Cuando pienso en los “nuevos
fascismos” no estoy haciendo un paralelismo con
los viejos fascismos de los años veinte y treinta
del siglo pasado. Estas reflexiones sobre los
fascismos de ayer y hoy (y de los posibles
fascismos del futuro) las hago plenamente
consciente que estamos hablando de épocas muy
diferentes pero con algunas similitudes. Como
decía el gran escritor norteamericano, Mark Twain,
la historia no se repite pero rima.
El historiador Zeev Sternhell
interpretó el fascismo no como una pura y simple
contrarrevolución, sino como una suerte de
revolución alternativa a lo que promovía el marxismo
(citado por Stefanoni en su libro ¿La rebeldía
se volvió de derechas?). Según Stefanoni
“Estamos volviendo a una situación en que la
democracia liberal es tironeada por la izquierda y
por la derecha”.
No todos los fascismos de los años
veinte fueron iguales. Zeer Sternhell decía en una
entrevista: “ El nazismo era de una dimensión
monstruosa que no existía en el fascismo. Pienso que
el nazismo fue una guerra contra la Humanidad. El
fascismo fue una guerra contra la Ilustración”. Creo
que tiene razón, el Holocausto contra el pueblo
judio no estaba en la agenda de todo el fascismo,
sino principalmente de los nazis. Hitler, desde los
años veinte, ya declaraba la necesidad de exterminar
a los judios, pero no era el caso de Mussolini ni de
Falange en España nacidas en la misma época.
Hago estas puntualizaciones porque
considero que, a veces, cometemos el error de
igualar a todos los fascismos. No todo lo que hizo
el nazismo era respaldado por los falangistas o
fascistas. De la misma manera, no todo lo que hizo
Stalin era apoyado por la burocracia estalinista o
por regímenes posteriores nacidos bajo la hegemonía
de la URSS. Cuando usamos un concepto (fascismo,
estalinismo, capitalismo…) no quiere decir que ese
concepto sea exactamente igual siempre. Lo que
importa no son todas las contingencias sino la
esencia.
Trotsky fue una de las personas que
mejor describió el fascismo alemán y comprendió su
dimensión histórica. En un artículo titulado “¿Y
ahora?” señala la esencia de los fascismos de los
años treinta: “Es en esta relación que el fascismo
se distingue de todos los regímenes reaccionarios
que fueron instaurados hasta el presente en el mundo
capitalista en que rechaza todo compromiso con la
socialdemocracia, la persigue ferozmente, la ha
privado de toda posibilidad de existencia legal, la
ha obligado a emigrar”. Aún así, entre las cientos
de páginas escritas por Trotsky, dedicadas a este
tema, encontraremos también muchas definiciones
ampliadas sobre el fascismo. Por ejemplo, el
carácter imperialista, estatista, racista,
militarista, etc.
Otro posible error consiste en tomar
el concepto de fascismo en su desarrollo histórico
acabado. En mi opinión deberíamos diferenciar que el
fascismo no nace de un día para otro. Antes de
Mussolini hubo intelectuales como Giovanni Gentile.
Antes de tomar el Estado hubo un movimiento y un
partido. Pocas personas pueden cuestionar la
naturaleza fascista de los discursos y actos de
Donald Trump, lo que no nos lleva a decir que el
Partido Republicano es ya un partido fascista. Todo
proceso tiene sus contradicciones y conflictos donde
intervienen fuerzas sociales antagónicas o
simplemente contradictorias. Lo que importa no es
solamente el resultado final sino también el camino
que se recorre.
Me gustaría insistir en la necesidad
de que todo análisis concreto de un fenómeno
concreto no se puede descontextualizar de la época
histórica que le ha tocado vivir. Los fascismos de
los años veinte y treinta tenían un enemigo común:
el proletariado revolucionario y sus organizaciones
políticas y sindicales. Hoy, ese peligro es
inexistente. Los nuevos fascismos -como veremos más
adelante- se están desarrollando en las condiciones
históricas concretas del siglo XXI. Más aún, si no
somos capaces de parar las emisiones de CO2 y si el
cambio climático nos lleva a situaciones
desesperadas, estoy totalmente convencido de que
nacerán nuevos fascismos basados en sacrificar a una
inmensa mayoría de la población para salvar a unas
élites o a unas poblaciones privilegiadas.
