Trasversales
José M. Roca

Ucrania, Siria. Solidaridades

Revista Trasversales número 58, marzo 2022 web

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Se perciben en la prensa y las redes alusiones a la distinta acogida que Europa dispensa a los refugiados ucranianos y a los sirios, teniendo en cuenta que, en ambos casos, se trata de población no combatiente que huye de la guerra. No obstante, respecto a los primeros, la solidaridad ampliamente entendida, tanto la organizada y, sobre todo, la espontánea, han desbordado cualquier previsión.
En esta alusión, aún está presente el recuerdo del trato vejatorio que huidos del régimen de Bachar al Asad recibieron en la frontera húngara, con la voluntariosa participación de ciudadanos tratando de impedir con empujones y zancadillas que hombres, mujeres y niños entraran en el país.
En algunos casos, este trato diferente se esgrime como una indiscriminada acusación contra los europeos en general y, sobre todo, contra las autoridades políticas en particular, en una especie de requisitoria contra la hipocresía de los países ricos y democráticos, señalando que la injusticia que anega al mundo, en buena parte de responsabilidad occidental, merece, en unos casos, atención y en otros, indiferencia. Pero esa reiterada pontificación de base moral ayuda poco a entender las cosas.
Es cierto que existe no sólo un trato institucional diferente, sino periodístico y popular, o ciudadano, si se prefiere, debido, en parte, a la diferente naturaleza de ambos conflictos, sin negar que existen también ciertas dosis de racismo o de xenofobia en algunos grupos de población o quizá de desconfianza respecto a los sirios, por su procedencia de un país donde se libra una guerra en la que actúan facciones muy fanáticas del islamismo. Pero sin renunciar al principio general de que, como migrantes obligados por la guerra, sirios y ucranianos merecen, por un principio universal de solidaridad, la misma atención para ser acogidos en terceros países, hay que apuntar algunas diferencias entre ambos conflictos armados que pueden ayudar a entender estas desequilibradas y mediocres reacciones de los limitados seres humanos.
En primer lugar, hay que señalar la percepción de los hechos en el tiempo y en el espacio, y sin recurrir a Kant, con sus endiabladas definiciones, el tiempo y la distancia actúan sobre la mente a la hora de percibir y juzgar los hechos, más aún sobre la mente de la gente corriente, que, en general, dispone de flaca memoria y de escasos conocimientos de geopolítica.
Respecto al espacio, Ucrania es un país europeo, si admitimos que Europa termina, como se aprendía en el bachillerato, en los montes Urales. Desde Europa occidental y mirando hacia el este, Ucrania está situada después de Moldavia, que está en la cara oeste de los Cárpatos, pero mucho antes de los Urales. Mientras que Siria es un país de Asia, del Asia más próxima o del cercano Oriente (Oriente Medio para los americanos), ubicado en una región con historia, cultura, religión y tradiciones diferentes a las de Europa. Cabe inferir ahí que actúe cierta solidaridad continental con los refugiados ucranianos como europeos.
Esta “distancia cultural” tiene su correlato geográfico. Madrid, como capital del país, está más cerca de Kiev, capital de Ucrania, que de Damasco, capital de Siria. Por carretera, 3.649 kilómetros y 37 horas de viaje en coche separan Madrid de Kiev; en el caso de Damasco, los kilómetros a recorrer son 5.037, que ocuparían 51 horas utilizando el mismo medio de transporte.
Otro ingrediente que explica la diferente percepción de ambos conflictos es la novedad, un valor esencial del periodismo. La guerra en Ucrania es noticia, es novedad, hoy; la guerra en Siria lo fue en su día; ahora sigue habiendo guerra, pero ya no es noticia, o noticia de primera plana y, como otros, es un conflicto sin resolver; una guerra enquistada a lo largo de 11 años, y cuyo final no se percibe.
Ahí tenemos la dimensión temporal, que actúa fatalmente sobre la percepción de los hechos, influida por la acumulación de acontecimientos ofrecidos por “la rabiosa actualidad”; por hechos nuevos que aparecen cada día, que pronto quedan viejos y son sepultados por otros, en una renovación constante de noticias que nos hace vivir en un presente continuo, atentos sobre todo a lo que está por venir.
Esta permanente atención hacia el futuro deprecia, sin pretenderlo, el pasado, que queda pronto “amortizado” como conocimiento anticuado, poco útil, cuando el pasado es necesario para explicar el presente. Pero nuestra atención a los sucesos nos lleva a olvidar los procesos, la acumulación de los hechos que van quedando atrás, no guardados o archivados, sino involuntariamente olvidados.
Una visión esquemática dada por uno de sus efectos -violencia, guerra y gente que huye- tiende a equiparar dos casos -Ucrania y Siria-, que son distintos por la coyuntura y por la entidad de cada uno de ellos.
En el caso de Ucrania, además de la cercanía, es más fácil percibir el origen de la guerra y quiénes son los contendientes: un país (grande) agrede a su vecino (pequeño), lo invade y lo destruye para obligarle a aceptar las condiciones de existencia que convienen al agresor. En este esquema bipolar, es más sencillo interpretar el conflicto y decantarse moralmente por un bando.
El caso de Siria es más complejo, pues se trata de un conflicto viejo mantenido hasta ahora, provocado por una oleada de protestas que tuvo su origen lejos -en Túnez, en 2010- y acentuado por los efectos de otro -Iraq- iniciado en 2003 e, igualmente, sin concluir.
En diciembre de 2010, en Túnez tuvo lugar una masiva protesta que, en pocos días, logró la dimisión del presidente Ben Alí. Animada por diversas causas, desde el paro y la carestía a la demanda de democracia y derechos civiles, la protesta se extendió con diferente intensidad a los países limítrofes -Argelia, Marruecos Libia- y más allá -Egipto, Sudán, Jordania, Irán, Irak, Kuwait, Yemen y Siria-, transformada en lo que se llamó “primavera árabe”, que, a lo largo de unos dos años, tuvo resultados muy diferentes, en general frustrantes y en algunos casos catastróficos para el equilibrio de la región, y en Siria degeneró en una guerra civil.
En ese proceso no se pueden olvidar los efectos de la intervención de fuerzas de Estados Unidos y sus aliados en Iraq, en 2003, que acabó con el régimen de Sadam Hussein, pero desintegró el país, desestabilizó la zona y provocó el surgimiento de un poderoso movimiento islamista que extendió su dominación sobre un amplio territorio -un pretendido califato con capital en Mosul- llamado Estado Islámico de Iraq y Levante (Dáesh), que se extendió a Siria, donde sus tropas combaten al ejército leal a Al Asad, a otras facciones islámicas y a las milicias kurdas, sin contar la presencia de otras fuerzas extranjeras. Una guerra de la que se cumplen once años, que ha provocado hasta la fecha casi 400.000 muertos y más de cinco millones de desplazados (algunas fuentes indican que se acerca al doble de esta cifra); personas escapadas de un conflicto muy complejo, que merecen la misma solidaridad que las huidas de la guerra de Ucrania, más fácil de entender.
Otro asunto, ante el cual no se deben cerrar los ojos, es el reverso de la solidaridad, es decir, los efectos positivos y negativos que la presencia, sobre todo si es numerosa, de refugiados plantea en los países de acogida. Pero ese problema merece un comentario aparte; hoy lo importante es prestar la ayuda que esos miles, ya millones, de personas vulnerables necesitan.

16 de marzo 2022




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