Trasversales
José M. Roca

Defender a Ucrania

Revista Trasversales número 58, marzo 2022 web

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I ¿David amenaza a Goliat? (3/3/2022)

La decisión del presidente Putin de invadir militarmente Ucrania es un hecho extraordinario, que ha desplazado la atención mundial de otros conflictos, pues Rusia es el estado -o la dictadura- más grande del planeta y la segunda potencia en capacidad militar convencional y nuclear.

Dado el trato amistoso que recibe de políticos populistas de derecha y extrema derecha, el motivo aducido por el nuevo zar para justificar la ocupación de Ucrania no deja de ser pintoresco: evitar el genocidio de la población rusófona, decretado por un gobierno de nazis y drogadictos.

La unilateral resolución de Putin ha obligado a definirse a los gobiernos y los partidos políticos de los demás países, a responsables económicos y sociales y a ciudadanos en general. Y también a los partidos políticos que se consideran de izquierda, algunos de los cuales, al menos en España, han dado muestras de incomodidad al tener que explicar su posición.

No es fácil emitir un dictamen ante el hecho consumado de asistir a la invasión de un país por tropas de su vecino, en una región de Europa que es una encrucijada de etnias, religiones y culturas y escenario de viejos y recientes conflictos, agitado además por las tensiones de un proceso de reordenación del mundo, que no tiene visos de acabar a corto plazo.

El orden bipolar de la guerra fría, acordado, sobre todo, entre dos grandes actores -Estados Unidos y la URSS- se está deshaciendo desde hace años, pero no se atisba un nuevo orden que lo reemplace, más cuando han surgido nuevos y poderosos actores, que pugnan por hallar una situación ventajosa en el futuro orden, donde, desde el punto de vista político, se enfrentan regímenes formalmente democráticos con regímenes populistas o claramente dictatoriales, y el de Putin es uno de ellos o, mejor dicho, el caudillo de todos ellos.

En este contexto, en que caben análisis muy distintos de la realidad y en el que prevalece la tensión bipolar de la guerra fría -Estados Unidos/Rusia-, que suele ser dominante en la izquierda, no es fácil determinar cuál es la cuestión más importante y la que requiere, en consonancia, la adopción de medidas más urgentes. Sin embargo, hay hechos -no opiniones ni intenciones- que pueden ayudar a situarse.

Ucrania no es una amenaza para Rusia; David no amenaza a Goliat. Ucrania no pertenece a una alianza militar occidental como la OTAN ni a la Unión Europea, aunque mantiene con ella intercambios comerciales. Rusia pertenece a la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, una alianza militar con Armenia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguistán y Tayikistán, que reemplaza al extinto Pacto de Varsovia.

Ucrania no ha ocupado zonas de Rusia, sino al revés; desde 2014 Rusia ha ocupado Crimea, Lugansk y Donets, ya convertidas en repúblicas populares, y antes ejerció su influencia en Ucrania a través del gobierno de Yanukovich, obligado a dimitir tras los sucesos de Maidán, en 2013, después de tres meses de movilización social que tuvo como coste 125 muertos, 65 desparecidos, más de 1.200 heridos y cientos de detenidos.

El gobierno de Ucrania no ha ido acumulando tropas en la frontera con Rusia con intención de ocupar el país después. El ejército de Ucrania no ha entrado en Rusia, destruyendo lo que encuentra a su paso, y provocando la huida de miles de personas en dirección a la Unión Europea, ni ha amenazado a países como Suecia y Finlandia, ni al resto del mundo con el hipotético recurso a las armas nucleares.

En consecuencia, lo que parece razonable es apoyar políticamente a Ucrania, el país agredido, y enviar toda la ayuda humanitaria posible para atender a los desplazados y a la población civil residente, y, además de las medidas de tipo financiero, económico, comercial, deportivo o cultural contra Rusia, hacer llegar ayuda militar para reforzar la defensa nacional y tratar de impedir, o al menos dificultar, el avance de las tropas rusas y la consiguiente destrucción del país. Como deber solidario y como táctica política, lo inmediato es ayudar a David a defenderse del ataque de Goliat.