Distintas
interpretaciones
Empezaré haciendo un resumen de
algunas posturas sobre estos nuevos fenómenos a los
Miguel Urbán ha llamado “galaxia de la
ultraderecha”. Pero también se les conoce con muchos
adjetivos: populismos de derechas, neofascismos,
posfascismos, protofascismos, nacional populismos,
etcétera.
Enzo Traverso ha definido a Donald
Trump como “ un líder posfascita sin fascismo”, el
historiador Robert O Paxton dice que sus posturas
fascistas son “inconscientes”... Para Traverso el
posfascismo es “un régimen de historicidad
específico (el comienzo del siglo XXI) que explica
su contenido ideológico fluctuante, inestable, a
menudo contradictorio, en el cual se mezclan
filosofías políticas antinómicas” (Las nuevas
caras de la derecha). Esta definición me
parece muy interesante.
Fue Jean-Ives Camus quien habló
(según Traverso) de nacional populismo. Por el
contrario, el ecomarxista John Bellamy Foster ha
caracterizado a Trump como un neofascista; es decir,
un fascista de nueva época. En su libro sobre Los
nuevos fascismos Alberto Pascual habla mucho
de formas y menos de contenidos: la “manipulación
del resentimiento”. El mundo de las fake news.
El populismo es un término muy usado
para definir a estos personajes como Putin,
Bolsonaro, Trump o Le Pen. A mí no me gusta. Pues
creo que sigue poniendo el eje en la forma y no en
los contenidos. Ello conlleva el riesgo de meter a
actores muy diversos en un mismo saco: trumpismo,
chavismo, lepenismo, peronismo, etc.
Traverso ve el peligro de que
llamando fascista a Trump (esa es la postura de
Robert Kagan y también la mía) estemos apoyando a
Joe Biden. Creo que Traverso se equivoca en esto y
en la poca importancia que le ha dado a las mujeres
como víctimas del posfascismo. Por eso tampoco ve el
carácter contrarrevolucionario del islamofascismo,
cuya esencia no es un antiimperialismo al estilo de
lo que era la OLP en su época, sino la forma más
extrema de posesión y dominación del cuerpo de la
mujer y la utilización del terror como único
lenguaje de sus actos.
Dónde nace y
cómo se extiende la reacción
El Estado islámico basado en el
salafismo y el Estado talibán no son lo mismo que el
III Reich. El régimen de Putin no ha llegado aún al
nivel de totalitarismo de Hitler. La amalgama de
partidos europeos antieuropeístas no son exactamente
lo mismo. El trumpismo o bolsonarismo se parecen
bastante pero tienen sus peculiaridades nacionales.
Hay partidos reaccionarios más estatistas que otros;
a pesar de ello, podemos observar comportamientos
comunes: misoginia, homofobia, nacionalismo,
negacionismo, extractivismo fósil, racismo, etc,
etc.
¿Cómo nace y se extiende como la
pólvora la oleada reaccionaria en el mundo? Huyamos
de las explicaciones simplonas de que la causa de
todo es el capitalismo. En mi opinión, no hay una
sola causa que pueda explicar el gran auge de los
movimientos reaccionarios. Entre otras cosas, porque
considero que surgen y responden a períodos
diferentes.
La tesis de que la causa es la
globalización puede explicar el resentimiento de la
antigua clase obrera industrial o los agricultores
europeos, pero no puede explicar otros fenómenos
como el islamofascismo o el putinismo. La
explicación, que tanto gusta a las derechas
conspiranoicas, de que el liberalismo decadente o el
marxismo han desencadenado una guerra cultural,
tampoco parece muy consistente (al menos no explica
la indignación ante la desigualdad social de las
clases trabajadoras).
En mi opinión, el crecimiento de la
corriente islamista-fascista tuvo que ver con las
intervenciones militares en 2001 y 2003 por parte de
las administraciones de G. W. Buhs. La conocida como
guerra contra el terrorismo global (Al Quaeda) tuvo
como resultado un incendio en la zona.
Posteriormente nace el ISIS en Irak o Siria con
apoyo de potencias regionales como Arabia o Turquía,
y se extiende al África del norte y al Sahel.
