nos ha traído hasta aquí no señala camino alguno garantizado para salir de la situación.

Si la esencia de nuestra especie es el trabajo, ¿qué ocurre, qué nos ocurre cuando no se trabaja porque no hay trabajo? Si el trabajo es fundamento de las relaciones sociales, ¿pierde el parado su condición de hombre social y queda reducido a su entorno familiar, a su vez también debilitado?

Lo que en los años 70 del pasado siglo fue considerado por una parte minoritaria del movimiento obrero y la izquierda como “perder la vida trabajando”, hoy se presenta como un objetivo inalcanzable para una parte creciente de la población.

Ante la realidad cada vez más próxima de la expulsión del trabajo humano de los circuitos productivos, intensificada por los procesos de digitalización y robotización, ante lo que se vaticina como caída en la demanda de trabajo, se reacciona de maneras aparentemente opuestas pero sin embargo complementarias como pertenecientes a la misma lógica capitalista, incapaz de concebir otra sociedad que la sociedad del trabajo asalariado (trabajo abstracto, hay que insistir).

Los análisis más pesimistas insisten en la intensidad del efecto sustitución del trabajo humano por máquinas y no solo el trabajo de baja cualificación sino también los de alta mediante la aplicación de algoritmos (análisis de mercados financieros, diseño de proyectos técnicos y hasta intervenciones quirúrgicas, etc.)

Por el contario, los más optimistas resaltan el llamado efecto compensación mediante el cual estos procesos de automatización terminarían generando nuevas oportunidades de negocio a través de nuevos procesos productivos, nuevos productos y nuevos mercados (economía verde, servicios de cuidados o industria del ocio), al tiempo que la reducción de los costes de producción favorecería el regreso a los países desarrollados de producciones previamente deslocalizadas, así como las oportunidades para las pymes y el trabajo autónomo. En los análisis serios y sesudos de las instituciones y de las universidades no hay apenas espacio para tomar en consideración una vieja reivindicación del movimiento obrero, la reducción de la jornada de trabajo, que solía ser acompañada de la consigna “trabajar menos para trabajar todos”. En las prefiguraciones del socialismo utópico, la introducción de maquinaria era vista como la posibilidad de liberar del trabajo al hombre, abriendo así una nueva era en la que lo más importante sería el tiempo dedicado a la vida familiar y social.

Pero el “sentido común dominante” es incapaz de imaginar siquiera una economía puesta al servicio exclusivo de la satisfacción de las necesidades reales de la gente democráticamente identificadas y decididas. La obsesión de la civilización capitalista por disponer de un empleo es la condición de subsistencia en nuestras sociedades.

Se contrapone habitualmente, por parte de los partidarios de la “libertad republicana”, la renta básica a la obsesión salarizante.

Hay respuestas diversas a este interrogante sin modificar o cuestionar el modelo de sociedad con el trabajo como núcleo de la misma. Una de ellas es la salarización del conjunto de actividades anteriormente fuera del mercado de trabajo en la línea que anunciara Jacques Delors con sus “nuevos viveros de empleo”: toda la dimensión de los cuidados constituye el filón más prometedor de este vivero. Y ahí, paradójicamente, se encuentran los designios del neoliberalismo con las aspiraciones de un sector del movimiento feminista en su lucha por poner en valor el trabajo de las mujeres para la reproducción de la fuerza de trabajo.

No es posible,sin embargo, desconocer como el trabajo, no obstante su condición alienante y destructiva de la condición humana, es también la dimensión otorgadora de sentido en sociedades que lo han perdido por completo. En una sociedad con decreciente capacidad de ofrecer empleo, tener uno es ser miembro de ella, encontrarte dentro y aliviado frente a la amenaza creciente de la exclusión. Lo que hemos llamado superación del trabajo sería vivida por estas personas como una tragedia, como un acto de violencia y despojo. Así que no hay más remedio que tomar en consideración la posibilidad de que la supresión del trabajo como esfera esencial de la vida en sociedad conviva con su mantenimiento en amplias zonas de la misma. Es difícil pronosticar cuál será la lógica y el tejido esencial de esa sociedad y no puede descartarse que su evolución pudiera conducir a estadios de regresión política y moral