II ¿No a la guerra? (6/3/2022)

Dado el curso de los acontecimientos en Ucrania, que empeoran día a día, como si Putin, desmintiendo su excusa de presentarse como un libertador, deseara quedar como el verdugo de un país arrasado, lo más urgente, como deber solidario y como táctica política, es ayudar a los ucranianos a detener el avance de las tropas rusas, combinando presiones de todo tipo desde el exterior y aportando recursos humanitarios y militares para reforzar la resistencia en el interior. Sin embargo, esa posición no es la de las izquierdas, digamos postmodernas, que discrepan de la decisión del Gobierno de enviar armas a Ucrania y lo fían todo a la diplomacia, al diálogo con Putin, que fracasa una y otra vez, y a los llamamientos a favor de restablecer la paz, pero una paz cuyas condiciones no se precisan: ¿Una Ucrania que recupera las fronteras de 2014? ¿Una Ucrania invadida? ¿Una Ucrania partida? ¿Una Ucrania privada de establecer alianzas económicas y militares a su conveniencia? ¿O qué?

Leyendo comunicados, viendo los circunloquios de sus representantes en el Congreso y sus opiniones en los medios de información, parece que están confusos sobre el origen y los principales actores de esta agresión, o que, por medio de una nebulosa argumentación soslayan condenar la guerra desatada por Putin y se sitúan en el plano de un enfrentamiento global entre Estados Unidos y Rusia, que hay que evitar a toda costa por sus consecuencias.

Otro argumento es advertir que el envío de armas acentúa la violencia y multiplica el número de muertos y heridos. Que puede que se cumpla, pero serán muertos de los dos bandos y no sólo del bando agredido. Dicho sea, sin inicial animadversión hacía las tropas rusas -tantas veces usadas como carne de cañón-, que probablemente han sido engañadas por la propaganda sobre los verdaderos propósitos del Kremlin y sobre la pasividad o incluso la buena acogida que iban a hallar por parte de los ucranianos, a tenor de la escasa resistencia encontrada en la ocupación de Crimea y el Donbas.

Por otra parte, la resignada aceptación de la invasión con el pacifismo como bandera no garantiza la ausencia de violencia del ocupante sobre los reductos que ofrezcan algún tipo de resistencia, ni la ausencia de represalias sobre los vencidos después de la contienda.

Hace días, cuando Pablo Iglesias aludía a la desproporción de las fuerzas en pugna y hablaba de ancianos armados con escopetas intentando hacer frente a los tanques rusos, daba la impresión de que, animado por la misericordia, recomendaba la rendición de Ucrania al invasor y la formación de un gobierno como el de Vichy en Francia o el de cualquier república bananera en América. En otro programa, acusaba de cobardes a quienes aprueban el envío de armas a Ucrania, pero no van allí a combatir. Claro que también es fácil ser pacifista lejos de las bombas.

Otros portavoces de la izquierda posmoderna recomiendan el diálogo a toda costa, refugiándose en un pacifismo franciscano que es contrario a la voluntad del gobierno de Kiev y de las tropas y milicias ucranianas de resistir como sea la invasión, por lo cual demandan a la comunidad internacional el envío de todo tipo de ayuda, incluida la militar. Es decir, la izquierda postmoderna practica un abstracto pacifismo a ultranza que es contrario a la voluntad de los agredidos, mientras oculta malamente una posición previa favorable a Rusia y critica a Estados Unidos, convertido ahora -y siempre- en el principal agresor.

Esta izquierda conserva el dictamen de la guerra fría, con un escoramiento antinorteamericano cuando conviene, pero ese esquema no sirve para siempre. Y las consignas, tampoco.

El grito “No a la guerra”, que movilizó a miles de personas en España, cuando el trío de las Azores decidió invadir Iraq, buscando unas armas de destrucción masiva que nunca existieron, fue correcto porque se emitía desde uno de los países que apoyaron la invasión. Que es lo mismo que hoy dicen los rusos contrarios a Putin. Pero esa consigna no responde realmente a la situación actual ni ayuda al país agredido, cuyo gobierno solicita ayuda urgente para defenderse del invasor, que, con una estudiada estrategia, no se va a detener -y ahí están los hechos- sólo con las propuestas de paz y diálogo, sino ante los costes financieros, económicos, comerciales, culturales, deportivos y también militares, que le pueda reportar su intento de hacer de Ucrania un estado títere o, de no ser posible, conquistar una parte del territorio mayor de la que ahora domina y hacer del resto un estado más pequeño y desmilitarizado. Si es que su imperial aventura se detiene ahí.