Otro foco es Rusia en donde resurge
un fuerte movimiento nacionalista de apoyo a Putin.
Como explicaba recientemente en Viento Sur el
activista Ilya Budraitskis, desde hace más de veinte
años el régimen de Putin ha ido involucionando desde
una especie de democracia limitada (con un fuerte
poder oligárquico), a la dictadura de Wladimir Putin
con la camarilla del KGB. Hoy el régimen de Putin
basado en un intento de recuperar el imperio zarista
o los antiguos territorios de la URSS, es la última
versión del nacionalismo gran ruso. La guerra contra
Ucrania desde 2014 es una guerra de conquista. Putin
basa su nuevo régimen en la movilización de la
población para la guerra contra Ucrania, la
supresión de los derechos civiles y de la
democracia, el asesinato de toda oposición incluído
Prigozhin; el culto al machismo, la homofobia, el
extractivismo económico y la bendición de la
jerarquía eclesiástica de la Iglesia ortodoxa.
También se ha desarrollado esta ola
reaccionaria en occidente, donde la crisis económica
del 2007 produjo un terremoto social, que se sumó a
los efectos de la globalización capitalista sobre
las clases trabajadoras y sectores muy amplios de la
población. Lo que se ha producido en occidente es
una crisis de legitimidad del sistema democrático
representado por los partidos e instituciones
tradicionales. Una crisis de legitimidad no es el
caos, ni el derrumbe, sino la desconfianza y el
vuelco de sectores de la sociedad hacia posiciones
radicales y reaccionarias. El fracaso de los
movimientos sociales y la nueva izquierda como el
15M, Occupy Wall Street, Syriza o Podemos, junto al
de los sindicatos y los partidos tradicionales,
lleva a millones de personas a los brazos de los
demagogos reaccionarios. Las ideas nacionalistas
identitarias, la culpabilización del feminismo, la
homofobia, el racismo hacia los inmigrantes, el
negacionismo climático o el rechazo a las medidas
anti-covid. Esos son los principales síntomas de la
oleada reaccionaria en la UE y los EEUU.
¿Por qué me
gusta hablar de nuevos fascismos?
Supongo que, llegados a este punto,
pocas personas que hayan seguido leyendo este
artículo podrán pensar que quiero comparar los
viejos fascismos con lo nuevo que está pasando. He
intentado diferenciar que se trata de dos épocas
distintas separadas -nada menos- que en 100 años.
Para algunas personas, el fascismo es un fenómeno
reducido a los años treinta. Para mí eso no puede
explicar otros regímenes fascistas posteriores como
las dictaduras militares de Chile o Argentina.
Tampoco podría explicar el régimen de Sudáfrica del
apartheid. Creo que la singularización de un
fenómeno político (sea cual sea) reduciéndolo a un
momento en la historia no nos ayuda a explorar los
puntos en común de lo nuevo con lo viejo. El
capitalismo de la revolución industrial no es el
capitalismo actual, pero somos capaces de encontrar
las leyes comunes que nos posibilitan seguir
llamándolo capitalismo y no otra cosa como hace una
parte de la intelectualidad de izquierdas.
En ese sentido, mi opinión es que el
fascismo, más allá de la definición de Trotsky (que
se ajusta exclusivamente a esa época), tiene tres
grandes señas. La primera, la exaltación de unos
valores como la patria, el supremacismo del hombre
sobre la mujer o racista y el fanatismo religioso
sea cual sea su inspiración. La segunda, una
estética o fetiche de la violencia ejercida como un
patrón de comportamiento y sistemática. Y por
último, una amoralidad absoluta sobre la barbarie
que genera.
No sé si serán o no convincentes mis
argumentos. Los prefijos pos (fascismo), proto
(fascismo) o neo (fascismo) introducen matices, pero
no me parece que el debate deba centrarse en el
término sino en el contenido. Hablar de una extrema
derecha o una ultraderecha creo que subestima este
fenómeno que ya estamos viviendo. Creo que esos
nombres se relacionan con grupos minoritarios e
ideologizados, y lo que yo he planteado aquí es otra
cosa. Hablar de “nuevos fascismos” y no “de nuevo el
fascismo” es intentar acercarse a la realidad pero
sin las comparaciones con el pasado.
Ahondemos en las diferencias con los
años treinta. El fascismo de Donald Trump no busca
disciplinar a la clase obrera norteamericana. Sus
enemigos están en otro lado. Con bastante razón el
escritor Dylan Riley (New Left Review) definió el
proyecto trumpista como neomercantilista macho
nacional. Yo le agregaría racista. Trump,
independientemente de toda su verborrea en torno a
Make América Great Again (un lema habitual de muchos
líderes fascistas), busca el apoyo, principalmente,
de los hombres blancos y después del resto. En las
imágenes del asalto al Capitolio apenas se vislumbra
una mujer o un negro. El escritor Mike Davis (New
Left Review) lo ilustró con los siguientes datos. A
Trump le apoyaron en las elecciones presidenciales
de 2020 un 61% de los hombres blancos y un 55% de
las mujeres blancas. Las mujeres negras solamente un
8% y los hombres negros un 19%. Las diferencias
entre Joe Biden y Donald Trump no eran tanto por
razones de clase, sino principalmente de género y
raza (aunque, claro está, el género y la raza
también definen una posición social). Pero la
apelación de Trump iba dirigida a todos esos hombres
blancos que están “asustados” por la “invasión” de
inmigrantes y por la “dictadura” de las feministas y
ecologistas.
El fascismo “inconsciente” de D.
Trump está basado en la restauración de los viejos
valores de una República blanca y liberada del
control del Estado. Es la utopía reaccionaria de las
poblaciones del sur aderezadas con un anticomunismo
visceral de las comunidades latinas de Florida. El
Partido Republicano, su masa social, evoluciona en
esa dirección pero no es un partido fascista sino
ultraconservador. La tensión en los EEUU no deja de
aumentar. En una encuesta, el 47% opina que el
riesgo de guerra civil es realmente alto. En mi
opinión esa variante no creo que aparezca en el
corto o medio plazo.
Dos momentos
históricos muy distintos
Efectivamente, hoy, pese a las
turbulencias del siglo XXI, estamos en una situación
política y económica que no es comparable con el
período que comenzó con el estallido de la primera
guerra mundial y el final de la segunda (1914-1945).
En mi opinión el fascismo fue producto de aquella
época de conflicto entre la revolución y la
contrarrevolución. La civilización capitalista entró
en colapso. El riesgo, con una hipotética victoria
del nazismo y del imperialismo japonés, significaba
la integración al modo de producción capitalista del
trabajo esclavo en amplias zonas del planeta y la
configuración de una estructura social de castas y
razas.
Hoy no estamos ante una crisis
semejante, lo que no quita que afrontemos
determinados desafíos y, entre todos ellos, la
emergencia climática. Por eso mismo creo que reducir
el actual conflicto a “una guerra cultural” entre la
izquierda liberal y las derechas reaccionarias es un
error. La lucha de millones de mujeres por la
igualdad; de millones inmigrantes sin derechos; la
lucha de los movimientos ecologistas contra los
gobiernos y empresas negacionistas, la lucha de los
colectivos LGTBI, trasciende a una “guerra cultural”
entre una “izquierda woke” (término despectivo de
las derechas) y los reaccionarios.
El momento que atravesamos no es el
colapso del sistema, pero el funcionamiento del
capitalismo -que, bajo el proyecto neoliberal, había
tenido otro período de acumulación y crecimiento, de
desarrollo tecnológico e incorporación a la
producción capitalista a una ingente mano de obra de
Asia (especialmente China) y los antiguos
territorios de la URSS- ha dado señales claras de
encontrarse gripado.
En ese sentido, David Harvey, en su
último libro Crónicas anticapitalistas, ha
planteado que entre lo que él llama “giro
autoritario” y el proyecto neoliberal no existe una
contradicción como viene señalando una parte de la
izquierda que afirma que el neoliberalismo está
herido de muerte. En mi opinión, una cosa es la
crisis de legitimidad y otra muy diferente que nos
encontremos ante una enfermedad terminal. Creo que
los líderes fascistas como Putin, Trump, Bolsonaro,
Orban, etc., encajan perfectamente en lo que yo
considero que es la esencia del neoliberalismo: un
proyecto exitoso que emergió para cambiar la
relación de fuerzas entre las clases dominantes y
las organizaciones obreras en los años 70 en Europa
occidental y los EEUU.