La imagen difundida por televisión de un miliciano ucraniano levantando el puño mientras dice en español “No pasarán”, es más adecuada al momento presente, que recuerda el ejemplo de la II República española, abandonada a su suerte por las democracias occidentales, en un inútil intento de aplacar a un insaciable Hitler, que probó sobre nuestro suelo tácticas militares que utilizó después sobre otros países, entre ellos los que no advirtieron que, ayudando a la República, se ayudaban a sí mismos. Al negar su apoyo al legal gobierno republicano, con el pretexto de mantener la neutralidad y reducir la mortandad, fortalecieron a Hitler con otra victoria y facilitaron la existencia de una dictadura en el sur de Europa durante cuarenta años. Y no evitaron los miles de muertos provocados por la represión posterior a la contienda.

Tampoco es ahora pertinente la consigna “OTAN no”, que se añade como los dos huevos duros que pedía Groucho Marx con cada modificación del menú, porque la OTAN no ha intervenido en este conflicto, aunque Putin, en su propaganda, la exhibe como origen de su decisión. La Alianza, que Trump dio por muerta, parece recuperar su utilidad ante el agresivo comportamiento del Kremlin

Mejor sería que no hubiera ejércitos ni alianzas militares, claro está, pero así es el mundo -violento, injusto; imperfecto- y es de temer que siga así por mucho tiempo. En vista de ello y percibiendo la necesidad de escapar de la presión sobre Europa ejercida desde Estados Unidos y Rusia, en la Unión Europea empieza a calar la idea de contar con una fuerza militar acorde con su poder económico.

Como apoyo argumental a la testimonial posición de defender ante todo la paz -pero una paz sin precio, sin condiciones- frente a los llamados abusivamente “partidos de la guerra”, circulan en los foros de la izquierda listas de agresiones de Estados Unidos a otros países, desde Cuba, Panamá o Vietnam a Iraq y Afganistán, mientras se omite la trayectoria de Rusia en ese aspecto, que no es corta, y, en concreto, en su compleja relación con Ucrania.



III Una amistad peligrosa (7/3/2022)

Ucrania, el granero de Rusia, sufrió un proceso de rusificación ya en tiempo de los zares, y después del gobierno soviético. La hambruna decretada por Stalin para forzar la entrega de cosechas, que mató de inanición al menos a dos millones de personas (quizá más de cuatro) en los años más intensos de la colectivización agraria (1929-1934), coincidió con una depuración del gobierno soviético local, en una región que ya había conocido la represión contra la guerrilla del anarquista Néstor Makno y la reaccionaria banda independentista de Grigoriev. La incautación de cosechas se completó con el masivo traslado de población rusófona.

Ucrania, la región más rusificada de la URSS, fue un ejemplo de la ingeniería social de la era estaliniana, consistente en trasladar miles o incluso millones de personas de unas regiones a otras para neutralizar las tendencias nacionalistas y la resistencia a la industrialización acelerada y a la colectivización y, al mismo tiempo, ayudar a erigir el tipo de Estado necesario para dirigir la gigantesca tarea de pacificar y transformar la Rusia agraria y atrasada en una potencia capaz no sólo de competir con el capitalismo occidental, sino de superarlo en todos los terrenos.

La población fue “educada” en la sumisión mediante la aplicación de un terror arbitrario e indiscriminado, y el Estado, continuamente depurado de elementos desafectos en las altas instancias, se nutría con una legión de funcionarios, que, por convicción y, sobre todo, por interés, fue la adicta base social de la nueva élite gestora -la nomenklatura-, que se reservaba la administración de los bienes públicos y la dirección política del país. La dictadura del proletariado y de los soviets, que apenas conoció una breve e intensa etapa de gobierno -la dictadura del proletariado son los soviets y la electrificación, decía Lenin-, se transformó en dictadura de la burocracia, dirigida por una reducida camarilla dotada de un poder omnímodo, en cuyo seno, por medio de intrigas y conjuras, se decidía el destino del país.