El “giro autoritario” o la “oleada
reaccionaria mundial” protagonizada por la pujanza
de un nuevo fascismo, sumado a fenómenos similares
en la India o Turquía y el ascenso económico y
político del capitalismo de estado en China bajo la
total dirección del PCCh, son escenarios más que
preocupantes. La crisis de las democracias liberales
y de las democracias occidentales en este contexto
es una mala noticia. Al contrario del siglo pasado,
la democracia liberal no está en medio de una
colisión entre revolución y contrarrevolución, sino
entre un modelo de sociedad capitalista (pero
aceptando ciertos grados de derechos) contra un
modelo que viene a destruir los avances sociales y
democráticos de los últimos setenta años.
Hemos hablado de los demonios del
pasado y los demonios del presente. Terminaremos
hablando de los demonios del futuro.
Del negacionismo
al fascismo ecológico
Como hemos venido diciendo uno de los
puntos que sostienen los movimientos reaccionarios,
más allá incluso de los fascismos, es el
negacionismo climático, esto es, el cuestionamiento
de que asistimos a un cambio climático antropogénico
que se viene acelerando de manera vertiginosa en la
última década. El negacionismo no es patrimonio de
la industria del carbono, también lo es de numerosos
grupos llamados "libertarios", "anarcocapitalistas,"
conspiranoicos o conservadores de diferente pelaje.
Muchos de ellos se oponen a la ciencia vigorosamente
como se vió en la pandemia con los movimientos
antivacunas.
A pesar de ello el ecologismo ha ido
ganando algunas batallas (pese a que no ha logrado
la más importante, que es la reducción de las
emisiones de CO2). Entre las batallas ganadas, la
que considero más importante es que se está logrando
incorporar al sentido común de la población el hecho
de que asistimos a un cambio o emergencia climática
de consecuencias futuras imprevisibles (aunque
muchas de ellas son previstas por los científicos).
Esta nueva mentalidad colectiva nos hace albergar la
ilusión de que todavía estamos a tiempo de cambiar
las cosas. Pero ese sentido común no se ha
transformado aún en lucha masiva. Creo que si
perdemos la batalla para frenar las emisiones de CO2
y los daños irreparables en la Biosfera nos
adentraremos irremediablemente en lo que la
comunidad científica afirma que ya estamos viviendo:
la sexta extinción del planeta donde desaparecerán
(o desapareceremos) una mayoría de las especies
animales y vegetales que hoy conocemos.
El sentido de plantear así este
problema es porque estos debates son muy necesarios.
Existe un movimiento ecologista plural, progresista
o anticapitalista. El negacionismo es una corriente
a la defensiva pero aún muy numerosa. Crece también
un ecologismo de tipo fascista que, lejos de negar
el cambio climático, a lo que apunta es a una
ideología selectiva (elitista y racista) que afirma
que en este planeta no cabemos todas y todos. Y se
prepara para escenarios apocalípticos donde las
temperaturas del planeta suban hasta 3, 4 o 5º
centígrados.
Pero esta perspectiva distópica no es
una película ni una novela. Puede ser o no realidad
(dependerá en gran parte de nuestras luchas y otros
factores científicos o tecnológicos). Ya veremos. Lo
que quiero plantear es que entre estos reaccionarios
negacionistas y los fascistas ecológicos hay muchos
puentes. Hay intereses de clase y coincidencias
políticas. Hay una clara relación entre el
supremacismo racial y machista actual, por un lado,
y la teoría de la selección del grupo elegido para
un mundo con escasos recursos naturales y
energéticos. Y, al mismo tiempo que hay una relación
entre presente y futuro, también la hay con el
pasado. Los demonios del pasado nunca duermen. Cada
vez que el género humano se aproxima al "abismo de
Helm" surgen esos demonios.
Hay que acabar con ellos. La
humanidad ya lo hizo en 1945. Estamos a tiempo.
Frente a la desvalorización del humanismo y la
destrucción de la Tierra, frente a la exaltación del
odio y el nihilismo moral, podemos volver a la
Ilustración. Podemos proponer que solamente un
socialismo democrático, feminista y sinceramente
ecologista es la base para espantar a los demonios
del pasado.