El Holodomor ucraniano (el holocausto por hambre) fue uno de los episodios de ese proyecto y un precedente de las purgas de 1936-1938 y de la deriva expansionista que adoptaría el Kremlin tras el pacto de Molotov y Ribbentrop, en 1939, para repartirse Europa central y oriental.

El acuerdo con los nazis, que desconcertó a la izquierda de todo el mundo, permitió a Rusia ocupar parte de Polonia, de Ucrania y Bielorrusia, parte de Rumanía (Moldavia y Bucovina) y Estonia, Letonia, Lituania y penetrar en Finlandia, pese a la resistencia de los fineses.

En fechas recientes, la retención de la franja de Transnistria en Moldavia (sede del XIV Ejército exsoviético), fijando una frontera rusa al oeste de Ucrania, que puede formar parte del cerco por el sur y cerrar su salida al mar Negro, y los sucesos similares en el Cáucaso y en repúblicas de Asia central muestran que, tras el desconcierto de 1991, con la implosión de la URSS y el final del glacis europeo, Putin ha asumido como programa reeditar el viejo sueño zarista, al restablecer en Rusia un poder despótico, un país de súbditos y la expansión imperial, rodeándose de gobiernos vasallos y ocupando territorios que hasta ahora no han sido extensos, en lo que un amigo llama argucias de glotón para comerse un salchichón entero, rajita a rajita, sin llamar la atención. Aunque el bocado de Ucrania puede resultar demasiado grande para poderlo engullir.

Para cierta izquierda, que aún conserva restos del relato romántico de la Revolución de Octubre, Rusia cuenta con una especie de plus de confianza, a pesar de todo. Un hecho difícil de explicar, teniendo en cuenta que hace mucho tiempo dejó de ofrecer un proyecto de sociedad superior y alternativo al capitalismo, del que muestra una de las versiones más salvajes y oligárquicas. Así que es hora de ponerse al día sobre su verdadera naturaleza y admitir que, tanto para los ciudadanos rusos como para sus vecinos, el orden político de Putin y su ambición imperial tienen poco que ver con los intereses de la clase trabajadora y del socialismo o con el propósito de fundar una sociedad con cierto respeto por los derechos civiles, un capitalismo medianamente regulado y un régimen político más representativo que el actual, que es una verdadera ficción (democrática con polonio).

Es posible que parte del error dependa de examinar la guerra en Ucrania sólo desde el enfoque de la vieja disputa entre Estados Unidos y la URSS por ejercer su hegemonía sobre el mundo, cuando la situación del mundo ha cambiado, ambos actores también y otros han entrado en liza, de modo que no se trata de la lucha final entre dos oponentes para decidir quién impone su orden sobre el mundo en un choque definitivo, porque no lo habrá, y si lo hay, dará lo mismo quien haya vencido, porque será el último conflicto humano sobre el planeta, y lo que venga después sólo interesará a las cucarachas.

No se trata, pues, de dirimir de una vez y para siempre -como otros, también se equivocó Fukuyama al anunciar el fin de la historia cuando se hundió la URSS- la orientación del mundo con la derrota definitiva del adversario, porque, en realidad, hay varios contendientes en una pugna multilateral, sino de situar la guerra en Ucrania en un juego estratégico, con jugadas ofensivas y defensivas, conquistas locales o regionales, como ha ocurrido desde 1945 hasta ahora, buscando modificaciones parciales, en vez de lanzarse a la conquista definitiva con la derrota total del adversario.

En este juego, Putin, que por deformación profesional es un experto en jugar sucio, ha asumido el papel del loco, ya adoptado por Nixon, para mostrar que es capaz de hacer cualquier disparate con tal de vencer. Pero hay que verlo como un estratega que juega con los condicionados apoyos de otros actores -China, Corea del Norte, Nicaragua o Eritrea- y con las debilidades de sus oponentes de Europa y Norteamérica. La Unión Europea, dividida y lenta al decidir, es un gigante económico, pero un enano militar, y Estados Unidos, aún la primera potencia militar, es un imperio en declive, en retirada en Iraq, Siria y Afganistán, y además dividido política y culturalmente por el activismo populista de un admirador de Putin, al que Rusia prestó ayuda para ganar las elecciones.

Teniendo en eso en cuenta y contando con el presunto apoyo de la población ucraniana, Vlady cogió su fusil y se encaminó a la frontera para comerse el resto del salchichón.




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